Kumiko Fujimura: la expresión del Sol naciente

Jéssica Blasco Quílez//

Con cincuenta y siete años, la artista japonesa Kumiko Fujimura es uno de las referentes de la pintura a la tinta en España. Como presidenta de la Asociación Cultural Aragón-Japón, la asiática difunde las artes y costumbres niponas por toda la Comunidad desde 2004.

Es pequeñita de estatura, pero gigante de alma. No creo que encuentres a nadie que no la aprecie”. Así define Elena Barlés, profesora de Historia del Arte en la Universidad de Zaragoza, a su amiga Kumiko Fujimura. Ya la había visto en otras ocasiones. No mide más de metro cincuenta. Pelo negro a media melena, un estilo de vestir que expresa su pasión por los motivos florales y una mirada tan curiosa como afectiva. Sus ojos rasgados han visto muchos matices en sus más de treinta años como pintora.

Tras organizar casi dos decenas de exposiciones individuales por toda España y de exponer de manera colectiva tanto en nuestro país, como en Japón, Francia e Italia, Fujimura imparte cursos de sumi-e —pintura tradicional japonesa a la tinta basada en temas relacionados con la naturaleza—. Aun así, esta no es su línea de trabajo más personal: la artista nipona basa la mayoría de sus obras en la estética figurativa moderna y en el movimiento. Según desvela, la danza clásica y el butoh —un tipo de baile japonés, controvertido y lento— inspiran el dinamismo de sus pinturas.

—Mis cuadros se diferencian por la falta de volumen. Se componen de formas delicadas que tienden hacia la caligrafía —explica la pintora—. De joven, me interesaba más saber cómo pintar para que se viera cómo se movían las figuras. Sin embargo, ahora no me importa tanto que la mano esté muy arriba o que la cara esté más a la derecha, sino cómo hacer las pinceladas. Hago más mancha.

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Su historia

Kumiko Fujimura nació el 12 de septiembre de 1958 en Osaka, la tercera ciudad más grande de Japón. Su padre trabajaba en un banco de la localidad y su madre era ama de casa, pero siendo niña, se mudó junto con su familia a Moriguchi, y poco después a Kashihara.

—De mi infancia tengo muy buenos recuerdos —evoca Kumiko satisfecha—. Me acuerdo cuando jugaba en los campos de arroz de Osaka y cuando celebrábamos cada año la fiesta del deporte en el colegio. Ese día no podía parar de sonreír. Solíamos hacer un picnic de comida tradicional en familia y jugaba con mi única hermana, Hisako.

Kumiko habla despacio, con una voz muy aguda. Su español es fluido, aunque todavía omite artículos y confunde el tiempo de algunos verbos. Tal y como advertía Carmen Tirado, investigadora responsable del Grupo Japón de la Universidad de Zaragoza, “es una persona muy abierta, lo que la distingue de los japoneses tradicionales”. Paciente y generosa, siempre está dispuesta a explicar las cosas tantas veces como sea necesario:

—Estudié la secundaria en Nara, que es una ciudad con mucha historia. Mis padres no sabían esto, simplemente eligieron aquel lugar por su ambiente acogedor. Desde siempre había querido ser pintora y fue allí donde desarrollé mi interés. Por entonces, el óleo me parecía algo maravilloso, porque en Japón es una técnica exótica.

Con dieciséis años, Kumiko investigaba en los libros sobre la historia de Nara y se apuntó a un club de pintura dentro del colegio. A finales de los setenta, la pintora decidió especializarse en seguridad y calidad alimentarias y trabajó en un laboratorio de cosméticos.

—No dejé de pintar, pero pensé que no iba a poder vivir de ello —apunta la artista.

Tras dos años y medio, la japonesa dejó su trabajo para dedicarse profesionalmente a la pintura y, en 1990, Fujimura dio lo que considera como “un primer giro a su vida”: viajó a España con la idea de mejorar el idioma y especializarse en Bellas Artes. Según dice, pensaba en regresar tres años después a Japón y vivir allí definitivamente.

—Elegí venir a España porque me encantaba el estilo de artistas españoles como Picasso y Dalí. Cuando llegué a Madrid todo era muy nuevo, hasta el sabor del café. Yo misma me preguntaba cómo iba a aguantar  —revela risueña—. Mi profesor de dibujo de secundaria me había dicho que pintaba muy bien y que si estudiaba y conseguía experiencia, podría mejorar. Pero en Madrid aprendí que la base de pintura no solo se consigue dibujando y practicando, sino también sabiendo de todo: relacionarse con la gente y conocer el idioma… enriquece mucho.

Los padres de Kumiko respaldaron y animaron a su hija a marchar al extranjero. Fujimura recuerda que tenían un carácter muy abierto al ser chicos de ciudad. Ellos vivían bien pero, quizá por los tiempos de guerra que les tocó vivir, no pudieron hacer lo que de verdad querían.

Al finalizar sus estudios en Bellas Artes en 1993, Kumiko siguió pasos diferentes a los que había previsto tres años antes, cuando llegó a España: con treinta y cinco años, volvió a Japón casada y a punto de dar a luz a su única hija, Sayuri María. Sin embargo, no se estableció en su país de origen, ya que en diciembre de 1996, regresó a Madrid con su nueva familia.

Antes de mudarnos definitivamente a Zaragoza en 1997, estuvimos medio año en Madrid. Mi marido aprobó las oposiciones de arquitecto-militar y yo trabajé mandando diseños de moda a una empresa de bordados de Japón. Este empleo influyó mucho en mi manera de pintar actual.

En 1999, la artista recibió su mención más destacada: primer premio de pintura en la exposición para el “IV Saló Internacional d’Arts Plàstiques ACEA’S” de Barcelona. Antes, ya había conseguido quedar finalista en otros ocho concursos similares.

En 2003, Kumiko experimentó el segundo cambio más trascendental de su vida: la muerte de su esposo. Tal y como afirma Francisco Barberán, abogado del fallecido y profesor de japonés en el Centro de Lenguas Modernas de la Universidad de Zaragoza, “fue un punto de inflexión en el que ella tuvo que decidir si quedarse o volver a Japón. Su hija ya estaba escolarizada, así que decidió permanecer en Zaragoza”.

La primera vez que le pregunto por su marido, Fujimura se inquieta un poco: habla más despacio y, en ocasiones, mira hacia su dedo anular izquierdo, donde todavía conserva su alianza de casada. Sin embargo, tal y como advirtió Elena Barlés, “Kumiko es una mujer luchadora y muy fuerte interiormente, lo que es muy propio del carácter japonés”.

—¿Qué diferencia a la Kumiko de hace doce años de la de ahora?

—Antes me centraba en mis cosas, pero desde que murió mi esposo, empecé a intentar entender más profundamente la vida de cada uno: las razones que llevan a una persona de la calle a mendigar, averiguar por qué alguien tiene un carácter determinado y no otro… Tampoco hago planes de futuro. Pienso que hay que vivir el momento, hacer las cosas en este instante y no dejarlas para luego.

Actualmente, Kumiko vive sola en Zaragoza. Su hija, que sigue sus mismos pasos, está estudiando Restauración en Madrid y sus suegros residen en Ávila. El resto de su familia —a excepción de sus padres, que fallecieron hace años— continúa en Japón.

—Desde que tengo más tiempo para mí, dirijo los cursos de sumi-e e intento organizar alguna exposición, pero sobre todo, presido la Asociación Aragón-Japón desde 2004, año en que se fundó. El objetivo era unir a todos aquellos aficionados a la cultura japonesa que trabajaban por cuenta propia. Al principio no sabíamos cómo funcionar, pero poco a poco nos hemos establecido. En 2013, celebramos la décima jornada japonesa en el Centro de Historias.

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Todos aquellos que colaboraron en la creación de Aragón-Japón coinciden en que Kumiko es el alma y vida de la asociación. Según matiza David Almazán, vicepresidente de la organización, “sin la labor de Kumiko, no se habría logrado hacer ni el uno por ciento de todas las actividades que se organizan. Ella sabe cómo implicar a la gente y plantear todos los asuntos con acierto y sensatez”.

A Kumiko no le gusta pensar a largo plazo, pero lo que sí tiene claro es que volverá a Japón. No solo para pasar el verano como hace cada año desde 2005, sino para quedarse allí definitivamente y seguir pintando.

—Tiempo atrás, leí un libro sobre una artista japonesa que se casó con un italiano a comienzos del siglo XX y vivió toda su vida en Italia. Al principio, no entendía por qué ella volvió a su país para morir tras haber estado fuera sesenta años, pero ahora escribiría su mismo final. Mantendré el contacto con España, pero sé que mi lugar está en Japón —dice con una voz algo más pausada y con sus ojos puestos lejos de aquí, como si ya estuviera paseando por los campos de Osaka.

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