Historias de Hiroshima
Takeshi está jugando en el jardín de su casa. Abriendo la puerta corrediza que da acceso a la casa de estilo oriental, su madre le observa en el porche de madera. El niño, sentado sobre el césped, mueve el camión de juguete hacia atrás y hacia delante. La hierba cruje y se rompe bajo sus ruedas. Crash, crash, crash. Una y otra vez. El sol de Hiroshima incide fuerte sobre el niño. El suelo tiembla y una sombra sobrevuela la ciudad. La madre sonríe, su hijo será un hombre valiente, su nombre está escrito con los kanji de espíritu luchador y nada podrá con él. El camión sigue haciendo sonar su melodía. Crash, crash, crash. De repente, un sonido atroz, el rugir de una bestia, lo apaga todo.
Nozomi anda tranquilamente por la calle. A su lado caminan sus dos amigas, Mei y Mitsuki. Han quedado para ir a la universidad y, a pesar de estar alegres, se encuentran nerviosas. Hoy tienen examen y ella anda revisando hojas y hojas de apuntes. Estudian enfermería y saben que sus habilidades serán necesarias y podrán ayudar a su país. Son tiempos de guerra y todos tienen que aportar su grano de arena. Además, su hermano está enfermo con gripe. Luego tendrá que ir a casa a cuidarle. Pero está contenta. Sus padres pusieron muchas expectativas en ella. Un aura de optimismo flota siempre a su alrededor, por algo su nombre significa esperanza, y es lo que tiene que aportar a los demás. Un calor agobiante se ha instalado en Hiroshima el 6 de agosto a las ocho de la mañana. Nozomi escucha el parloteo de sus amigas sobre los chicos de su universidad. Un zumbido incómodo hace vibrar el aire y la joven se estremece sin saber por qué.
“Otro día más de trabajo”, piensa Kazuo. Los bombardeos del ejército americano han provocado el derrumbe de fábricas y estaciones de trenes y numerosos incendios. Tienen que preparar cortafuegos para evitar que se propaguen más. Decenas y decenas de jóvenes como él cargan piedras y herramientas rápidamente para que la zona pueda ser algo más segura para los habitantes. Pero ya nada es seguro. Desde hace tiempo, los japoneses saben que la guerra está perdida, aunque los altos mandos no lo reconozcan. La seguridad es algo tan lejano como el sol que les ilumina aquella mañana. La grava se resquebraja bajo sus pies. Trabajan en silencio y aquel es el único sonido que escuchan. A Kazuo le apasionan los trenes. Mientras transporta una piedra piensa en la gente que acude nerviosa y rápida para coger el expreso. Se imagina cómo serán sus vidas, a dónde irán y por qué. Hay tanta vida en las estaciones y miles de historias confluyen allí. Algo le saca de su estupor. Un monstruo cabalga feroz hacia los jóvenes y amenaza con engullirlo todo. Kazuo mira a los ojos a la muerte sin saber qué decir. El sol ha desaparecido y, por un momento, la oscuridad se apodera de Hiroshima.
Hiroda se ha despertado hoy inquieto. No ha podido descansar bien por la noche. Poco después de amanecer las alarmas han sonado en la ciudad por riesgo de bombardeos y luego Hiroshima ha regresado a la tranquilidad. De camino al hangar situado en el extrarradio ha visto algunos comercios levantar las persianas. Una señora mayor reprendía a su hijo por haberse quedado dormido. Sin embargo, de repente gira la cabeza, mira a Hiroda y le sonríe indulgente. Sin mediar palabra le ofrece una manzana de un enorme cesto de su frutería. Puede que sea por su uniforme militar. O a lo mejor es que la amabilidad es un don que brilla más en tiempos de guerra. Eso piensa mientras arma uno de los aviones que partirán dentro de pocas horas. Cada vez son menos los que salen de aquella instalación rumbo a una guerra que hace tiempo que dejó de tener sentido. Su amigo Takeuchi salió hace varias semanas y ya no regresó. En uno de los departamentos del hangar está una fotografía suya, sonriendo. Le hacía feliz volar y ni la guerra pudo arrebatarle eso. De repente, alza la vista y una enorme luz, como si el sol se hubiera descolgado del cielo, ilumina el horizonte. Un ruido ensordecedor seguido de una gigantesca onda expansiva barre todo a su paso. Después, oscuridad y silencio. Un silencio que suena a muerte.
El camión del pequeño Takeshi ha dejado de sonar. Si su mano inerte continuase moviendo aquel juguete, el sonido sería diferente. Una enorme explosión lo ha consumido todo. El calor y el gran viento generado por ella han convertido la hierba en algo sin vida. A nadie le hubiera gustado escuchar el sonido de las ruedas del camión rodando en aquellas cenizas muertas. Tampoco lo hubiera podido escuchar nadie. Un poco más lejos, Nozomi está medio inconsciente en el suelo. No sabe quién ha apagado el interruptor del cielo y lo ha convertido en un escenario propio del peor de los infiernos. Lo único que puede escuchar es un pitido incesante en sus oídos y lamentos quejumbrosos a su alrededor. ¿Qué ha pasado? Hiroshima era bonita, era tranquila y ella tan solo una estudiante de enfermería. Ahora no hay nada y su mente está en blanco. Algo húmedo le resbala por los brazos y la espalda. Apenas puede moverse. Levanta la vista del suelo tratando de entender, de situarse. Pero no puede. No ve a sus amigas a su lado. Recordaba haber estado revisando sus apuntes y, por culpa del viento no podía hojearlos bien. Por eso se había resguardado en una pequeña caseta mientras hacía tiempo. Un feroz viento había arrancado de cuajo la parte superior de la construcción y le había golpeado en la cara junto con un calor que le había abrasado el cuerpo. Muchas personas se levantaban a duras penas alejándose del infierno que había nacido en el centro de la ciudad. Nozomi les siguió.

Kazuo se había encontrado mal desde que empezó a trabajar aquella mañana. Apenas llevaba media hora cargando piedras y escombros cuando un fuerte dolor de cabeza le obligó a parar. El jefe militar, que por sus galones parecía ser capitán, le dio permiso para acudir a un centro médico. Cuando estaba a punto de llegar, no entendió por qué el mundo gritó y por qué la tierra bramó como si la hubieran herido de muerte. Salió despedido por los aires al tiempo que los cristales del centro reventaban, a pesar de que la estructura todavía permanecía en pie. Jamás se hubiera imaginado lo que iba a experimentar aquel día en un centro médico de la ciudad de Hiroshima. La encarnación del infierno aquel agosto de 1945.
Después de la explosión sonaron alarmas y todos los camiones que se encontraban disponibles en el hangar salieron cargados de hombres. Hiroda no entendía bien qué pasaba. ¿Por qué había explotado Hiroshima? ¿Por qué ahora era todo oscuridad y una enorme nube nacía de su centro hasta el fin del cielo? Él no lo sabía cuando se subió a uno de esos camiones. Sus compañeros se encontraban terriblemente pálidos. En cambio, el rostro de uno de los veteranos permanecía inexpresivo, aunque sus cejas se arqueaban enmarcando unos ojos rapaces que estudiaban todo lo que podían observar. Hiroda enterró el rostro entre sus manos. ¿Qué era lo que acababa de pasar? Por un momento, solo pudo pensar en la señora que le había dado aquella manzana.
– ¡Mei! ¡Mitsuki! – Nozomi gritaba buscando a sus amigas.
Apenas le sale la voz y la garganta le duele. Tiene parte de la espalda en carne viva y el dolor es enorme. Por los brazos también tiene ampollas y cortes de los que resbala sangre. Algo caliente moja su cara. Las astillas de la caseta y algunas piedras le han producido cortes en el rostro. Aun así, está en mejores condiciones que muchos de los supervivientes que alcanza a ver. El paisaje es desolador. Hacía menos de una hora había en aquella zona un parque de un verde intenso, con árboles y flores bien cuidados, así como zonas para niños. Ahora todo era gris y estaba iluminado por un fuego que ardía violento y cuyo humo, de un negro intenso, ascendía hasta unirse con una nube gigantesca que esta mañana no estaba allí. Ella no podía adivinar la forma de hongo de aquella nube desde su posición.
– ¿Ha visto a mi hija? – Una mujer de unos cuarenta años, angustiada, le coge del brazo. Nozomi grita de dolor y la mujer se disculpa junto con una rápida inclinación. Mira a uno y otro lado. La joven le dice que no ha visto a su hija mientras la mujer la continua buscando desesperadamente. Nozomi baja la cabeza, ahora mismo no sabría decir ni donde se encuentra ella.
Kazuo entra en el centro médico. Tiene la ropa desgarrada de cuando cayó sobre una roca y cree que tiene alguna costilla rota. Piensa en pedir atención médica pero cuando comienza a hablar se detiene al contemplar el interior del edificio. A pesar de que los cristales de las ventanas y la porcelana de los jarrones están diseminados por el suelo, el edificio se mantiene en pie y muchas de las personas se encuentran bien. Al principio nadie sabe muy bien qué hacer. No saben qué ha pasado ni cómo es la situación en el resto de Hiroshima. Un médico se acerca rápido a él y le pide que se levante la camisa para observar su torso inflamado. Sin embargo, poco después de haber entrado Kazuo, un chico de unos treinta años con uniforme militar abre la puerta del centro y busca al médico encargado. Lo ve en una esquina de una de las salas de espera al fondo del pasillo principal, atendiendo a un paciente que tiene una brecha en la cabeza y que sangra profusamente. El militar le dice algo que Kazuo no alcanza a oír, pero el rostro del médico se vuelve aún más blanco, con un matiz amarillo enfermizo. Rápidamente el encargado grita instrucciones al personal sanitario presente. Los pacientes en buen estado deben abandonar las habitaciones y tienen que reunir todos los medicamentos que puedan. Pasada casi una hora, empieza a escucharse el sonido de camiones deteniéndose en la entrada del centro de Salud.
Ha caído una bomba atómica en Hiroshima. Eso es lo que alcanza a escuchar Hiroda en el vehículo del ejército que se dirige a uno de los puntos donde la gente, malherida, acude para huir del calor de la radiación y de las fauces del infierno. Ni siquiera sabe lo que es la radiación ni lo que implica realmente una bomba de esas características. Él estaba acostumbrado a equipar los aviones con bombas peligrosas que hubieran podido destruir algún que otro edificio. Si le hubieran dicho que un explosivo podía causar semejante hecatombe se hubiera reído incrédulo. Pero desde luego algo ha destrozado Hiroshima. Todos sus compañeros están callados. A su compañero Yûsuke se le cae una lágrima de unos ojos que tiemblan como la superficie de una piscina. Mire a donde mire solo ve ruinas, cuerpos carbonizados y gente que apenas puede caminar. El humo lo domina todo y apenas puede ver más allá de algunas decenas de metros. De vez en cuando, ráfagas de un calor anormal le revuelven el pelo. El camión sigue circulando a lo largo del río Ota. Cientos de personas, cuyos rostros desconfigurados por la explosión y la radiación parecen máscaras de monstruos que encarnan la expresión del más horrible de los dolores, se lanzan a sus aguas. Sus gritos se desvanecen cuando se sumergen. Muchos, agotados por el sufrimiento, ya no vuelven a salir a la superficie. Hiroshima es el infierno y el Ota es el río Estigia. De repente, el camión se detiene en el puente Miyuki que parece estar fuera del centro y el radio principal de la bomba. Hiroda escucha a una joven gritar los nombres de Mei y Mitsuki. Ese día, el joven militar, escuchó a gente clamar cientos de nombres. La mayoría se quedó sin respuesta.

A Nozomi le cuesta horrores andar. A cada paso las heridas de los brazos y la espalda se le tensan y sangran más. El aire caliente entra en contacto con su piel desgarrada y amenaza con dejarla inconsciente y derrumbar un espíritu que casi se ha desvanecido cuando quedó inconsciente. La joven sigue gritando los nombres de sus amigas. A la sensación de dolor se le suma otra angustia. La de encontrarse sola en un lugar que ha dejado de ser suyo. Una ciudad que ya no es Hiroshima. Sus padres viven en un pueblo a 30 kilómetros de allí, por lo que estarían a salvo. O eso supone, no sabe si ha pasado lo mismo en otras zonas del país. Como cuenta gotas, los supervivientes se reúnen en aquel puente para descansar y poder aliviar sus heridas. Muchos, agotados, simplemente se dejan caer en el suelo. Nozomi no vio levantarse ya a algunos de ellos. Es un espectáculo dantesco. Mujeres, niños y jóvenes se extienden por aquel puente situado en el límite del radio afectado. Todos ellos, incluida ella, se encuentran demacrados. Las ropas, tintadas a partes iguales de rojo y suciedad, se les adhieren a un cuerpo malherido. Algunos han perdido partes de él. Otros, en cambio, junto con las heridas, han perdido el alma. Sus ojos no dicen nada y sus bocas se han congelado en una expresión horrorizada. Entre la gente que grita de dolor y los sollozos, Nozomi escucha su nombre. Ve el rostro ennegrecido de su amiga Mei y, por un instante, suspira aliviada. Al menos ya no estará tan sola.
– ¿Sabe qué ha podido pasar? – pregunta Kazuo a uno de los médicos que ha encontrado unos instantes para atenderle.
– Hay rumores de una gran bomba, pero nada claro por ahora ¿Quién sabe si eso es cierto? No creo que el ser humano fuera capaz de construir algo semejante. Aguante, por favor – en la tarjeta que le cuelga del pecho reza el nombre de Kondo. Le venda fuerte la parte superior del tronco y Kazuo hace una mueca.
– No sabría qué decirle. La guerra desencadena horrores… A todo esto ¿Por qué sigue aquí? ¿No teme por su familia? – inquiere el joven. Preguntando se olvida un poco de que más allá de las puertas del centro, el mundo está en ruinas.
– Mi esposa y mi hijo Takeshi estaban en la ciudad. Yo… – Kondo carraspea, conteniendo el llanto y siguiendo con su trabajo-. No soy tonto, sé que es un suicidio entrar en el centro de Hiroshima ahora. Quizás pueda salvar alguna vida aquí dentro.
En una de las paredes de la habitación estaba una foto del médico junto a su mujer y su hijo. El pequeño sonreía mientras agarraba fuerte un camión de juguete. Era la única sonrisa que vio ese día. De repente, un tropel de soldados metían a heridos en el recinto. Kondo termina de ajustarle la venda al tiempo que le urge que no se toque la herida. Rápidamente se dirige al vestíbulo. Muchos de los afectados no podían andar por ellos mismos. A la mayoría les faltaba parte de la piel en los brazos o alguna parte del cuerpo. Tenían la cara quemada por la radiación o habían perdido algún miembro. Kazuo se fijó que casi todos eran hombres. No supo por qué no había casi niños o mujeres.
– La prioridad son los jóvenes. No subirán al camión niños, mujeres o ancianos. Tendrán que esperar su turno – ordena uno de los jefes de Hiroda. Una bomba acababa de arrasar Hiroshima y Japón aún pensaba en coger el fusil y lanzarse a la guerra de nuevo.
Por un lado, estaba el orgullo y el patriotismo que le habían enseñado a Hiroda desde pequeño. Por el otro, en el camino hacia el puente Miyuki había visto la destrucción, el horror y miles de personas rotas por el sufrimiento. Su país lloraba y se moría poco a poco. Qué insensatez que se siguiera pensando en continuar la guerra, reflexiona Hiroda. El camión se detiene en el puente y decenas de personas malheridas suplican ayuda. Algunos de los soldados más jóvenes estarían dispuestos a salvar a cualquiera, fuera hombre, mujer, niño, anciano… Sin embargo, las órdenes han sido claras y el jefe no permite ninguna excepción. El fusil que sujeta entre las manos lo ratifica. Una niña, de no más de siete años, se acerca al camión y trata de subir. “No, fuera de aquí”, le grita impasible el oficial al mando. Lentamente, con dolor, la pequeña se baja. Su rostro se llena de lágrimas y corre hacia el corazón de la pesadilla japonesa. Hiroda recuerda un fragmento de un poema de Alfred Tennyson: “Y juntos cabalgaron hacia las fauces de la muerte, hacia la boca del infierno”. Aquella niña corrió sola y ya jamás regresaría. Él trata de mostrarse sereno, pero algunas lágrimas bañan su rostro. ¿Por qué había pasado todo esto? ¿Por qué la gente tenía que sufrir así? ¿Qué podía ganar alguien con la guerra? Hiroda pensó en esos momentos que el infierno estaba realmente vacío y que, aquel día, los demonios habían decidido visitar Hiroshima.
Nozomi ve que una fila de camiones se acerca al puente donde Mei y ella esperan, junto a decenas de personas, ayuda. Los militares solo recogen a los jóvenes que estarán en condiciones más adelante de coger un fusil y partir de nuevo a la lucha. A pesar de que su nombre debía de ser un faro que representase la esperanza, Nozomi no ve ninguna. La sombra de la muerte se pasea y se ríe quedamente entre las personas que no han sido recogidas. Mei se encuentra bastante mal. Tiene un corte muy profundo en el abdomen y ella no puede parar la hemorragia. No tardará en morir si no la recogen y la atienden. Nozomi no se encuentra tampoco demasiado bien. Las quemaduras que se extienden por su cuerpo hacen que su cuerpo se estremezca por el dolor y que algunas de las heridas no dejen de sangrar. Aún así, ella puede aguantar.
– Saldremos de esta Mei, te lo garantizo – le consuela a su amiga. Al menos ella será la luz para todo aquel que pueda. Eso piensa mientras tapona con fuerza la herida de su amiga.
La presión de las vendas en su torso alivia el dolor de Kazuo. Tampoco puede quejarse. El hospital está colapsado y los heridos se agolpan esperando atención. Muchos ni siquiera la piden. No tienen fuerzas para hablar y en algunos casos es difícil discernir si están vivos o muertos. Por suerte, la mayoría de los médicos del centro se encuentran bien salvo por algunos cortes. El sudor que baña sus rostros evidencia el terrible esfuerzo que hacen por tratar a la gente. Aun así, su preocupación es evidente. Nunca han visto quemaduras como las que presentan los heridos y no saben cómo evolucionarán ni si serán efectivos sus remedios.
En el alféizar de una ventana, cuyos cristales se rompieron con la explosión, se posa una mariposa de bellísimos colores cálidos. Cerca de Kazuo, un pequeño de apenas unos meses descansa arropado en el regazo de su madre. Agotada, tiene los ojos cerrados y respira pausadamente. El bebé señala a la mariposa y se ríe contento. La sonrisa marca los hoyuelos de sus mejillas dibujando una cara redonda y feliz. Kazuo menea la cabeza. Merecerá la pena luchar y salir adelante solo por ellos. Los que vendrán y deberán lidiar con el recuerdo de una ciudad que vivió uno de los mayores dramas de la historia. Se siente impotente. Le duele la zona del pecho donde se golpeó pero está en condiciones de andar y desplazarse. Hace un momento ha escuchado a uno de los soldados hablar de un puente en el que esperan ayuda niños y mujeres. Allí él no hace nada. A lo mejor puede ayudar. Decidido, deja tras de sí los gritos de los sanitarios dando órdenes y pidiendo medicamentos, y los lamentos de los heridos, para adentrarse en las ruinas de Hiroshima.
Cuando regresaron al hospital más cercano a dejar a los jóvenes heridos que habían encontrado en el puente Miyuki, el jefe se puso a estudiar cuál era el próximo destino. Hiroda no se lo podía creer. Aún quedaban muchas personas heridas en aquel lugar que necesitaban ser rescatadas y atendidas. Él no podía quitarse de la cabeza la imagen de la pequeña que se había adentrado en las profundidades de la ciudad. En ese momento supo que aquel recuerdo le perseguiría el resto de su vida. La mirada de Hiroda se dirige hacia la puerta de entrada. Un hombre cojea levemente y de vez en cuando su cara expresa dolor y algo parecido a serenidad y resolución. El resto de sus compañeros anda en otro mundo, distraídos. El oficial al mando está tratando de ponerse en contacto con sus superiores. Curioso, Hiroda sigue al hombre que se desaparece tras la puerta.
– ¡Eh, disculpe! ¿Adónde se dirige? Es peligroso ir por allí ahora mismo – grita Hiroda. Más allá de la figura del hombre, humo, luces naranjas de incendios que iluminan un paisaje destruido y oscuro, colorean el horizonte.
– Hiroshima está moribunda y yo en el hospital no puedo hacer nada. Os he oído hablar sobre la gente que sigue en el puente Miyuki esperando ayuda. No sé en qué podré echar una mano, pero desde luego sentado no – Hiroda entiende ahora esa resolución que cincelaba su rostro.
El militar se muerde el labio. No sabe qué hacer. Atrás, en el hospital están sus compañeros y el resto de su compañía. La desobediencia se paga cara pero en el puente ha visto la desesperación de las víctimas. Un reloj de arena se había abatido sobre sus cabezas y amenazaba con agotar sus vidas. Mira a uno de los numerosos camiones que están estacionados en las inmediaciones del hospital. Su función en el ejército no es la conducción de vehículos, pero tiene las llaves de uno de los camiones por si tuviera que sustituir a uno de los conductores. Hiroda vuelve la vista al hombre.
– Está bien. Venga conmigo – le urge. Se sube al camión y, seguidamente, el otro hombre se sienta en el asiento del copiloto -. ¿Cómo se llama? – pregunta Hiroda.
– Kazuo. Kazuo Watanabe – responde el joven.
– ¿Kazuo, eh? – Hiroda sonríe. Significa “pacífico” en japonés -. Si los que mandan se llamasen como usted quizás las cosas hubieran sido distintas.
– Si los que mandan se llamasen como yo no mandarían nada. Japón perdió el norte hace tiempo y el mundo con él. Nosotros no podemos cambiarlo pero al menos podremos ayudar a que algunos vean un nuevo día – reflexiona Kazuo.
Toda la razón, pensó Hiroda. Mientras, el camión se alejaba del hospital haciendo crujir las piedras bajo sus ruedas.
Hacía tiempo que los militares se habían llevado a los heridos, jóvenes y varones, del puente. Mei se ha quedado inconsciente y su cabeza se apoya en el hombro ileso de Nozomi. Respira débilmente pero su rostro no refleja angustia. Desea que su amiga sobreviva y que lo primero que vea sea el techo de la habitación del hospital y no la tristeza que les rodea. Ha sido una de sus mejores amigas en los últimos años y la razón por la que la vida era más dulce después de que una discusión con sus padres enfriase la relación y la hiciese sentir un poco más sola. Nozomi sigue presionando la herida de Mei. Parece que sangra menos pero no quiere confiarse. Se permite unos momentos para pensar, para irse a otro mundo. Ojala Mitsuki esté viva, piensa. En el fondo sabe que es poco probable. Nozomi cierra los ojos. Recuerda a su amiga cuando eran pequeñas. Le gustaba tanto poder cuidar a los demás que más de una vez iba poniendo tiritas y vendas a todo lo que veía. Cuántas veces su pequeño conejo de peluche había acabado con una venda en la pata. Sonríe levemente. La sonrisa de Mitsuki se proyecta en su mente y permanece por unos instantes. Como si fuera un espejismo, se acaba desvaneciendo y una lágrima cae por la mejilla de Nozomi. En mitad del silencio, roto por los lamentos de los heridos que quedan en el puente, el ruido de un motor se escucha cercano.
– ¡No podemos llevar a todos! – grita Hiroda mientras se baja del camión -. Fíjate en quiénes estén más heridos y ayúdales a subir atrás.
Kazuo asiente y mira a la gente del puente. No cree que ni el más sádico de los pintores hubiera retratado algo semejante. Decenas de personas están tendidas en el suelo. Muchos de ellos en el suelo tumbados, luchando por vivir. Otros ya han perdido la vida. Los que han sobrevivido presentan heridas horribles. Rostros desfigurados y piernas y brazos que han perdido la piel. El pelo de las mujeres se encuentra erizado y quemado. La suciedad recorre sus rostros. La onda expansiva ha barrido los parapetos del puente y una mezcla de ocres y negros inunda la escena, iluminada parcialmente por el naranja de los incendios que se repartían por doquier. No sabe por qué, pero el rostro de una joven de unos veinte años capta su atención. Una lágrima dibuja su rostro cuya boca esboza una débil sonrisa. No es alegre, sino una sonrisa que condensa una terrible pena. Tiene los ojos cerrados y parece que está en otra parte, buceando entre recuerdos. Su brazo derecho cuelga sin fuerza mientras con el izquierdo presiona la herida de una chica. Es un cuadro terriblemente bello y triste. Kazuo se acerca con temor, como si cualquier palabra que pronunciase rompiera un hechizo sin saber las consecuencias. Pero tiene que llevárselas, ella y su amiga no tienen para nada buen aspecto. También debe subir al camión a todas las personas que pueda. Sobre todo a los niños. Muchos de ellos lloran desconsoladamente llamando a unos padres que ya no pueden escucharles.
– Disculpe, tenéis que subiros conmigo al camión. Necesitáis atención médica cuanto antes – la chica se sobresalta. Desconcertada, como si no se esperaba que alguien se acercase a ayudarla, le mira confundido. Al poco, con ayuda de Kazuo se levanta con dificultad. De repente, la chica le agarra del brazo y le dice preocupada:
– ¡No! Llévate primero a mi amiga. Yo puedo esperar, ella está muy mal. Ha perdido mucha sangre.
– ¿Cómo se llama usted? –inquiere Kazuo.
– Me llamo Nozomi –responde la joven.
– Bien Nozomi, yo soy Kazuo. No pienso abandonarla ni a usted ni a su amiga. Las dos van a subir a ese camión y en nada estarán en el hospital ¿De acuerdo? – Kazuo le sonríe, tratando de tranquilizarla -. Aunque hoy parezca el fin del mundo, no lo será para vosotras.
La joven asiente y suspira aliviada. Kazuo llama a Hiroda y entre los dos cargan con Mei. Kazuo no podría llevarla solo. Le duele la herida del pecho y cada vez que respira siente fuertes punzadas de dolor. Con cuidado, dejan a la chica en el camión. Sigue inconsciente y tranquila. Nozomi parece que ha hecho un buen trabajo y la herida del abdomen ya no sangra tanto. Mientras Hiroda regresa a por más heridos Kazuo vuelve a por Nozomi. Le pasa el brazo alrededor del cuello y despacio, la lleva hasta el camión, junto con su amiga. Cuando se está yendo, la joven le dice:
– Tú no eres militar, ¿por qué has venido hasta aquí a ayudarnos?
– He visto a decenas de personas muertas, cientos de heridos. Los edificios están destrozados y todo lo que antes rebosaba vida ahora ya solo son cenizas. Tú y todos los que aún vivís tendréis sueños y , aunque una parte de nosotros haya muerto hoy aquí, no dejaré que eso muera también –responde sereno Kazuo.
– Pacífico eh… Te pega ese nombre Kazuo. Gracias por esto –la joven vuelve a cerrar los ojos, agotada.
A los pocos minutos el camión esta repleto de gente. Ya no cabe un alma más. Tanto a Hiroda como a Kazuo les duele ver que no pueden llevar a más personas. Pero están decididos a volver cuantas veces sea necesario. Hiroda ya no teme lo que sus superiores puedan decirle. Hoy, las jerarquías, las órdenes de un ejército demente que quiere continuar con una guerra que ha consumido Japón, ya no importan. Importan las personas, sus vidas y sus proyectos. Hiroda se siente orgulloso de Japón. No por su patriotismo belicista ni por una creencia sintoísta desmedida que le lleva a creer que su país es lo mejor que hay sobre la faz de la tierra. No. Se siente orgulloso porque se levantará. Porque los niños que hoy lloran mañana reirán y porque donde una vez hubo risas volverá a haberlas. En eso piensan Hiroda y Kazuo mientras vuelven al hospital. Japón lloró aquel 6 de agosto y si el mundo supiera las dimensiones de lo que había hecho la bomba, hubiera llorado con él.
Tres días después miles de vidas, de historias, se truncaron en Nagasaki. Japón decidió rendirse y el patriotismo, el “mejor morir que rendirse” pareció olvidarse. No habían ganado nada con la guerra. Solo muerte, destrucción y tristeza. El 6 de agosto de 1945 Hiroshima fue borrada del mapa. Pero Japón jamás olvidó la mayor tragedia de su historia.
Nozomi, Hiroda, Kazuo y los demás son personas inventadas. Podría haber sido la historia de cualquier japonés de Hiroshima aquel día. Las historias y el contexto han sido creados a partir del documental “bajo la nube de Hiroshima” y mi propia experiencia a partir de libros y documentos. No quiero que nadie se sienta ofendido por lo escrito. Solo deseaba hacer hincapié en el sufrimiento de la gente aquel desgraciado día.
Autor:
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![]() Vivo a medio camino entre Asia y Occidente. Soy periodista, viajero incansable y proyecto de experto en relaciones interculturales con Japón. He caminado entre los interminables rascacielos de Tokio, he bebido en pequeños bares atenienses, me he fascinado por el arte en Roma y he perdido la noción del tiempo en casas de té japonesas. Soy la curiosidad y el afán de saber hecho persona.
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