No se salva nadie
Quique Sánchez Renedo//
«La violencia es genial, sabes que estás viendo una película porque hay violencia y esta afecta al público de una forma tremenda», declaró Quentin Tarantino en 2010. El director de cintas como Pulp Fiction es un gran defensor del uso de la violencia en el cine como recurso artístico, pero no es el único. La violencia, el humor negro y la crueldad forman también parte del ideario de un director irlandés, Martin McDonagh, sobre el que se ha hablado demasiado poco.
La violencia como recurso en el cine nos atrae de una forma directa e impactante. Lluvias de disparos y un protagonista que acaba solo con todo un ejército. Las películas de acción pueden llegar a insensibilizarnos, pero la representación de la violencia no es siempre negativa. Muchas películas posmodernas apuestan por la visibilización de la violencia para advertirnos: estamos tan acostumbrados a consumir contenido violento que necesitamos reaccionar.
El uso de la violencia en el cine ha evolucionado hasta llegar al punto actual. El investigador Lauro Zavala, en La representación de la violencia en el cine de ficción, un capítulo dentro de la revista Fundido encadenado, distingue entre la violencia clásica, la ultraviolencia moderna y la hiperviolencia posmoderna. En el cine clásico solo existía la violencia entre el bien y el mal. Una violencia ligada al campo de batalla, como en El nacimiento de una nación (1915) y que servía para que “los buenos” pusiesen paz. A partir de la década de los 60 la violencia en pantalla se intensifica con una intención estética. Destaca la trilogía de El Padrino de Francis Ford Coppola en el género del crimen y de los gánsteres con la icónica escena de la cabeza del caballo. A partir de la década de 1980 la violencia se espectaculariza aún más con películas como Apocalypse Now (1979), donde se muestra el horror de la guerra.
La hiperviolencia provocativa
A partir de la década de los 70 entraríamos ya en esa violencia hiperreal que subraya Zavala. Una violencia exagerada que puede llegar a generar polémica, pero cuyo objetivo es hacernos reflexionar. Un modus operandi similar al que se usa en el teatro de la crueldad, donde destacan las obras del dramaturgo, guionista y director de cine Martin McDonagh. “Durante años escribía, escribía… No sabía hacer otra cosa. No quería hacer nada más”, le comenta a Luis Martínez en El Mundo. Nacido en Londres en 1970, pero de padres irlandeses, el dramaturgo capta nuestra atención golpeándonos emocionalmente: nos incomoda con sadismo y con una violencia cruda e inesperada. Sus personajes asesinan sin motivo. No se salva nadie.
La sensación de inseguridad que presenta McDonagh en sus obras teatrales ya se había formulado en el cine. En Funny Games (1997) Michael Haneke usa la hiperviolencia como provocación para presentarla como un espectáculo dramático y cruel. Torturas y brutalidad, pero sin abandonar su intención de hacernos pensar. Lo mismo que en La naranja mecánica (1971) y Terciopelo Azul (1986), donde se concluye que el carácter destructivo y malvado de la humanidad es inevitable y que la maldad puede acechar en cualquier rincón. De nuevo, no se salva nadie.
En su salto a la gran pantalla, McDonagh explora vías de expresión alternativas a la violencia explícita y macabra. Sigue con el objetivo de hacernos sentir incómodos, pero lo logra con un truco en el que figuras reconocidas como Tarantino, Brian de Palma o los hermanos Coen son expertos: estilizando la violencia.
Humor negro y personajes ambiguos en Six Shooter y Escondido en brujas
El humor negro lleva el peso narrativo en la primera obra audiovisual de McDonagh: el cortometraje Six Shooter (2006). Un bebé ha muerto de forma súbita. Los padres, de camino a casa, comparten vagón de tren con un joven que insiste en preguntarles si han asesinado ellos a su hijo. Eso, intercalando chistes irreverentes fuera de lugar en semejante situación. Pese a ello, el personaje del chico se construye de una forma en la que es fácil que simpaticemos con él. Todo para que, en un giro tardío, descubramos que es un asesino. Tiroteo final. El joven muere. Y quedamos envueltos en un dilema moral: ¿deberíamos sentirnos tristes o deberíamos aliviarnos al ver morir a un asesino?
Six Shooter funciona como avance de la ambigüedad moral que poseen los criminales en el cine de McDonagh: a diferencia de la crueldad injustificada que ejercen los malvados en sus funciones teatrales, en sus películas no existe el blanco y el negro, sino una escala de grises donde podemos sentir simpatía por los villanos.
Tanto la ambigüedad moral de los criminales como los diálogos irónicos y amargos que caracterizan al corto siguen de forma brillante en Escondidos en Brujas (2008).
“After I killed them, I dropped the gun in the Thames, washed the residue off my hands in the bathroom of a Burger King, and walked home to await instructions”
Así empieza el primer largometraje de Martin McDonagh. Ya sabemos que los protagonistas de la cinta son dos asesinos a sueldo que han tenido que huir de Londres a Brujas por un fallo en uno de sus golpes. Ray (Colin Farrell) y Ken (Brendan Gleeson) son dos criminales que se cuestionan sus acciones. Y durante el transcurso de la película McDonagh nos encariñamos de ambos debido al mimo con el que son descritos.
“Ray, did we or did we not agree that if I let you go on your date tonight, we’d do the things I wanted to do today? And that we’d do them without you throwing a fucking moody, like some 5-year-old who’s dropped all his sweets?”
¿Qué mejor forma hay de ver su lado más inocente que en palabras de su compañero? A Ray no le gusta Brujas. Y no se cansa de repetirlo. El personaje interpretado por Farrell es un irlandés racista, alcohólico y que solo piensa en sí mismo. O eso puede parecer en un principio. Ray tiene sentimientos de culpa. Incluso llega a plantearse el suicidio. Pero el guion no se limita a mostrarnos a un tío atormentado por su pasado:
“Purgatory’s kind of like the in-betweeny one. You weren’t really shit, but you weren’t all that great, either. Like Tottenham”
Un humor inglés que ayuda a que la película sea entretenida a la vez que oscura y crítica. El humor negro e irreverente que tiene Ray, sumado a su carácter impulsivo y agresivo, es el desencadenante de varias acciones de violencia física. Una violencia realista que muestra las consecuencias de la misma. Y un final amargo que nos obliga de nuevo a reflexionar sobre cómo deberíamos sentirnos ante la muerte de unos sicarios.
Siete psicópatas: La violencia como recurso cómico y estético
En Escondidos en Brujas se usa la violencia en clave de humor, pero en Siete psicópatas (2012) se intensifica. Esta segunda película deja de ser tan negra y avanza por unos cauces más alocados sin llegar a convertirse en una comedia absurda.
Siete psicópatas bebe más de la hiperviolencia que usa Tarantino como recurso cómico y artístico, pero la película ambientada en Bélgica también tiene escenas que recuerdan a la icónica secuencia del coche en Pulp Fiction (1994), donde los personajes interpretados por John Travolta y Samuel L. Jackson se preocupan más por lo que costará limpiar la sangre del vehículo que por el hecho de haber asesinado a una persona. De una forma parecida, en Escondidos en Brujas, Ray le dispara a un hombre una bala de fogueo en el ojo izquierdo, dejándolo tuerto. Y en lo único que piensa es en acostarse con una chica. La gran diferencia entre estas escenas es la exageración de Tarantino, pues la sangre que ensucia el coche es excesiva con una clara intención de impactarnos visualmente.
En Siete psicópatas la historia inicia con una secuencia que, de nuevo, evoca a Tarantino. Dos asesinos están esperando a que aparezca su víctima. Para pasar el tiempo hablan sobre las diferentes formas que emplean los gánsteres a la hora de matar. Mención especial para la referencia que hacen sobre la mejor película de la historia:
“Was it Dillinger got shot through the eyeball or am I thinking of somebody else? Moe Greene got shot through the eyeball in The Godfather. Yeah, I’m talking about in real life”
Total, tanto hablar para que la escena acabe con los sicarios siendo asesinados por un hombre encapuchado. La secuencia se vuelve aún más tarantiniana en su final, cuando empieza a sonar una música alegre que, como en Reservoir Dogs (1992), se usa en sentido irónico. Este tono humorístico durará toda la cinta, con situaciones surrealistas donde la violencia llega, como en este caso, de una forma sorprendente e inusual.
Unos psicópatas poseen el control absoluto de la trama más divertida que ha construido McDonagh hasta ahora. Billy Bickle (bendito Sam Rockwell) es un ladrón de perros que un día se mete en problemas por secuestrar al perro de un gánster interpretado por Woody Harrelson. El compañero de Billy en el noble oficio de secuestrar perros (Christopher Walken) es atrapado por la mafia y, con una pistola apuntándole a la cabeza, suelta una bonita frase:
“Have some faith in Jesus Christ as your Lord, and don’t tell these scum-sucking motherfuckers nothing”
Acto seguido, el asesino que nos había sorprendido en la escena inicial vuelve a aparecer. Dos disparos. Mafiosos derribados. Y mucha sangre. Violencia inesperada, pero además, estilizada.
Este tipo de violencia explícita es extrapolable a muchas escenas del film. Destaca la historia de un psicópata que él mismo resume de la siguiente manera:
“Well, the idea that we’d go around the country killing people who go around the country killing people. Like serial killer killing. I guess that’s what you’d call it nowadays”
Asesinos de asesinos en serie. ¿Quién da más? La muerte se muestra de forma explícita, pero no produce rechazo, sino que se representa de modo humorístico con el contrapunto de una música que destila positivismo.
Tras una primera parte de caos, el trío protagonista se va en coche al desierto para hablar. Parece que se va a parar la acción. No hay tiroteos… Pero el gran protagonista es Sam Rockwell. Y a él no le gusta esa idea:
“I think we’ve done enough of this ‘talking about peace in the desert’ type stuff. Don’t you? I do. This movie ends my way”
Billy no solo se dedica a robar perros, sino que es también el asesino encapuchado. Marty (Colin Farrell de nuevo en el papel de irlandés alcohólico) es un escritor falto de ideas que quiere publicar una obra cuyo título os sonará: Siete psicópatas. Billy, como buen amigo psicópata, decide ayudarle matando a “gente mala: de la mafia o de los Yakuza”. Sus acciones son narradas en los periódicos y así sirven de inspiración para el escritor.
Un tiroteo donde todos los psicópatas mencionados a lo largo de la película se enfrentan contra la mafia que les persigue en un cementerio. Un escenario caótico lleno de tiros, donde los “héroes” salen desde debajo de las tumbas con lanzallamas, incluso la cabeza de uno de los enemigos explota como si estuviese hecha de dinamita… Esta secuencia onírica sería el clímax ideal para Billy. Y la realidad no dista mucho. El tiroteo final de la película sigue los mismos patrones: explosiones exageradas y sangre a raudales con nuestro psicópata favorito emulando a James Bond. Ni Stallones ni “Suasenegers”… aquí manda Sam Rockwell.
La violencia exagerada que predomina en Siete psicópatas sirve como purificación, como catarsis a través de las imágenes. Y en este caos Sam Rockwell se mueve como pez en el agua. Destaca en el papel de personaje extremo, sin llegar nunca a ser histriónico. En 2015 repetiría el papel de psicópata experto en tiroteos en Mr.Right, acompañado por una estelar Anna Kendrick.
Tres anuncios en las afueras y el retrato de la sociedad
Toda esta violencia sirve también para ironizar sobre las películas de tiros. El escritor que interpreta Colin Farrell funciona como alter ego de McDonagh. Un escritor que está cansado de las películas violentas y cuyo objetivo es cuestionar la presencia de esta en el cine. Y critica también la situación del mundo actual. Llegamos a ver publicado un anuncio en búsqueda de psicópatas que inspiren a Marty. ¿El periódico de una sociedad sana haría tal cosa?
Tres anuncios en las afueras (2017), la última de las películas de McDonagh hasta ahora, retrata y abofetea a la sociedad estadounidense. No se salva nadie.
“To me, it seems like the local police department is too busy goin’ round torturing black folks to be bothered doing anything about solving actual crime”.
El cuerpo policial recibe palos, pero la Iglesia que encubre abusos infantiles tampoco se libra. Encontramos escenas de humor, con y sin violencia, pero el mensaje y la ejecución son serios. Aquí la reflexión no se camufla bajo el protagonismo de criminales envueltos en situaciones cómicas.
Frances McDormand interpreta a Mildred, una mujer guiada por la ira. Su hija ha sido violada y asesinada. Y el crimen no se resuelve. Así que decide buscar la justicia por su cuenta. La ira la lleva a contratar unas vallas publicitarias donde denuncia la situación y culpabiliza al único policía honesto y que de verdad intenta pillar al asesino de su hija: el jefe de policía Willoughby (Woody Harrelson repite). Al principio encontramos las acciones de Mildred como algo gracioso. Hasta que otro personaje nos enseña que la ira no nos ayuda a progresar.
El agente Dixon (el genio Sam Rockwell también repite) protagoniza la escena más violenta de la película: tras el suicidio de su jefe, que se estaba muriendo de cáncer, Dixon va directo a por el encargado de las vallas publicitarias, a quien culpabiliza de la muerte de su superior. El policía rompe los cristales de la puerta. Sube las escaleras. Agrede brutalmente al publicista. Y lo lanza por la ventana. Brutalidad policial rodada en un plano secuencia que muestra el punto de vista del agresor. La violencia es dura y cruel. Y la ira no es buena. Ni en Dixon ni en Mildred.
El suicidio del jefe de policía no sirve para calmar la ira de Mildred tampoco, quien, guiada por su odio hacia el cuerpo policial, incendia poco después la comisaría. Lo que la mujer no sabe es que Dixon se encontraba dentro, leyendo una carta de su difunto jefe. Y la carta es esencial, porque da en la clave de la película:
“Do you know what you need to become a detective? And I know you’re gonna wince when I say this… But what you need to become a detective… is Love”.
El amor y la confianza que Willoughby deposita en Dixon le dan una segunda oportunidad que se materializa unos días después. Dixon encuentra la redención al descubrir al culpable de la muerte de la hija de Mildred. O eso creemos. Poco después se revela que no es la persona a la que buscan… pero no deja de ser un violador. Merece ser castigado… ¿verdad?
La respuesta a esta incógnita no la encontramos en la película. Los personajes de Frances McDormand y Sam Rockwell, antes enemigos, acaban emprendiendo un viaje juntos con la intención de matar al asesino. Pero durante el viaje se cuestionan qué van a hacer. Y el final queda inconcluso. Una invitación a la imaginación y a la reflexión.
Son diversas las representaciones de la violencia en el trabajo de McDonagh, pero siempre con un mismo objetivo: hacernos reflexionar a todos sobre esta realidad y sus consecuencias. No se salva nadie.