José Luis el Cuentero

Rubén López//

José Luis Esteban (1963) es actor, de Zaragoza. Lleva casi 30 años dedicándose a lo que más le gusta: contar historias. El teatro tiene para él algo especial, tiene magia. Es su hábitat. Aunque también le encanta la cámara, hace cine y televisión.

A José Luis Esteban le picó un bicho con 17 años. Ese bicho fue el teatro, y le inoculó un veneno que se le apoderó. Le entró una fiebre casi literal, la fiebre de saber lo que quieres hacer en la vida. El zaragozano estudiaba el C.O.U, lo que ahora es 2º de Bachiller, cuando un profesor de francés convocó un curso de teatro. “A mí el teatro me parecía una cosa de flojos, a mí me gustaba el baloncesto, escalar y tal. Pero me subí a un escenario, y, hostia, dije: ‘no me quiero bajar’”, recuerda. Fue un subidón para un chaval tímido, que venía de haber penado en un colegio de curas. “Esto es cojonudo: yo hablo y la gente me escucha, hago cosas y la gente se ríe, hago así y están pendientes”, pensó tras su primera vez sobre las tablas.

Su amor por el teatro era ya imparable, y formó con otras personas un grupo de teatro aficionado. Aun así, estudió Filología Hispánica en la Universidad de Zaragoza para satisfacer otra pasión: la literatura. Ella se había convertido en un refugio en su infancia, época que no recuerda como el paraíso al que a muchos les gustaría regresar. Fue feliz, pero el actor no querría volver a tener 8, 12 ó 15 años nunca más. “Yo era un niño muy tímido, no es que tuviera problemas de relación, pero un tío solitario, no me gustaban las mismas cosas que a mis compañeros, era un puto desastre jugando al fútbol. Entonces, la literatura fue desde muy crío un lugar muy especial para mí. Yo tenía muy claro que quería estudiar literatura”, cuenta. Para su carrera de actor, la filología le ha dado muchas herramientas para profundizar y colocar bien los contextos históricos, y así disponer de la información básica para subirse a escena y empezar a interpretar.

En el cuarto curso de la carrera, se matriculó en la Escuela Municipal de Teatro de Zaragoza. Cuando acabó Filología Hispánica, ganó un concurso de la universidad para una plaza de profesor, y, con tan solo 22 años, se puso a dar clase, al mismo tiempo que continuaba con el teatro. Estuvo 3 años como profesor asociado a media jornada, hasta que tuvo que dejarlo porque el escenario era ya algo irrenunciable. Con otros colegas, montaron una compañía, Tranvía Teatro, lo que más tarde sería el Teatro de la Estación. El zaragozano no distinguía muy bien una cosa de la otra. Para él era lo mismo ponerse en una tarima a dar clases que subirse a un escenario. La misión era idéntica: contar historias, intentar trasmitir, compartir, emocionar si es posible. Siempre recalca que lo que le fascina es contar. Es un cuentero.

Con 23 años, Esteban se fue a vivir con un amigo. A sus padres no les gustó nada la idea de ser actor, se escandalizaron, pusieron todas las trabas: “Mi padre flipaba en colores. Él era un hombre hecho a sí mismo, que había montado su empresa, esperaba que su hijo mayor, que soy yo, hiciera ingeniería y le sucediera al frente de la empresa, y en vez de tener un ingeniero brillante al frente de una empresa próspera, lo que tiene es un filólogo, actor, rojo y objetor de conciencia. El demonio en casa, vaya. Tuve que pelear mucho para que mi familia fuera feliz con un hijo, un hermano, un nieto, un sobrino actor”. El ambiente en casa era tenso -“también salía por la noche todo lo que podía”-, el grito era cotidiano, y se marchó muy joven: “Eso fue cojonudo, porque yo ahora con mis padres tengo una relación fantástica, lo llevan muy bien porque ya han visto con los años que yo soy una persona decente, que no soy un piernas”. Y, encima, han visto que le ha ido bien, ha hecho cosas chulas, ha salido en la prensa, en la tele. Y los padres, orgullosos: “mira el chico”.

José Luis Esteban tiene ahora 51 años, se siente muy bien físicamente, y tiene un hambre y una necesidad de contar enorme, una ilusión que le hace daño. Tiene una relación muy estrecha con la poesía escénica y la música en el teatro. Ha representado 41 obras teatrales, ha aparecido en 15 series y en 3 películas. En la actualidad, está en varios frentes. Está con la obra Dakota, que produce Teatro del Temple y se encuentra en el Teatro Lara de Madrid. Disfruta de su gusto por la música con un espectáculo musical de dos piezas de Chéjov. Sigue con sus dos monólogos: Arte de las putas, que estrenó el verano pasado en los Clásicos de Alcalá de Henares, y El Buscón. Aparecerá en la gran pantalla en septiembre, cuando está pendiente de que se estrene, en el Festival de San Sebastián, Altamira, una película que rodó en noviembre y que protagoniza Antonio Banderas. Y en la pequeña pantalla, donde ha grabado también algunas dramatizaciones para el programa Reino y Corona de la televisión autonómica de Aragón.

Para este año, el actor ya tiene más o menos claro lo que va hacer. Piensa que tener éxito en este oficio es trabajar. “La autoestima es muy frágil, porque inevitablemente pasas muchos momentos de zozobra”, dice. Con casi 30 años en la profesión, las ha pasado de todos los colores, pero no solo hay en Esteban un amor inabarcable hacia su oficio, sino también una obligación de devolver a sus semejantes historias de lo que somos, deseamos, odiamos, amamos, de lo que nos hace llorar, sufrir. Tuvo un parón, en el que decidió abandonar su trabajo como actor. Ocurrió en 1995, cuando se casó. Estaba muy saturado del teatro, de las penurias de tener una compañía que se dedicaba a hacer teatro. No estaba a gusto. “Tuve una crisis personal bastante heavy. Lo dejé todo: ‘adiós, me voy’”, recuerda. Con su mujer montaron una papelería. A los tres meses de tenerla abierta, entra por la puerta una chica productora de teatro. Le pregunta al cuentero que qué hace ahí. Le responde que vender periódicos. No quería saber nada del teatro. “No te quiero poner en un compromiso, pero que sepas que estamos haciendo un casting”, le suelta la chica. A los 15 días, el cuentero estaba ejerciendo como tal, estaba haciendo teatro de nuevo. Las tablas volvían a ser su lugar en el mundo. Su hija nació en 1998, entonces cerraron la papelería. Ya no paró de contar historias, ni piensa si la vida le da oportunidad. Creyó que había perdido el amor al oficio, pero lo que pasaba es que era un chico muy joven que había estado más pendiente de pagar los créditos para pagar el local, la escenografía, los actores, el espectáculo, que de divertirse haciendo teatro, “porque este oficio, si le quitas el gozo de hacerlo, se queda en muy poquita cosa. Yo quiero divertirme haciéndolo, quiero gozar y pasármelo bien, si no me habría quedado de profesor en la universidad”.

José Luis Esteban encarnando a El Buscón
José Luis Esteban encarnando a El Buscón

Esteban está acostumbrado a recorrer escenarios de todo tipo, a estar trabajando en Madrid con la Compañía Nacional de Teatro Clásico, terminar un domingo y estar el martes siguiente para hacer El Buscón en un pueblecito de Teruel de 50 habitantes; o representar la obra Santo junto con Aitana Sánchez Gijón, amiga suya, en el Teatro Español de Madrid, y otro día hacer una función para un colegio o instituto. “No soy un tío famoso, un actor mediático, pero sé que tengo un prestigio por mi forma de trabajar, suscito un respeto entre la profesión aquí y en Madrid, y eso al final te permite tener trabajo”, opina. Su referente principal es Fernando Fernán Gómez. Trabajó con él en el último espectáculo que dirigió, Vivir loco y morir cuerdo. “Si me preguntas que quiero ser de mayor, Fernando Fernán Goméz. Un tipo que cuando abría la boca ya aprendías, aunque fuera para mandarte a escaparrar”, dice. En Madrid ha hecho buenos amigos, en una profesión en la que, le parece, se hacen pocos.

El día que le toca espectáculo, el zaragozano traza un ritual: llega una hora y media antes al teatro y se fuma afuera un cigarro; recorre el escenario, un lugar sagrado para él; hace sus estiramientos; media hora antes empieza a vestirse; veinte minutos antes ya está listo; y cinco minutos antes vuelve al escenario. En el momento en que empieza a vestirse con las ropas del personaje comienza su contacto con él. Esteban va hacia el personaje desde fuera, comprendiéndole. Recuerda que Luis Buñuel decía que el ser humano es un 80 % química y un 20% misterio, y transporta esta idea al acercamiento al personaje: un 80 % es técnica, texto, acciones, voz, respiración, y el restante 20 % es hálito, alma, conjuro. Cree que es como si trabajas en la mina memorizando el texto, y cuando sales de la mina al escenario el saco ya está cargado, y a partir de ahí sale lo que lleva uno dentro, te metes dentro del personaje y se le da verdad para que el público se lo crea. El actor comparte el parecer del francés Denis Diderot de que el actor no debe sentir nada; el público es el que debe sentir.

Muchos colegas le preguntan que cómo un tío serio y reservado luego sale a escena y se desenvuelve así. La respuesta es que allí no es José Luis Esteban, es Ricardo III, Latino de Híspalis, el licenciado Vidriera o el Buscón. “Soy muy tímido, pero el escenario es un lugar en el que no estoy yo. Sigo teniendo mucho sentido del ridículo en mi vida real, me pongo colorado, me dan vergüenza muchas cosas. Pero en cuanto hay algo que contar la cosa cambia. Sigo siendo un enorme tímido, pero ya tengo muchas defensas para evitar que la gente se dé cuenta, por decirlo así”, explica.

“Mi mujer, afortunadamente, no es actriz. Y mi hija no quiere ser actriz, lo que me deja tranquilo”, confiesa. Precisamente, la cara del oficio que no le gusta al zaragozano es la ausencia obligada de su casa, en la que, debido a las giras teatrales, ha habido periodos en los que no ha podido estar apenas con Pilar, su mujer, y Candela, su hija de 17 años. Era una época en la que llegaba a casa cabreado porque era consciente de que dentro de muy poco tiempo tenía que marchar de nuevo. Su hija aborrecía su oficio. Creía que era el culpable de la infelicidad de su padre.

José Luis Esteban tiene muy claro que está siguiendo su camino, y no quiere arrepentirse más tarde de no haberlo seguido. Contando historias goza, disfruta y se divierte. Cuando llegue a viejecito, quiere tener la certeza de haber hecho lo que quería en la vida. Le encantan las tablas y también la cámara. Pero el teatro tiene algo especial, oír la respiración del público no tiene traducción para él. Hay algo de magia en el teatro, llega a un acuerdo con el espectador: “Ese acto está unido a lo que somos como personas, desde que vivíamos en cuevas donde la tribu se junta a escuchar la historia del hechicero, del chamán”. En El Buscón, con muy poco, con una escenografía simple, el actor saca magistralmente la obra, representa y cuenta la historia de don Pablos. “Eso es el teatro”, dice el cuentero.

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