Manchester: onanismo y sauna gay
Texto: I.P.I.//
Hace poco taché una de esas actividades que aparecen en la lista “Cien cosas que los homosexuales estándar hacen”: pisé por primera vez una sauna gay. Lo hice en Manchester y acompañado de mi amigo hongkonés. Y sí, se masturbaron en mi cara.
Puede sonar generalizante, superficial e incluso burlesco, pero considero que, en la vida de todo varón homosexual arquetípico, hay una especie de hitos, algunos convertidos ya en verdaderos rituales de paso, que marcan el descubrimiento de tu sexualidad y, sobre todo, tu inmersión dentro de la denominada “cultura gay” -en el más amplio sentido de la palabra “cultura”-: tu primera paja pensando u observando a un hombre -en mi caso, un triste anuncio sexual sin movimiento de Localia Televisión-; la primera vez que tu profesora de Primaria llama a tus padres para comentarles que tus compañeros de clase te llaman “maricón”; el hundimiento anímico de tu padre tras haberte olvidado de borrar el historial de búsquedas -casi nunca estamos presentes en ese momento, gracias a Dios-, o la primera vez que pisas una discoteca “gay”.
Algunas de estas situaciones son peajes que obligatoriamente tienes que pasar; otras dependen del grado de despiste que lleves en la vida, y luego están las completamente voluntarias adscritas al grupo “Cien cosas que un homosexual estándar debe hacer antes de morir”. El pasado lunes 7 de diciembre, a los 22 años de edad, fui un poco más estándar y pisé por primera vez una sauna dirigida a un público masculino y homosexual; vamos, una sauna gay.
Lo hice en Manchester, ciudad en la que resido desde hace siete meses, y acompañado de Warren, amigo hongkonés de mi edad, cliente habitual de la sauna a la que fuimos -aunque se empeñe en negarlo-, al que conocí el mes anterior a través de una app para gays. Lo típico un lunes por la noche tras nueve horas trabajando en una cafetería.
¿Qué esperaba encontrarme? Hombres mayores, insinuaciones, mucho vapor y escenas de sexo delante de mis narices. ¿Las encontré? Sí, por supuesto. Sabía a donde iba. Lo extraño es que, esperando a Warren y de camino a la sauna, estaba extrañamente inquieto, a veces incluso eufórico. Y todo por la nada humilde idea de convertirme en el blanco de las insinuaciones y en el objeto de deseo y tocamientos de los allí presentes.

La sauna se llama Basement –“sótano” en inglés- y, para mi sorpresa, se encuentra al final del barrio más hipster-nerdy de todo Manchester, el Northern Quarter. Digo “para mi sorpresa” porque la lógica invita a pensar que el hábitat natural de una sauna gay sería la Gay Village, el barrio gay de Manchester, uno de los más animados de Europa, pero no, Basement se encuentra a unas dos millas de esa zona, sin canales bordeados de flores ni banderas arcoiris.
Todo en el Northern Quarter son edificios de principios del siglo XX de unas cinco plantas, sucios, con fachadas ladrillo caravista, unicornios y leones en las cornisas símbolo de la Gran Bretaña y, en la planta baja, cafeterías intimistas, locales de vinilos y tiendas retro. Bueno, y al fondo de todo, en el 18 de Tariff Street, una sauna gay.
Al observar la entrada del local, una persona que desconozca que se trata de una sauna gay puede intuir claramente que hay algo raro en ese Basement con letras de puticlub de carretera sobre fondo magenta, o en esas escaleras que bajan al averno y de las cuales no se divisa final. Son las nueve y media de la noche y no hay nadie en la puerta. Solo mi amigo hongkonés y yo. Me empieza a dar la risa floja, un ataque de mojigatería y vergüenza infantil. Warren se vuelve hacia mí y pregunta secamente: “¿Entramos ya, o qué?”
Escalones, puerta maciza con cristal en el que nos vemos reflejados -al más puro estilo sex-shop noventero- y, finalmente, la recepción, minúscula e iluminada con luz fucsia. No cabrían más de cinco personas con abrigo en el espacio situado entre la puerta maciza y los rodillos tipo metro que tienes que sortear para entrar en los vestuarios. Detrás de un mostrador de plástico blanco nos atiende un hombre de unos treinta años con camiseta de tirantes, fibrado, rapado y con barba corta, rectilínea. Bastante atractivo. Warren es estudiante universitario y, aparte, miembro de la sauna, por lo que solo tiene que pagar ocho libras. A mí, en cambio, la broma me va a salir por veinte: quince de entrada -no soy estudiante- y cinco para hacerme socio -es obligatorio-.
Basement mima mucho a los tiernos y jóvenes estudiantes: aparte de la reducción en el precio de la entrada, los miércoles, si tienes menos de 25 años, entras gratis. No sabría si calificarlo como triste, pero sí que es verdad que, en la imaginería popular, el mundo gay y sus locales se relacionan bastante con el sexo y la promiscuidad. Los dueños de Basement, para ser sinceros, no hacen nada por evitarlo -aunque tampoco estoy diciendo que debieran-. Nada más entrar, detrás del mostrador, tienes a tu disposición un nutrido surtido de popper, condones de sabores, lubricantes, fustas, objetos de cuero, tangas y juguetes anales. Al lado de los rodillos, cestas con condones gratis, premonición del éxito de la noche y, como contrapunto, un par de posters sobre la importancia de someterse a las pruebas del VIH. Eso sí, siempre con hombres musculados y sonrientes.
“Tú me suenas. Has venido antes por aquí, ¿verdad”, me pregunta con una sonrisilla pícara (o eso creo) el recepcionista. “No, la verdad es que no. Me gustaría, para no tener que pagar las cinco libras de membresía obligatoria, pero no”, contesto entre risas, con inocencia impostada, como si la anterior pregunta hubiese sido un halago. La verdad es que, pensándolo fríamente, Basement debe de tener uno de los mejores archivos de fotografías de hombres homosexuales de todo Manchester. Al hacerte miembro, tienes que dar tu nombre, tu apellido, tu fecha de nacimiento y el nombre de la ciudad en la que resides. Puedes mentirles en todo lo anterior pero, aun así, no te escaparás de posar para una maravillosa foto de cara.
Dos jóvenes, diría que de unos veinticinco años, guapos, afeitados, con los laterales rapados y pelo ligeramente ondulado por la parte central del cráneo salen de la sauna. Mi euforia interna aumenta y empiezo a pensar que igual me he confundido con las expectativas. Paso los tornos y entro en el vestuario, un espacio de tamaño medio, en forma de ele, donde todo está cubierto con taquillas y sus correspondientes puertas madera clara. Llego a ver la taquilla número 310, una cifra que, una vez conocidas las dimensiones de la sauna y las sorpresas que encierra aún más abajo, resulta a todas luces exagerada.
A mí me ha tocado la 197. Estamos solos. Warren comienza a desnudarse de espaldas a mí. Yo hago lo mismo. Desde pequeño siempre me he puesto muy nervioso a la hora de quitarme la ropa en espacios de desnudez colectiva y ajena y siempre lo he achacado a los complejos que tenía y tengo en relación con mi cuerpo: antes de pegar el estirón, por mi sobrepeso y lo rollizo que estaba; ahora, por la alternancia de partes esqueléticas con michelines flácidos.

Como no podía ser de otra forma, esa vergüenza infantil aparece, pero pronto -a decir verdad, más pronto de lo que esperaba- es sustituida por otra mucho más violenta que, en un acto de engreimiento, estaba seguro de que me iba a encontrar: la vergüenza de ser observado fijamente por otros con lo que intuyes que es algún tipo de interés sexual, invitándote tácitamente a seguirles el juego de las miradas. Proveniente de la sauna y con la correspondiente toalla blanca anudada a la cintura, entra al vestuario un hombre maduro, barrigudo, más próximo a los sesenta que a los cincuenta. Todo el pelo cano que le falta en la cabeza lo tiene en el pecho. Me sonríe y se queda detrás de mí. Warren se ha anudado ya la toalla y me espera fuera. Yo, de espaldas y en pleno proceso de bajarme los calzoncillos, noto la mirada descarada del hombre. Fijo la vista en algún punto del interior de la taquilla e intento anudarme atropelladamente la toalla. Nunca he sido bueno haciéndolo y, obviamente, en situaciones como esa, menos. Resultado: salgo del vestuario con media nalga fuera.
La verdad es que me imaginaba las instalaciones más grandes. Sobre todo teniendo en cuenta que la sauna se publicita como la más espaciosa de todo Manchester y que la población y la vida nocturna gay de esta ciudad es bastante importante. Todo –menos lo que Basement esconde abajo– se vertebra a lo largo de un pasillo oscurorecubierto de baldosas de cerámica negras y, de vez en cuando, algún que otro neón azul. Dos jóvenes con cuerpos atléticos pasan a nuestro lado pero no les vemos bien las caras: la luz azul-Chernóbil nos lo impide. Nada más entrar, a mano derecha, hay unos baños, y, enseguida, a pocos metros, una amplia sala corta perpendicularmente el pasillo. En ella se disponen dos jacuzzis en los que cabrían unas ocho personas; ambos con agua templada aunque uno de ellos más caliente que el otro. En el de mayor temperatura, con los brazos desplegados y la nuca recostada en el saliente, un hombre de unos sesenta años, barba ensortijada, pelo peinado hacia atrás y panza de Buda, se relaja. Aun así, se permite el sobresalto de escanearnos sin ningún miramiento cuando pasamos a su lado.
Saunas, lo que se dice saunas, en Basement hay dos: la seca, medianamente aguantable, sin mucho vapor y asientos de madera dispuestos a modo de graderío romano, y la húmeda, insoportable si estás más de quince minutos, envuelta en brumas con olor a menta y recubierta con pequeñas teselas azules. En ambas podrían caber perfectamente unas veinte personas. La primera, la aguantable, se encuentra delante de los jacuzzis, y la segunda, la del infierno, siguiendo por el pasillo a mano derecha, enfrente de unas duchas de agua fría.
La escena que sigue, de lo surrealista, grotesca y decadente que es, me resulta bella y hace que me emocione por el mero hecho de haberla contemplado. Warren y yo avanzamos hacia la luz del final del pasillo. Una nueva sala se abre ante nosotros, mucho más espaciosa que las anteriores, pero claramente más antigua y peor decorada. Moqueta color verde, paredes forradas de madera oscura veteada… En el ala derecha hay un televisor de plasma bastante grande alrededor del cual se disponen varios sillones. Y, al fondo, una triste barra de bar y una fila de ocho ordenadores que ofrecen internet previo pago de unos peniques.
No obstante, lo que realmente hace plantearse a uno hacia dónde está yendo nuestra civilización radica por completo en el factor humano de esa sala: están echando Buscando a Nemo en la televisión y, viéndolo, en toalla y sentados en esos sillones amorfos, están un joven de, como máximo, tercer año de universidad, rostro angelical y cuerpo marcado y, a su alrededor, dos hombres de unos cincuenta años, calvos, pecho negro por el vello y barriga. El joven no aparta la vista de la pantalla, como evitando el contacto visual con los que le rodean. Pero eso no es todo: al fondo, en el segundo ordenador, un hombre de unos treinta años ve porno y, mientras, se masturba de espaldas a la sala, sin esforzarse mucho en ocultarlo.
Parece que a los dueños de Basement les da apuro decir que, aparte de ser una sauna gay, su local encierra un auténtico laberinto sexual en la parte de abajo. Si no, no se explica cómo en su página web no hay ni rastro de este espacio, probablemente el más grande del local. Warren se ríe pensando en que me voy a escandalizar. Todavía no me conoce bien. Unas escaleras a la izquierda de la sala de los ordenadores me trasladan a una maraña de pasillos estrechos, focos rojos antimorbo, cuartos oscuros y cubículos de distintos tamaños con cortinas y suelos acolchados. Me pierdo varias veces y, al final, llego a la conclusión de que todo se articula en torno a un rectángulo. Por algunas paredes hay televisiones de plasma que proyectan a un joven culturista rubio, con cara de niño, introduciéndose un consolador.
No me cruzo con nadie ni pillo a nadie en los cubículos. Me da la sensación de que están poco equipados. Solo en uno de ellos descubro un columpio bondage de cuero negro destinado a que varios activos penetren a un pasivo. Echo en falta algún que otro arnés pegado a la pared, algún que otro glory hole… Deben de estar en el club de bondage y leather -dominación y cuero- que hay más abajo y que, desafortunadamente, hoy está cerrado.
Tengo que admitir que soy un poco masoquista en lo que a saunas se refiere y encuentro cierto placer en sentir mi cuerpo destrozado, sin fuerza siquiera para mover un dedo. Por esta razón, y por el fuerte olor a menta que, al respirarlo, hace que te duelan las fosas nasales, arrastro a Warren a la sauna húmeda. Todo es vapor en ese espacio. Vapor y música comercial que, sorprendentemente, proviene de unos altavoces que funcionan en una sala a sesenta grados -como mínimo- y una humedad relativa cercana al cien por cien.
Me despatarro en la bancada de la derecha, al lado de un reposabrazos amplio, cubierto por una losa de mármol negro, sobre la cual hay un condón sin abrir y dos bolsitas de lubricante gastadas. El vapor permite entrever, en una de las esquinas, la silueta de dos personas sentadas juntas. Se escuchan besos y gemidos contenidos. Todo apunta a que se están masturbando mutuamente. Más tarde, cuando los veo salir juntos de la sauna, llego a la conclusión de que esas dos personas son dos jóvenes, entre los veinticinco y los treinta, delgados y bastante atractivos de cara.

Warren me dice que no puede más y que se va a la sala donde están echando Buscando a Nemo. Parece que le ha gustado el veinteañero de rostro angelical y abdominales marcados. Yo, aprovechando el precio barato de la entrada, me cambio de sauna y entro en la de madera sin vapor. No te destroza como la otra, pero al menos relaja. Permanezco completamente solo durante al menos quince minutos. Me atrevo incluso a quitarme la toalla. El momento “liberación sexual” termina atropelladamente cuando un lord inglés de unos sesenta años, calva pulida, barba tipo Papa Noél pero en moreno, barriga cervecera y piernas raquíticas, irrumpe en la sala y se sienta enfrente de mí, en la bancada de la oposición.
Sí, pasa lo que estáis pensando: el lord inglés empieza a toquitearse el pene -sin llegar a la masturbación- mientras me mira. Sentado, en una demostración de flexibilidad a sus probables sesenta años, el hombre se sube la pierna izquierda a la altura del comienzo de la pantorrilla derecha. Me recuerda a un yogui hindú. Debido a esta postura, a través de la toalla se ve perfectamente su miembro y cómo lo toca con suavidad y disimulo, pensando que no me estoy pispando de nada. Pienso que puedo estar un poco más en esa sauna obviando lo que está pasando, pero no, al minuto me voy. No por asco ni enfado, simplemente por amor propio.
Los cuarenta minutos siguientes los paso yendo y viniendo de un jacuzzi a otro y ahuyentando con malas caras a los hombres maduros que pretenden meterse en la misma bañera en la que estoy yo. Veo besarse tiernamente a uno de esos señores con un treinteañero negro de ademanes afeminados. Intuyo que por debajo del agua pasarán más cosas pero, de momento, es lo más romántico que he visto en ese lugar. Me reconforta verlos.
En pleno proceso de mutación a anfibio, decido salir del jacuzzi y morir lentamente de nuevo en la sauna húmeda. Warren lleva desaparecido ya una hora y media. Entro y me siento en el mismo sitio que antes. Pese al vapor, en la bancada de enfrente vislumbro al hombre con rasgo hindúes que estaba masturbándose en los ordenadores y a un joven treinteañero, alto, bien proporcionado, rubio y pálido. Parece que el individuo supuestamente hindú no ha tenido suficiente con la sesión de porno virtual porque no para de masturbarse manifiestamente, como alardeando de su miembro y su sex-appeal. El joven británico, harto, se va. Yo adopto la misma postura que en la sauna seca: cuello hacia la izquierda y mano en la cara. Además, la densidad del vapor ayuda a ignorarlo. El problema viene cuando se acerca hacia donde estoy y, prácticamente, comienza a masturbarse en mi cara.
Esta vez no voy a ser yo quien se vaya. Lo miro con cara de enfado y, finalmente, recula. Vuelve a su sitio y al minuto se va. Pienso que, de cara y cuerpo, no estaba mal. Pero ese descaro me repele. Permanezco en esa sauna unos quince minutos y, de nuevo, me sumerjo en los jacuzzis. Cuando Warren viene a buscarme son ya las doce y media. No ha caído su presa pero tampoco me cuanta qué ha estado haciendo tanto tiempo a su libre albedrío. Parece enfadado. Yo sigo dándole vueltas poéticas y metafísicas a lo que me acaba de pasar: pulsión escópica lacaniana, voyeurismo y exhibicionismo, el Otro… Pero es todo más simple. Eres joven, has ido a una sauna gay, y ha sucedido lo que tenía que suceder.