El arte de las falsas despedidas
Héctor Pérez//
Joaquín Sabina volvió a Zaragoza con motivo de su gira 500 noches para una crisis, un homenaje al disco 19 días y 500 noches, que marcó el último verano de su juventud. El Flaco, con un derroche de energía y saber hacer, marcó aquel 28 de marzo que quedará en la memoria de todos sus incondicionales.

No es Joaquín Sabina precisamente un principiante en esto de vivir noches que dejan huella pero, seamos sinceros: siempre impacta ver cómo un artista que lleva mitad y media de su vida dedicándose al oficio sale al escenario con la ilusión del primer día y los nervios a flor de piel. A eso hay que sumarle que está al alcance de muy pocos colgar el cartel de “no hay entradas” varios meses antes del concierto en el Pabellón Príncipe Felipe, a pesar de los tiempos difíciles. El motivo principal radica en que, como dicen las malas lenguas, es posible que 500 noches para una crisis sea la última gran gira de Sabina. Él mismo alerta de esta posibilidad, ya que “la salud es impredecible para un tipo como yo”. Es decir: el 28 de marzo de 2015 pudo ser un día a recordar para muchos.
Llego tarde, lo sé. Y eso es mala señal. Sabina en Zaragoza es equiparable a la final de la Champions League y el tráfico es terrible. Los astros y su capacidad para movilizar a las masas. Cientos de bombines negros desfilan por las calles en dirección al concierto. Están incluso los que miran con admiración a su paso, deseando haber conseguido una entrada antes de que se agotasen. Lástima, la noche promete.
La magia del Flaco empieza en mis vecinos de localidad. A la izquierda, una mujer con su marido, de unos sesenta más o menos. A la derecha, un chico de no más de quince años, nervioso ante el que va a ser -casi con toda seguridad- su primer concierto de Sabina. Esta mezcla de edades tan singular solo puede conseguirla alguien como él. Una muestra más de que, cuando algo es bueno, auténtico y merece la pena, gusta a jóvenes y no tan jóvenes.

Se apagan las luces. Empiezan los aplausos. Pancho Varona, inseparable escudero de Joaquín, sale al escenario liderando al resto de músicos. Las primeras notas de Ahora que se ven eclipsadas por la aparición de Sabina y su sombrero, y el pabellón Príncipe Felipe estalla en aplausos. Ese es, en definitiva, el gran resumen de la noche, la imagen que expresa todo lo que estaba por llegar. “500 noches para una crisis – explica- es un homenaje al disco que marcó el último verano de mi alargada juventud, el que grabé antes del ictus que me cambió la vida. Me propusieron hacer esta gira y al principio no lo veía. Al quinto whiskey me pareció mejor y, finalmente, me convencieron”. Así es como se mete al público en el bolsillo, un recurso que repite siempre que puede pero que nunca falla.
Tan fiel es el homenaje a 19 días y 500 noches que el orden del repertorio es el mismo que el de las pistas del CD. Detalles que no se le escapan a ningún seguidor fiel. La postal que Sabina escribe a su público habla casi siempre del desengaño amoroso –19 días y 500 noches-, de mujeres a las que quiso y le quisieron –Barbi superestar, Una canción para la Magdalena- y de su amor por el otro lado del charco, especialmente por Argentina –Dieguitos y Mafaldas-. Sigue siendo el mismo hombre de contrastes de siempre, pero esta noche aparca su lado más canalla -aunque está siempre presente- para darse al “mero disfrute de un público entregado como pocos”, dice.
Tras más de una hora de concierto, Sabina empieza a jugar a dos velocidades. Por un lado, dando paso a sus músicos para que canten alguno de sus temas -Jaime Asúa canta El caso de la rubia platino-, un stop en el ritmo frenético vivido hasta ahora. Por otro, cantando esas canciones que ya ni siquiera le pertenecen, sino que ya son del pueblo y de la calle –Más de cien mentiras-, poniendo una vez más al respetable de pie y alternando las canciones con los hábiles apuntes de la realidad: “Gracias por estar aquí esta noche. Sé que no es fácil para algunos pagar el precio de la entrada con la que está cayendo y lo valoro mucho. Por eso precisamente me siento tan honrado esta noche”. Joaquín, a pesar de poder parecer indiferente en algunas ocasiones, es un artista agradecido al público que lo ha visto peinar canas.
No hay adiós en las grandes citas
Joaquín es experto en esa técnica tan difícil de dominar en el mundo de la música en directo como es la falsa despedida. Se trata de simular la despedida final, el momento de decir adiós antes de tiempo. Y lo difícil está en que parezca de verdad. Así llega el primer tercio del concierto. Y llega en buen momento. Porque nadie se imagina todo lo que queda por delante, una demostración casi personal de que queda Sabina para rato. Conociéndolo, me atrevería a decir que se trata de un desafío a la propia de edad; sesenta y seis años no son nada para alguien como él.
Le llega el turno a Pancho Varona, que interpreta Conductores suicidas haciendo olvidar que es Sabina el auténtico protagonista de la noche. Su marca personal es una extensión de él mismo, y claro, eso levanta pasiones. Empezando por el traje negro, gafas de sol y sombrero a lo Heisenberg y terminando por la media sonrisa que lo acompaña en todas las fotos en las que se deja ver. Debe de ser una pose más que ensayada, marca de la casa.
Vuelve a escena Joaquín, como el calor tras los días de invierno. Cambia el bombín por la chistera, y la americana verde por su mítico chaqué. No hay duda: es el Sabina de siempre. En los conciertos en los que el público está sentado hay un momento clave y, cuando ocurre, nada vuelve a ser igual: conseguir que 10.700 personas se levanten de sus asientos es cruzar el ecuador de una travesía importante, no importa la media de edad. Para la música, siempre se es joven. Hay que destacar el minucioso equilibrio con el que ha sido elegido el orden de las canciones llegados a este punto. En cirugía, se asemeja al momento crucial en el que solo las manos expertas del cirujano pueden marcar la diferencia entre el éxito o el fracaso de la operación. Pocos artistas existen que sean capaces de manejar la euforia del espectador con tanta facilidad, como quien reparte caramelos en la puerta de un colegio sin que ningún niño se le alborote. Y sin embargo y Princesa ponen el broche de gala a la segunda falsa despedida. Caras de pánico entre los que me rodean cuando el Flaco abandona el escenario. Nunca falla. La segunda asusta, porque pocas veces hay una tercera.

También es un arte el saber manejar la tensión. Otra vez el cirujano, con su pulso maestro. Solitario como lo es él mismo, así sale Antonio García de Diego al escenario con paso lento, haciendo colecta de todos los aplausos que pueda antes de llegar a su puesto. Puedo verlo: alivio general. Solo hay que mirar al matrimonio de mi izquierda. “Mira, nos cortan ahora el rollo y me dura el sofocón un mes por lo menos”, le dice la señora a su marido. Creo que resume el sentir de todos en ese momento. Aquí, otra vez las emociones. Tan joven y tan viejo, canción de apoyar la cabeza en el hombro ajeno, cantada por García de Diego. Cosas del querer, pienso, cuando Sabina sale a cantar la última frase con él y se lo dicen todo con la mirada. A saber cuánta historia tiene ese tema detrás, cuántas horas de componer a oscuras. Ovación histórica. Hay finales que se escriben solos y este es uno de esos. No falta tampoco el homenaje de un Joaquín entregado a su ídolo de toda la vida: Bob Dylan (It ain´t me, babe). Se palpa el final -el de verdad- cuando el público enloquece (literalmente) con Contigo, una de las de toda la vida. Ya no importan los asientos ni las localidades. Se forma una nube inmensa de personas frente al escenario. En pie, con el corazón en la garganta.
La guinda del pastel, he de reconocerlo, es ver a Sabina con platillos en mano para cantar Pastillas para no soñar. Está desatado, y cuando las pasiones se descontrolan no hay filtro alguno que las pueda suavizar. Me gustaría haber sido él por un momento, estar en su posición viendo al pabellón Príncipe Felipe entregado a un artista que se reinventa en cada espectáculo, lleno a rebosar, y cantando hasta romperse la garganta. Así es como lo hacen los que saben crear escuela. Las emociones no tienen edad y la sonrisa que se dibuja en la cara de Joaquín no es la de un cantante de sesenta y seis años, sino la de un chiquillo locuaz y emocionalmente maltratado que empezó a soñar con ese momento sin querer -siempre quiso ser maestro de literatura, nada de escenarios-.
La canción de los buenos borrachos pone la guinda a un show de casi tres horas de duración, cantada a capela por todos los integrantes de la banda y el propio Joaquín. Qué mal sabe esto, a pesar del fervor general. Qué mal sabe que se acabe algo como aquello, pienso.
El ejército de bombines que desfilaba hacia el Príncipe Felipe ahora lo hace en dirección contraria. Parecen más de los que eran al principio. Supongo que hay cosas que la física no puede explicar.
Supongo que así fue, es y será siempre Joaquín Sabina. Tan joven y tan viejo. Más vivo que nunca. En un equilibrio perfecto entre canalla y sentimental hasta la médula.
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