Mujer rural: esposa y madre, dos deberes de vida

Sonia Osed Eresué//

Durante la posguerra, las mujeres del mundo rural tuvieron que hacer frente a grandes miserias. Mientras sus maridos iban a trabajar para sacar algo de dinero, ellas se encargaban del hogar, de sus pequeños e incluso de hacer labores en el campo. Sin recursos ni privilegios, lucharon con fuerza para sacar a sus familias adelante y ser lo que son ahora: un referente.

Corría el año 33 cuando una pequeña de blanca y fina tez nació entre montañas en el pueblo más alto del Pirineo aragonés, Cerler. Entre los nombres que sus padres tenían en mente, decidieron ponerle el que mejor la definía, Celia, “caída del cielo”. Algunos pueden pensar que la llamaron así porque fue la única hija del matrimonio y fue su regalo más esperado; otros, que además de eso, antes de nacer, ya sabían que la pequeña niña que se escondía tras ese nombre iba a convertirse no solo en una buena y honesta persona, sino en una mujer fuerte que tendría que hacer frente a muchas penurias que la guerra, la dictadura y la vida rural le pondrían en su camino.

 

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Cartel de entrada al pueblo (Fuente: Fundación Hospital de Benasque)
A ser fuerte se aprende observando a personas fuertes

Entre montañas las cosas no eran como en las grandes urbes. Ni comercios, ni carreteras, ni buenas comunicaciones. Fue el tío de Celia, de oficio guarda forestal, quien tuvo que bajar andando hasta el pueblo contiguo, Benasque, para poder registrar a la pequeña recién nacida. La situación a la que tenían que hacer frente los vecinos del mundo rural no era, en general, la soñada ni la más cómoda pero era una lección que todos debían aprender desde que daban sus primeros pasos.

La historiadora española, María del Carmen García-Nieto, escribía en uno de sus trabajos de la guerra y la posguerra en España que “las mujeres, con sus hombres y padres en la cárcel o sin trabajo, se vieron obligadas a realizar todo tipo de trabajos, duros y mal pagados, o incluso no pagados: el campo, el ganado, ir a por agua o servir en las casas de los ricos del pueblo era de los más común”. Y es que, esas experiencias, desde que la madre de Celia la porteaba colgada al cuello mientras hacía todas las labores de la casa o veía partir a su padre por las montañas rumbo a Francia en plena Guerra Civil, le enseñaron unos valores que tan solo unos años más tarde tendría que comenzar a poner en práctica.

“Recuerdo de ir siempre con mi madre a todos lados, nunca quería quedarme sola. Siempre encima de ella, siempre agarrada a su falda” reía Celia al contarlo y al recordarlo. Una mañana, su madre, con la pastilla de jabón en el antebrazo, el cubo con las ropas en una mano y la niña en la otra mano, se fue a hacer la colada al lavadero del pueblo. Era una mañana soleada pero el agua de aquel lugar no estaba caliente. El frío del Pirineo siempre está presente, en cualquier época del año. Su madre frotaba y frotaba mientras la niña la miraba con curiosidad. Tanta curiosidad que “mató al gato”, como quien dice. Las ganas de Celia por saber que pasaba en ese lavadero hicieron que acabase sumergida en la pila de agua y que su madre, con gran agilidad, tuviese que sacarla antes de que alguien la viese allí dentro. Tan grabado se le quedó aquel momento a la pirenaica que incluso recuerda el fuerte dolor de oído que ese pequeño chapuzón le produjo.

Ser esposa y madre, dos deberes de la vida

Con tan solo 20 años de edad ya contrajo matrimonio con un vestido negro que le hacía lucir su fina figura. El color de su atuendo no tenía nada que ver con el luto pero los vestidos inmaculados eran un símbolo de riqueza que solo las personas con más dinero podían permitirse en la España franquista. La gran mayoría de las familias rurales no disponían ni de ese nivel adquisitivo, ni del privilegio de ir a por telas a unos grandes almacenes. A pesar de ello, todo el mundo la recuerda como una novia preciosa que pronto quiso formar una familia.

“Empuje, empuje”, le repetía una y otra vez tía Elena, la comadrona del pueblo. Y cada vez que empujaba, una gota de sudor le recorría el rostro. Era mediodía y tenía 21 años de edad. Celia estaba esperando a poder ver salir la cabeza de su primera hija. El paritorio era su propia habitación, unas sábanas, la comadrona de confianza y su marido.  Ni médicos, ni consultas mensuales, ni, por supuesto, epidural. “El parto fue perfecto, lo peor vino después”, decía. 15 días más tarde de dar a luz, tuvo una intensa hemorragia que le hizo perder mucha sangre. Desde Barbastro, tuvo que subir un médico de urgencia que la intervino y le hizo, con los pocos medios que tenía, un legrado uterino.

A partir de ese duro momento, empezó a entender la dureza de ser mujer y se sintió muy identificada con su madre, la cual enfermó cuando Celia esperaba su tercera hija. Cuando murió, apenas unos días después de dar a luz a la preciosa niña, Celia no pudo darle el pecho a causa del estrés. La recién nacida tuvo que ser alimentada por una vaca que, al parecer, daba la mejor leche de todo el pueblo.

Tuvo hasta un total de cuatro partos en casa y, aunque, los recuerda como los momentos más felices de su vida, corrió mucho riesgo en cada uno de ellos. En febrero de este año 2020, la periodista Elisabeth López Orduna indagó acerca de los partos que tenían lugar en los pueblos españoles durante la guerra y tuvo que hacer frente a escalofriantes datos. En 1939, por ejemplo, murieron en España 3000 mujeres por causas relacionadas con el parto.

La familia numerosa iba creciendo, lo cual suponía más bocas para alimentar. Su marido se dedicaba a la construcción y criaba animales. Labor, esta última, a la que se ocupaban prácticamente los dos por igual, incluso cuando su marido tenía que partir del pueblo por trabajo, Celia pasaba horas cuidándolos. Su hija pequeña, aún recuerda cuando su madre la llevaba metida en una cesta hasta aquellos campos repletos de ganado. Para llegar había que recorrer varios kilómetros y no precisamente por caminos llanos. Pero a pesar de lo empinado de aquellas cuestas, Celia llevaba a su hija en aquel cesto para que la niña no llorase.

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Mujer del Pirineo llevando agua y a su hijo en brazos (Fuente: Fundación Hospital de Benasque)

Tenían vacas, ovejas y conejos que criaban para, más adelante, poder alimentarse de ello. Una práctica habitual del pueblo era la compra-venta de los alimentos que los animales proporcionaban: los huevos de las gallinas de una, la leche de las vacas del otro o los cerdos de la hermana de aquel. Todo el pueblo, hombres y mujeres, se involucraban en la agricultura y la ganadería para sacar a sus familias adelante.

“Aún recuerdo como mataban a los cerdos en el patio de casa. Era horroroso el ruido que hacían”, añadía una de las hijas de Celia. Ella, en cambio, piensa en todo lo que tenían que hacer para poder sacar alimento de aquel animal y lo mucho que les servía. Además de embutidos y jamones, las mujeres pasaban horas preparando grandes botes con aceite para meter la carne y poder conservarla durante meses. Sobre todo, de cara al invierno, la época más dura en aquel rincón altoaragonés.

Llegó el día en el que el mundo rural pasó a vivir del turismo

Conforme sus hijos fueron creciendo, Celia siguió criando a sus animales mientras su marido se dedicaba a ahorrar dinero para poder darles un futuro digno. Poco a poco, cada uno de ellos fue saliendo del pueblo para ir al instituto, lo que suponía que los niños debían internarse en otros pueblos más grandes, como Barbastro, para evitar tener que hacer trayectos peligrosos por las carreteras montañosas. Su casa se fue vaciando. Se iban yendo las risas y también lloros entre hermanas, las gamberradas del chico de la familia, las peleas por quién comía al lado de su mamá. El  silencio se iba convirtiendo en el escenario típico pero su perseverancia no acabó allí. Cuando el pueblo empezó a tener más servicios, el matrimonio vendió su ganado y se adentraron en una nueva aventura: una gran empresa abriría una estación de esquí.

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Hombres del pueblo yendo a esquiar (Fuente: Fundación Hospital de Benasque)

La  vida en aquella pequeña villa pirenaica iba a dar un giro radical. La ganadería y la agricultura dejaron de ser la actividad principal y todo el pueblo empezó a volcarse en el turismo. El trabajo en el campo acabó pero Celia siguió trabajando cada día en una casa rural que comenzaron a regentar. Y a día de hoy asegura, que todo el empeño y esfuerzo que hizo para sacar adelante a su familia, se lo ha inculcado a sus hijos igual que su madre se lo inculcó a ella desde aquel baño que se dio en el lavadero del pueblo.

En las palabras de Celia al terminar de recordar su pasado transcienden diversas emociones. Por una parte, tristeza de recordar algunas de las peores experiencias de su vida. Por otra, añoranza por todos aquellos momentos que no volverán a ocurrir. Pero, sobre todo, se nota satisfacción, no solo por sentir que pudo, como mujer, con todas las piedras de su camino, piedras que nadie merece pero que las circunstancias en las que te toca vivir te las van colocando, sino por la alegría de saber que aún sigue acordándose de muchas de esas anécdotas que aún la fuerza de la memoria las mantiene con vida.

En tiempos en los que la rutina nos absorbe, vivimos en automático sin retener muchos de los momentos que pasan ante nosotros. Y muchas veces, es bonito aprovechar para desempolvar el baúl de los recuerdos y que la mente vuelva a reconstruir todo aquello que nos hizo convertirnos en lo que somos ahora.

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