Los fantasmas del señor Flanagan
Dani Calavera//
No ahondaremos aún en los arquitectos que levantaron la casa. Una casa llena de fantasmas en cada habitación, en cada pasillo, en cada rincón de la más oscura esquina sin iluminar, con papel de la pared levantado por la humedad.
No nos darán la bienvenida, pues aunque se trate este paseo por la más vieja de las alfombras, de una amistosa invitación, no nos hacemos responsables de vuestra más que posible aflicción.

Pasad, solos, como lo están estas letras, a la obra que está consiguiendo dejar para los restos una casa abandonada en apariencia, pero habitada en realidad, por todos los recuerdos y vivencias de obras escritas. Sus indestructibles ruinas, nos hablarán.
La puerta principal está entreabierta…
Ouija. El origen del mal se trató de una precuela del film de terror de 2014, Ouija. Era este film de terror, aspirante a una nueva saga que bebía directamente de capaces productos de entretenimiento como Destino Final, un simple divertimento. Consiguió Flanagan convertir su continuación-precuela, en un buen film de terror puro y duro. Sustos, inquietud, leves destellos de autor en su texto y escenas más inspiradas.
– «¿Sabes lo que se siente cuando mueres estrangulado…?»
Nos hizo preguntarnos, a todos aquellos que de repente descubrimos este film, quién era su director. Un productor, guionista, editor y director de Massachusetts, adicto al terror, al drama, pero sobre todo, a la atmósfera de inabarcable poder que contienen las letras mejor formadas, en las palabras mejor interpretadas, por los más capaces actores a dirigir en escena.
…Entramos al Hall…
Un apabullante recibidor con sendos pasillos a los lados y una gran escalinata decimonónica que nos invita a subir. En él, repasamos títulos de menor impacto comercial y crítico, pero no por ello menos remarcables, como la saga de Oculus o Hush, obras primerizas que, sin embargo, delataban el talento del arquitecto.

Es al avanzar por el pasillo de la izquierda cuando llegamos a una gran biblioteca, coronada en su más alejada pared por una escalera de caracol. Entre la cantidad de libros que podemos ver en sus estanterías, como los relatos de Henry James o Shirley Jackson, nos llama la atención que un estante entero pertenece a la obra completa de Stephen King, quizá el mejor, más que escritor, guionista de terror fantástico que en realidad existe. Cogemos El juego de Gerald, un breve escrito del autor, que como tantos otros de los suyos como La ventana secreta por parte de David Koepp o La niebla por parte de Frank Darabont, fue llevado al cine

Cierto es que su narración parece estirada, cierto que sus mayores momentos de tensión pecan de la más previsible conclusión. Pero quien escribe, mientras revisa el texto de King adaptado por Flanagan, no puede dejar de admirar el par de huevos de ambos autores al adentrarse en tan farragosos terrenos, tan sucios personajes secundarios, tan vulnerable y fuerte personaje protagonista, ensalzando su viaje como un verdadero triunfo de la voluntad. Magnífica Carla Gugino en su papel principal. Una actriz relegada a personajes menos poderosos durante su carrera, condicionada seguramente por su bello físico, una figura que nos invita desde la puerta a seguirla de nuevo al hall, para ir hasta la cocina, situada al final del pasillo de la derecha.
…En la cocina no cabe nadie más…
Llegamos y descubrimos a varios comensales sentados a la mesa, todos hablando animadamente de los papeles que han desempeñado en la filmografía de Flanagan. Sospechosos habituales que, como Gugino, son fieles seguidores del texto adaptado del cineasta.
Henry Thomas, antaño encantador niño de E.T. El extraterrestre, convertido gracias a Flanagan en rostro indicutible de su (y del) terror. Kate Siegel, quizás la actriz que mejor suerte ha tenido en sus papeles con el director, todos ellos personajes tan atractivos como profundos, que pasan de la mayor de las empatías con el espectador, al mayor de los rechazos. Robert Longstreet, desconocido intérprete que puede presumir de poseer un carisma a la altura del mayor roba escenas secundario que podáis imaginar. Victoria Pedretti, nueva musa del grito televisivo… Todos ellos le miran a usted, lector. Le aseguran que la casa entera los requiere indiscutiblemente cuando se les llama. Y todos acuden a la llamada, dejando al descubierto una encantadora virtud del dueño de las habitaciones, el director, que repite con sus actores fetiche siempre que puede, ya sea en formato de largometraje o en serie.
Sin embargo, una nueva luz asoma desde el hall, una luz en forma de fantasmagóricos susurros que provienen del piso superior… Y que no podemos resistirnos a escuchar, poseídos por el entusiasmo de quien se conoce hambriento de misterios e historias por contar.
Salimos de la cocina, avanzamos por el pasillo y al llegar al recibidor, nos plantamos rectos e impasibles ante la gran escalera principal por la que, con cautela, avanzamos sin dudar.
La gran escalera principal…
¿Qué diablos es esta serie, de dónde ha salido, cómo es posible que me provoque miedo mi propia casa tras verla…? La maldición de Hill House nos propone algo tan maravilloso, como primigéneo. Una idea que se había quedado tan obsoleta en el género del miedo, que parece nueva en este siglo. ¿De dónde viene el miedo que te provocan sus más conseguidas escenas? (Esa carrera del padre con su hijo mayor en brazos, escapando de la casa en plena noche) ¿De dónde viene el temor de apartar la mirada y, sin embargo, querer ver otro capítulo inmediatamente después del anterior? (Nell aparece por sorpresa en casa de Steve, ¿Qué hace ahí, por qué no habla?) ¿Por qué no puedo dejar de mirar y escuchar? ¿Qué hora es, qué tenía qué hacer? Da igual, estoy demasiado encantado. A pesar de haber derramado mi bebida por el sofá tras ese susto en el coche en plena discusión. Seguro que sabéis de qué escena os hablo…
«-…Así que sí, tiene razón, no es asunto mío. Pero si ve que la señora empieza a actuar de forma extraña, váyanse de la casa. Y quizá rezar tampoco les iría mal…»
Todas estas preguntas tienen la misma respuesta. Esa idea que parece nueva, pero que no lo es, porque los grandes autores de terror lo sabían siglos atrás. Y es algo que Flanagan ha conseguido recuperar con nota. Quizá la mayor, aunque sea muy atrevido decirlo, a la altura de otros cercanos nombres propios de la industria como Shyamalan, Wan, Derrickson o Plaza: para que el terror funcione, debe funcionar primero el drama. No basta con colocar personajes automáticos en un escenario confeccionado por productores que sólo quieren dinero. No, no, de eso nada. Los personajes están vivos: Sienten, hablan, se asustan, corren, lloran… Y lo hacen porque su pasado les atormenta, pregunta, aterra, persigue y trauma. Y nosotros no sólo lo sentimos como en el mejor de los libros, también lo agradecemos como lo que somos, admirados espectadores. Nuestros pasos van a la par de los del director, que nos lleva hasta el final de la escalera, desentrañando el misterio en el último escalón (capítulo), tan tierno, sensible y suave como el resto de capítulos (escalones) no nos ha permitido, llenando nuestra mente de temor, sustos e inevitable y poderosa inquietud.
Sea como sea, opinen lo que opinen el resto de visitantes a la casa, Flanagan construyó una escalera tan férrea como admirable en su diseño, sirviéndose de la más antigua madera, aquella que acuñaron sus predecesores en la obra del género, con su La maldición de Hill House. Una escalera que lo ha llevado hasta un piso superior.
El piso superior…
…Un niño en triciclo avanza rápidamente por el pasillo, por una alfombra de rombos rojos, amarillos y negros. ¿Le seguimos?

Al avanzar junto a su divertida carrera, compitiendo con él mismo, pasamos por la habitación 237, con la puerta entreabierta como lo estaba la principal, ¿Lo recuerda, lector? Sabemos que ya hemos estado en esos pasillos, aunque la imagen parece tan nueva, es tan cautivadora, que nos dejamos llevar por su propuesta. De repente, el niño se detiene, aterrado. Dos gemelas cogidas de la mano lo miran al final del pasillo de la derecha del piso superior. Le dicen que vaya a jugar con ellas para siempre, por siempre, jamás.
De nuevo, Stephen King. Pero cuidado, esta vez King está muy cabreado. Uno de los mejores directores de todos los tiempos adaptó una de sus más queridas creaciones. Una obra de indudable calado e inolvidable legado. Aquella en la que un escritor frustrado perdía la cabeza, hacha en mano, instigado por todos los fantasmas a los que su pasado les dejó pasar hasta lo más hondo de su locura. Sociópata desalmado, asesino de esperanzadores resplandores en la oscuridad. Este tramposo pasillo de la derecha del piso superior, nos ha llevado con temor hasta el mismísimo Hotel Overlook, siguiendo los pasos de Dani, décadas después de los hechos acontecidos en la adaptación de Kubrick en Doctor Sueño.

Quizá os suene extraño, pero al que escribe le gustó que este film fuese un fracaso en taquilla. Tienen los mejores films que no triunfan entre el público la indudable capacidad de convertirse en regalos especiales a los ojos de quien los admira. Y el que escribe, se lo aseguro, lo admira. Admiró esta valiente aventura de horror que abarca varios estadios de narración como lo que es, sin duda: una gran película que funciona en sí misma, sin la etiqueta de «secuela» ni del libro, ni de su obra original en cine. A pesar de la gran sombra de la perfecta El Resplandor, supo Flanagan contagiar con su adaptación de Doctor Sueño al más receptivo espectador de su amor por aquella, de su respeto por la obra de King y de su, como siempre, imaginación en cada más potente escena y trama mejor resuelta.
«- Veo que no estás solo, ¿A quién tienes ahí? ¿Son especiales? – Especiales no. Hambrientos.»
Fue en la escena del viaje astral de Rebecca Hall, donde caí en la cuenta en mi butaca en el cine, al igual que Rose la Chistera cae en la trampa de Abra, de que estaba asistiendo a una película de esas que, tiempo al tiempo, trasciende. Es difícil, mucho, conseguir este efecto a los ojos y mente del espectador. Y si se trata de la adaptación de una secuela de una obra de culto, imaginaros el nivel. No es que su responsable lo hiciese bien. Es que, sencillamente, lo consiguió.
Un tímido y embriagador teclado de antiguo piano nos llama desde las escaleras. Es hora de que dejemos este pasillo de la derecha y nos adentremos en la última estancia de la casa…
La habitación con la puerta abierta junto a la gran ventana…
…Pasamos de nuevo junto a las escaleras. Pasamos junto a grandes y oscuros cuadros de los retratos de los antiguos habitantes, aquellos nombres propios que hemos pronunciado durante todo el recorrido por la casa. Llegamos hasta la última habitación, abierta de par en par, junto a una gran ventana. Curiosamente, esta habitación no tiene nada de oscuridad…
A pesar de estar llena de aterradores fantasmas sin rostro, muertos por la desgracia y la furia de la mayor impotencia, la de un corazón roto y abandonado que vive en el fondo de un lago, esta habitación está llena de luz. Una luz tan potente que nos ciega.
«-…Nos ha dicho que era una historia de miedo, de fantasmas. Pero no es verdad… Es una historia de amor.»
Entramos en Bly Manor. Acompañamos a la niñera, que ha de cuidar a dos curiosos y extraños huérfanos, amparados por un servicio tan cristalino como las mejores personas que jamás nos hayamos cruzado. El tono, de repente, ha cambiado. La ventana por la que entra la luz nos dice que el futuro del arquitecto de la casa que hemos recorrido se aventura tan incierto en su texto, como fiel a los escalones que ha construido. Cierto es que esta nueva entrega de nueve capítulos poco tiene que ver, más allá de la base y el pretexto, con las obras de Henry James que adapta. Pero he ahí uno de sus talentos y aciertos, al darle Otra vuelta de tuerca al cuento. Se adentra aquí el adaptador al mundo de los sueños, al pasado de los fantasmas más aterradores de nuestra psique. Y lo hace sin perder el tono, pero sí dejándonos claro desde el principio que estamos ante, como bien puntualizan al final, una historia de amor. Y será en el jardín de estatuas donde concluiremos la visita, lector visitante.

El Gran Jardín de Estatuas del exterior.
¿Qué tienen en común el terror, el drama y el relato más triste que os podáis imaginar? Que sin el halo de romanticismo que los primeros escritores les daban a sus letras, no funcionarían ninguno de ellos ¿Y qué hay más romántico, lector, que una gran historia de amor?
El último plano de La maldición de Bly Manor no sólo consigue que se nos encoja el corazón, también hace que nos demos cuenta de que a esta casa que Flanagan tanto tiempo está dedicando, le quedan muchas habitaciones por levantar, para ser descubiertas por el público más receptivo, empático. El arte, como la gente, funciona gracias a las afinidades. Si usted, lector, es afín a cada una de las habitaciones que hemos recorrido juntos en este breve viaje, es seguro que entenderá lo que quiero decir.

Y ahora, vámonos antes de que uno de los fantasmas que nos atormenta por las noches, esos que viven en nuestros recuerdos, castigando nuestros errores pasados, se dé cuenta de que estamos recorriendo la casa donde todos ellos viven. La casa que construyen los autores que les dan vida en letra, cine y arte. Y que ahí los dejan a todos ellos, para que los visitemos, para que los comprendamos.
Para que los admiremos.