Las Furias: apoteosis del horror
Ignacio Pérez Ibáñez//
El Museo del Prado dedica una exposición a los cuatro condenados del Tártaro; protagonistas indiscutibles del sadismo barroco
Sísifo, Tántalo, Ticio e Ixión… Las cuatro Furias. Tres hombres y un gigante que osaron desafiar a los dioses del Olimpo y, como castigo, fueron arrojados al Tártaro; un profundo abismo situado bajo el Inframundo donde, para la eternidad, serán torturados. Tántalo, rey de Frigia, mató a su hijo Pélope, lo descuartizó y cocinó sus miembros para un banquete ofrecido a los dioses. Las deidades, conscientes de lo que había hecho, no probaron bocado y lo condenaron al hambre y la sed eternas: cada vez que se aproximaba a una fuente de agua o a un arbusto con frutas, estos huían.
Sísifo, el más sabio de los hombres, tendió una trampa a la muerte y consiguió retenerla con unos grilletes. Durante el tiempo en el que la muerte estuvo presa, nadie en la tierra murió; pero, al ser liberada, Sísifo pagó cara su afrenta: transportar eternamente una pesada roca por una empinada colina y ver cómo, cerca de la cima, la roca volvía a caer ladera abajo.
A Ticio y al gigante Ixión, sin embargo, lo que les condenó fue su lujuria: el primero intentó violar a Leto, amante de Zeus; y el segundo, borracho de ambrosía, intentó seducir a la mismísima Hera. ¿Qué consiguieron con ello? Ticio, que un águila le abriera todos los días en canal y se comiese sus vísceras; e Ixión, dar vueltas ad eternum en una rueda ardiente.

Cuatro condenados y cuatro castigos ejemplares que, a partir de la segunda mitad del siglo XVI y durante todo el siglo XVII, fascinaron a monarcas y artistas, y se convirtieron en un tema icónico del sadismo barroco. Cuatro moradores del Tártaro a los que el Museo del Prado ha dedicado la exposición Las Furias: alegoría política y desafío artístico –hasta el 4 de mayo–; una muestra en la que, a través de treinta lienzos, grabados y dibujos –algunos de ellos verdaderas obras maestras del arte occidental–, se intenta explicar al espectador cómo ha variado el tratamiento pictórico de estos castigos y los mensajes alegóricos que contienen.
Primera obra de la muestra: un dibujo a carbón de Miguel Ángel; un Ticio joven y musculoso que, pese a estar encadenado, contiene al águila con su brazo izquierdo y la mira desafiante. Fecha de realización: 1532, Renacimiento tardío. Según Miguel Falomir, comisario de la exposición, hasta esa fecha ninguna de las Furias contaba con un precedente artístico significativo: Grecia y Roma las habían prácticamente ignorado, y durante buena parte de la Edad Media, su representación fue inconcebible. Un vacío artístico que se deja notar en la primera sala de la muestra: al Ticio de Miguel Ángel solo le acompañan un grabado de Nicolás Béatrizet y un óleo de Gregorio Martínez –El suplicio de Ticio, 1590–, simples copias de la estampa anterior.
La elección del Ticio de Miguel Ángel para abrir la exposición no solo es acertada por ser una de las primeras representaciones significativas de estos condenados; también lo es porque ejemplifica bien los cambios por los que han pasado las Furias. En vez de ser una simple advertencia destinada a los súbditos rebeldes –como los Ticios de mediados del siglo XVI–, el dibujo de Miguel Ángel encierra un mensaje más íntimo: es una alegoría del amor no correspondido. A los 57 años, el maestro renacentista se enamoró perdidamente de uno de sus discípulos, Tommaso dei Cavalieri, de 23 años. Miguel Ángel le envió poemas y cuatro dibujos totalmente acabados –obras muy raras en un artista que solo realizaba rápidos bocetos–. Pese a los obsequios, el joven aprendiz nunca sintió lo mismo por Miguel Ángel.
El Ticio expuesto en el Prado fue uno de los cuatro dibujos enviados por el maestro a su discípulo. El águila que se dispone a atacar a Ticio representaría el dolor espiritual que acompaña al amor no correspondido, y la figura de Ticio resistiéndose simbolizaría la lucha entre la razón y la pasión.
Pocos temas pictóricos a lo largo de la historia del arte han tenido un momento fundacional preciso, y el de las Furias es uno de ellos: palacio de Binche (Bélgica), 1548. María de Hungría, hermana de Carlos V, encarga a Tiziano cuatro gigantescos lienzos para conmemorar la victoria del Emperador sobre las tropas protestantes en Mühlberg. Hasta ese momento, los cuadros conmemorativos presentaban escenas de batalla en las que claramente se veía al enemigo sometido. Consciente de que el conflicto religioso no se iba a solucionar por la fuerza, María de Hungría buscó una temática que no hiriera sensibilidades, y, finalmente, se decantó por las Furias.
De los cuatro cuadros originales pintados por Tiziano, solo queda uno: Sísifo. El incendio del Real Alcázar de Madrid en la Nochebuena de 1734 acabó con Tántalo e Ixión, y el rastro de Ticio se perdió a finales del siglo XVIII. No obstante, veinte años después de completar el encargo de María de Hungría, Tiziano realizó una copia de Ticio. Hoy, las dos telas se encuentran frente a frente, y su contemplación es recomendable por varios motivos: en primer lugar, porque son los lienzos de temática mitológica más grandes de todo el Renacimiento –dos metros y medio de alto y dos de ancho–. En segundo lugar, porque es muy difícil encontrar cuadros de Tiziano que recreen dramas mitológicos: la mayor parte de su producción pagana está compuesta por Venus recostadas, raptos de Zeus y Dianas corriendo desnudas. Y, en tercer lugar, porque reflejan bien la evolución que experimentó la pintura de Tiziano con el paso de los años: del dibujo cuidado y la viveza cromática de la escuela veneciana pasó a las manchas de color no definidas y los colores terrosos.
Los monarcas españoles vieron en las Furias un símbolo de su dominio sobre los Países Bajos; y los pintores flamencos y holandeses, un tema perfecto para dar rienda suelta al varietas y a los affetti, a la representación de posturas y escorzos inverosímiles, y a la plasmación del dolor extremo en el rostro de los condenados. Los responsables de la muestra no podían haber escogido a un artista mejor para mostrar ese interés manierista por las contorsiones: Heindrick Goltzius, considerado por muchos como el mejor –y el más excéntrico– grabador del norte de Europa a finales del siglo XVII. Prueba de ellos son los cuatro grabados de este artista cedidos por el Rijksmuseum de Ámsterdam: Goltzius suspende en el vacío los cuerpos hipertrofiados de Tántalo e Ixión, y los capta desde planos contrapicados y cenitales. Gracias a estas extravagantes perspectivas, el grabador consigue que todos los miembros de los condenadores deban representarse en escorzo.
No obstante, la joya de la parte dedicada a las Furiasholandesas –y de, prácticamente, toda la exposición, junto con los riberas y los tizianos– es el monumental Prometeo encadenado de Pedro Pablo Rubens, cedido para la ocasión por el Museo de Arte de Filadelfia. Al igual que Ticio, Prometeo fue condenado a que un águila le devorase todos los días el hígado, sede de las pasiones. Sin embargo, estos dos personajes no incurrieron en la misma falta: Ticio, movido por la lujuria, intentó seducir a Hera; y el titán Prometeo, movido por la compasión, robó el fuego de los dioses para entregárselo a los hombres.
A Rubens, las historias de los condenados y los mensajes alegóricos que pudiesen contener le importaban poco. Lo que de verdad le interesaba era el potencial estético de los castigos, la oportunidad de probar nuevas torsiones. Y con Prometeo encadenado –una de las pocas obras que no realizó por encargo–, Rubens lleva a cabo uno de sus mejores experimentos: el titán, situado boca abajo, observa cómo el águila estira una de sus vísceras y clava las garras en su pelvis. El cuerpo exageradamente musculado de Prometeo revela una clara influencia de Miguel Ángel, y el uso de vivos colores denota un exhaustivo estudio de las obras de los maestros venecianos.
Todos los pintores que en algún momento de su vida se acercaron a las Furias –incluidos Miguel Ángel, Tiziano y Rubens– se inspiraron en una misma obra de arte a la hora de representar el dolor, e intentaron superarla. Desenterrado en Roma en 1506, el grupo escultórico Lacoonte y sus hijos se convirtió rápidamente en el exemplum artis et doloris del Renacimiento, en la obra que, hasta ese momento, mejor representaba el dolor de sus protagonistas. Si un artista quería abordar una temática dramática –como, por ejemplo, las Furias–, el estudio de los rostros, las extremidades y la tensión corporal del Lacoonte eran ineludibles. Una influencia que la exposición recoge de manera original: en el centro de la sala donde se exponen la mayor parte de las obras, el visitante puede contemplar una reproducción en yeso del Laocoonte y relacionar así algunas de sus formas con los rostros y las posturas de los lienzos que la rodean.
A partir de 1620, una auténtica obsesión artística por el horror y la violencia se extiende por toda Italia. Los pintores y los escritores coinciden en que lo desagradable, si se plasma de manera habilidosa, también puede ser fuente de placer, y, aprovechando este clima favorable a lo grotesco, las Furiasvuelven a su patria de origen. Además, regresan en un momento en el que el tenebrismo italiano vive su época de máximo esplendor, lo que se traducirá en cuadros llenos de oscuridad y violentos contrastes de luz.
Contemplando sus monumentales Ticio e Ixión –tres metros de largo por dos y medio de alto– se entiende por qué sobre José de Ribera pesa la leyenda negra de ser un artista fúnebre, obsesionado con los martirios: Ticio, por ejemplo, aparece envuelto en tinieblas y un potente foco de luz ilumina su rostro desencajado y su cuerpo retorciéndose por el dolor. Mientras, un águila de la que solo se distingue el pico sorbe su intestino delgado. De esta obra no solo destaca su nivel de sadismo, también lo hace la forma en la que Ribera consigue abrumar al espectador: mientras que Rubens y Tiziano escogían siempre composiciones verticales, El Españoleto prefiere las composiciones horizontales en las que el cuerpo de la Furia llena todo el espacio y traslada una sensación de opresión al espectador.

No obstante, la obra más cruel de la exposición no la firman ni Ribera ni Rubens, y tampoco mide tres metros de ancho por dos de largo: es El suplicio de Prometeo, de Salvatore Rosa, un lienzo de modestas dimensiones en el que el pintor napolitano representa, rayando lo escatológico, todas y cada una de las vísceras del Titán colgando de su abdomen. Mientras, el águila enviada por Zeus se ensaña con su intestino delgado y pequeños gusanos se alimentan de sus órganos.
Fueron los propios pintores italianos, con su obsesión por el horror, los que acabaron consumiendo esta temática y cansando al público. Las Furias nunca volvieron a conocer un periodo de esplendor igual al del siglo XVII; sin embargo, varios pintores posteriores –principalmente románticos y simbolistas– se dejaron seducir por ellas: Goya, por ejemplo, dedicó a Tántalo uno de sus grabados; el pintor alemán Franz von Stuck representó a Sísifo de espaldas; y el simbolista Gustave Moreau imaginó a Prometeo como un ser ajeno al dolor. La exposición, publicitada como una retrospectiva de las Furias a lo largo de la Historia del Arte, no cuenta con ninguna representación de Prometeo o Sísifo posterior a la segunda década del siglo XVIII, y ese vacío pictórico constituye la principal crítica que puede hacérsele. Aun así, la cantidad de obras maestras expuestas y los esfuerzos que se han realizado para traerlas de otros países compensan esa carencia.
Las Furias: alegoría política y desafío artístico es más que una exposición sobre cómo se representó a los cuatro moradores del Tártaro entre mediados del siglo XVI y finales del siglo XVII. Es una exposición que aborda algo más profundo: la debilidad que los pintores manieristas y barrocos sintieron por el horror, por la sangre, por las vísceras. Una fascinación por lo siniestro de la que ni Rubens ni Tiziano pudieron escapar.
FICHA TÉCNICA
Nombre de la exposición: Las Furias. De Tiziano a Ribera.
Lugar: Museo del Prado. Edificio de los Jerónimos. Salas A y B.
Fechas: del 21 de enero al 4 de mayo.
Comisario: Miguel Falomir.