Más allá del Bien y del Mal o cómo la fantasía huyó de la sombra de Tolkien

Juan Mari Sauras//

La aparición del Señor de los Anillos inició el “boom” de la literatura fantástica y estableció unos cánones respetados durante años. Sin embargo, en los últimos tiempos, una nueva generación de autores ha roto con el pasado en busca de una literatura más adulta.

Tres anillos para los Reyes Elfos bajo el cielo. 

Siete para los Señores Enanos en casas de piedra.

Nueve para los Hombres Mortales condenados a morir. 

Uno para el Señor Oscuro, sobre el trono oscuro 

Un Anillo para gobernarlos a todos. Un anillo para 
encontrarlos,

Un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas 

en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.

Hoy en día es difícil no sentir cómo nuestra mente viaja a lugares más allá de toda frontera cuando escuchamos el nombre de Tolkien. Se ha convertido, en virtud de su obra, en un símbolo del poder de la imaginación, y una prueba de que la fantasía no se limita únicamente a los cuentos infantiles que alimentan los sueños de los niños. La magia de la ficción abre puertas a mundos que cualquiera puede visitar en embelesada contemplación del lejano horizonte.

Así pues, es difícil cuantificar el impacto que supuso la publicación en 1954 de la máxima obra de Tolkien, El Señor de los Anillos, sin caer en la exageración. Hay quien dice que su aparición supone el nacimiento de la literatura fantástica, tal y como la concebimos hoy en día. Dicha afirmación es algo arriesgada, más si tenemos en cuenta que la propia naturaleza y definición del género son objeto de intensos debates. ¿Cuándo una obra pertenece a la fantasía? ¿En qué medida debe hallarse este componente para alejarlo de otros terrenos? Más allá de estas cuestiones no queda mucho margen de duda para asegurar, con la perspectiva que nos da el tiempo, que en la cronología de la narrativa fantástica existe un antes y un después de la aparición de Tolkien en el mapa. La publicación de la epopeya de El Anillo de Poder supuso un éxito arrollador, y dio pruebas de la viabilidad comercial de la fantasía como género en sí mismo. En este sentido, el “fenómeno Tolkien” se dejó sentir en una doble vertiente, tanto editorial como estilística.

Si bien el género ya contaba con numerosos precedentes, nunca había logrado salir del corredor subterráneo en el que parecía estar encerrado. La literatura “pulp”, relatos cortos de fácil lectura que llenaban las páginas de las revistas mensuales de la primera mitad de siglo, había alcanzado altas cotas de aceptación, pero era considerada un mero entretenimiento de carácter poco serio, a pesar de la calidad de autores como Robert E. Howard, creador de Conan el Bárbaro. Por su parte, escritores británicos como William Morris, George MacDonald o Lord Dunsany ya habían publicado importantes relatos fantásticos que eran repetidamente encasillados por la crítica como literatura juvenil. En otras palabras, la fantasía constituía un tema pueril, para niños.

La aparición de El Señor de los Anillos supuso un punto de ruptura en este aspecto. Por primera vez, una obra de estas características llegaba a unas audiencias que hasta entonces habían permanecido ajenas e inalcanzables para la literatura fantástica. Más importante aún, la obra del autor inglés influyó profundamente a la propia narrativa, estableciendo algunas de las características que con el paso del tiempo se convirtieron en señas de identidad propias del género, y en concreto de lo que vendría a denominarse Alta Fantasía o Fantasía Épica, una corriente definida por buena parte de las convenciones desplegadas a lo largo de la trilogía del anillo.

Si realizamos un rápido examen a algunas producciones artísticas relacionadas con la fantasía, muy probablemente distinguiremos una serie de rasgos comunes. A menudo se incluye la figura de un héroe (o grupo de ellos) que desarrolla sus aventuras en un mundo alternativo al nuestro, frecuentemente medieval y en el que la magia y las criaturas no humanas son algo común. En ocasiones, este héroe debe seguir la búsqueda en pos de algún objeto mítico, a través de la cual evolucionará y adquirirá las habilidades que le permitirán derrotar al Mal. Porque, y este es posiblemente el rasgo más extendido a través de la literatura “tolkeniana”, el Bien y el Mal se hayan enfrentados en una cruenta guerra cuyo desenlace puede decidir el destino mismo del mundo.

La lucha entre la luz y la oscuridad, observada en términos maniqueos, está profundamente asentada a lo largo y ancho de la bibliografía tolkeniana. Aunque a menudo las convicciones católicas del autor de El Hobbit han sido vistas como una de las causas y fuentes fundamentales de este fenómeno, resulta demasiado simplista considerarlo el único factor a tener en cuenta. Al fin y al cabo la dualidad entre el bien y el mal forma parte de la literatura universal, y se trata de un tema muy presente en los romances medievales y los relatos épicos tales como la epopeya finlandesa Kalevala, de los que Tolkien era un gran conocedor y que ejercieron una fuerte influencia en la composición de sus trabajos, como reconoció en su correspondencia con colegas y admiradores.

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Melkor, uno de los personajes ficticios del universe de Tolkien

Aún con todo, el cristianismo jugará un papel muy importante en la configuración del “legendarium” y su concepción como una realidad dividida entre fuerzas antagónicas. En El Silmarillion, una recopilación de obras que explora la historia del universo “tolkeniano”, se presenta a los lectores un mito de la creación sensiblemente cercano al bíblico en diversos aspectos: Ilúvatar, el Dios Creador, origina el mundo ayudado por los Ainur, seres espirituales procedentes de su pensamiento. Pero el más poderoso e inteligente de todos ellos, Melkor, henchido de orgullo, tratará de alzarse por encima de sus iguales para desafiar al mismo padre y gobernar sobre todos ellos. Lleno de odio y rencor al ver incumplidos sus propósitos, corromperá a otros seres y creará un reino de maldad desde el que combatirá a los pueblos de la Tierra Media y a sus antiguos hermanos. He aquí la representación de la maldad absoluta, en consonancia con el Lucifer cristiano, que de igual modo desafió al Padre cegado por la ambición y la soberbia. Esta representación maniquea del mundo se convertirá en uno de los ejes principales sobre los que se moverá la literatura fantástica desde el momento en el que entre por la puerta, abierta gracias a Tolkien.

De manera paralela a la aparición del El Señor de los Anillos, tendrá lugar la publicación de otro de los pilares básicos de la literatura fantástica de la época: Las Crónicas de Narnia, cuyo autor, C. S. Lewis, compartía con Tolkien amistad e importantes afinidades intelectuales. No en vano, el católico escritor supuso una influencia determinante en la conversión del primero -aunque al anglicanismo, para disgusto suyo-. Esta saga de siete libros situada en el mágico mundo de Narnia contiene numerosas referencias cristianas que la convierten prácticamente en una alegoría de la fe, lo que le ha valido críticas desde diferentes sectores, como el escritor Philip Pullman, cuya trilogía La Materia Oscura prácticamente puede considerarse una respuesta desde el ateísmo a Narnia.

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Cartel de Las crónicas de Narnia

Si bien la coincidencia temporal imposibilita la influencia de la trilogía del anillo sobre el trabajo de Lewis, la figura de Tolkien y sus ideas religiosas sí supusieron un importante estímulo para la forma definitiva que adquiriría el mundo del autor anglicano. Amenazado por las fuerzas del mal y protegido en diferentes ocasiones por algunos niños elegidos en nuestro mundo, estos serán siempre guiados por el león Aslan, una figura de autoridad que constituye una versión alternativa del Jesucristo humano. En cualquier caso, las referencias cristianas de la obra de Tolkien son mucho menos explícitas y se encuentran entretejidas en un tapiz más rico y complejo de influencias dentro de la propia mitología de la Tierra Media, pese a compartir aspectos básicos como la lucha entre el bien y el mal como motor de la historia.

La aparición de estas sagas marcó fuertemente el rumbo a seguir por la fantasía. Como suele ocurrir con los fenómenos editoriales, aparecieron numerosos imitadores que trataban de emular -cuando no copiar- los rasgos creativos de Tolkien. En contraposición, algunos autores se esforzaron, con más o menos éxito, por desarrollar un estilo alejado de las convenciones de la fantasía de tipo épico y que mostrase una personalidad propia. En este sentido podríamos establecer a partir de la publicación de El Señor de los Anillos una línea divisoria entre dos tendencias: una más purista y respetuosa con los cimientos establecidos, que dominaría buena parte de esta literatura durante las décadas siguientes, y un fenómeno ligado a la actualidad y que desmonta muchos de los tópicos considerados hasta ahora intocables.

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George R. R. Martin, autor de Juego de Tronos

Para rastrear los inicios de dicha corriente sería necesario avanzar hasta 1968, año en que se publicó Un mago de Terramar, libro que inaugura la serie Terramar de Ursula K. Le Guin, compuesta además por Las Tumbas de Atuan, La costa más lejana y Tehanu. A diferencia de los autores anteriormente nombrados, Le Guin utilizó el conflicto exterior para mostrar la evolución y proceso de madurez de sus personajes, centrándose en la superación de sus debilidades. El verdadero peligro no reside en un mal intrínseco, sino en la posible corrupción de las personas víctimas de su flaqueza. Terramar puede considerarse el primer intento de crear un universo fantástico coherente alejado de los tópicos maniqueos y alcanzó un importante reconocimiento literario, si bien no dejó de ser una excepción que no logró trascender las corrientes imperantes en aquellos momentos. En efecto, los vientos soplaban en otra dirección, y fueron muchos los estandartes que siguieron su estela. Durante las décadas de los 70 y los 80 las principales sagas de fantasía épica hicieron hincapié en el enfrentamiento entre la Luz y la Oscuridad, con variaciones más o menos profundas sobre dicha premisa. A lo largo de estos encontramos ejemplos como La Espada de Shannara (1977), Añoranzas y Pesares (1988), La Rueda del Tiempo (1990), La Espada de la Verdad (1994) y El Legado (2003), todas ellas desarrolladas sobre un argumento ya conocido: las fuerzas del Mal, a menudo capitaneados por un “Señor Oscuro” (figura también popularizada por Tolkien gracias a sus antagonistas Sauron y Melkor/Morgoth), ya sea el Ineluki de Añoranzas, Shai’Tan en La Rueda del Tiempo o El Legado y su emperador Galbatorix, tratan de conquistar el mundo y extender el caos. Las fuerzas del Bien, a menudo en una posición inferior, resisten el embate mientras un grupo de héroes emprende una misión de gran peligro para cambiar el curso de los enfrentamientos.

Únicamente la figura de Tolkien puede llegar a compararse con el advenimiento de Martin y la influencia que ha alcanzado. El éxito de sus planteamientos ha abierto el paso a nuevas formas narrativas que rompen los esquemas tradicionales. La fama alcanzada por trabajos como Malazan: el Libro de los Caídos (1999) u Orcos -novedoso experimento que sitúa su punto de vista desde la perspectiva del enemigo tradicional- han dado lugar a un nuevo tipo de fantasía caracterizada por el desmoronamiento de los valores morales que la sustentaban hasta ahora. Estas historias se caracterizan por personajes que se mueven entre el blanco y el negro, luchan por sus propios intereses y demuestran que un comportamiento cuestionable no implica necesariamente una personalidad malvada, sino alguien que trata de sobrevivir.

Del mismo modo que Frodo se vio obligado a abandonar la comodidad de la Comarca para enfrentarse al horror de la guerra y su crueldad, la fantasía ha dejado atrás el hogar bañado en luz que una vez habitó para contemplar el alma humana y crecer al son de una música que no habla de héroes y villanos, solo de corazones enfrentados. Tal vez los Puertos Grises aguarden al final del camino.

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