Pedro: «La libertad está en la calle»

Texto: Loli Luzón. Ilustración: Adela Luzón//

Pedro L.N. tiene 84 años y muchas historias a su espalda. La misma espalda sobre la que ahora carga todo lo que tiene: dos bolsas llenas de ropa, comida y alguna manta para el invierno. Se pasa el día en la puerta de un conocido centro comercial, se sienta cada mañana en su columna, sonriendo para observar a todo el que pasa por allí. Ese es su sitio. Su hogar está en la calle.

Su hermana está en una residencia, pero él no quiere vivir allí. Otra residencia, en Movera, le abre sus puertas, pero tampoco le convence. La Casa Abierta (un servicio del Refugio de Zaragoza) también le ofrece una plaza, pero se niega. Todos esos sitios no son para él.

Pedro lleva más de 25 años durmiendo en la calle y ahora nada ni nadie le va a quitar esa libertad. Algunos se preocupan por él, le conocen. Ya son muchos años los que Zaragoza le lleva viendo en su columna, o en la esquina de otra conocida plaza donde a veces decide pasar sus días, tardes, e incluso sus noches. Otros no le conocen, lo ven allí sentado un día, y al otro, y al otro…pero no se fijan en él, pasan a su lado como si fuera un elemento más de decoración. Eso a él no le importa, no hay día que lo encuentres triste o desanimado, vive su vida como quiere y parece feliz.

Hay días que dice que su pueblo es La Muela y siempre se sentirá de allí. Otros días comenta que su casa siempre ha estado en Ricla. Lo que no cambian son las historias de su infancia, por muchos males que lleve en su cabeza; siguen intactas y si le escuchas, le encanta recordarlas.

“Yo iba a cazar con mi padre. Tengo una puntería de cuidado”, cuenta muy orgulloso, “con la escopeta mataba dos o tres perdices de vez” y sonríe. Su cuerpo sigue allí sentado, pero su cabeza vuela a muchos kilómetros y a muchos años atrás.

Sus ojos claros apenas ven ni de cerca ni de lejos. Su vista ya no es la que era, pero cuando sueña despierto con su infancia, sus ojos te transportan; casi puedes ver a un niño feliz corriendo por el campo. Su mirada de añoranza puede destrozar al corazón más duro.

Sus ojos claros apenas ven, pero con una mirada te cala entero. No hay detalle que se le escape. Su boca dice tantas verdades que a veces uno se tiene que cuestionar dónde está la verdadera cordura de este mundo.

Se sabe el refranero español como su nombre. Su nombre es el único que recuerda con exactitud, todos los demás suelen bailar en su cabeza, pero no hay refrán que no se sepa.

– ¿Cómo sabes todo eso Pedro?

– Soy “listísimo”

Y continúa: “Yo iba a cazar con mi padre, con la escopeta les daba a cinco de vez”, se sigue sintiendo tan orgulloso como la primera de todas las veces que lo ha contado. “Y así el aprendiz superó al maestro” y te mira para ver tu cara de asombro. “Mi padre era muy listo, pero yo más”.

Mientras habla, muchas personas le saludan al pasar: “adiós Pedro, que bien acompañado estás hoy” le dice un hombre mayor. Él sonríe e intenta recordar su nombre, “este… ¿cómo se llamaba?… este hombre es ‘mu´ bueno, ya son muchos años que es mi amigo”. Otra mujer se acerca a dejarle comida. “Buenas noches, Pedro, el bizcocho es mío, ya verás qué bueno está”, él responde con una sonrisa, “guapa, más que guapa”. Abre la bolsa y huele el dulce que le han dejado, “como me quieren, es que soy un pillo” y su sonrisa va de oreja a oreja.

Si hablas con cualquiera de las trabajadoras del centro comercial, todas te dicen lo mismo: “aquí le queremos mucho”, “son muchos años viéndolo ahí sentado, al final se le coge cariño”, “no hace ningún mal a nadie”.

Pedro no conoce la palabra maldad, no tiene cabida en su vida. No la tiene y no la ve en nadie. La vida ha sido cruel con él, muchas personas le han tratado mal. A veces empieza a contar cómo alguien le hizo daño, pero antes de acabar, cambia de conversación. En su cabeza solo entran unas pocas cosas, y las malas pasadas no son de las escogidas.

Todas las semanas, asociaciones como la Cruz Roja o Bokatas le van a visitar, le llevan algo de comer y se preocupan por su salud. Ya son unas cuantas veces las que ha acabado en el hospital. Los trabajadores del Hospital Provincial también le conocen. Cada vez que pasa por allí le vacían la mitad de las cosas de su bolsa, le tiran toda la comida podrida y le lavan la ropa.

“Mira que guapo voy”, dice siempre que sale del hospital. No aguanta mucho tiempo en una habitación, sabe que allí le cuidan y lo agradece. A Pedro le encanta hablar de lo guapas que son las enfermeras y lo mucho que lo quieren, pero no puede estar encerrado en la misma habitación muchos días. “No estoy acostumbrado a estar entre paredes”, coge sus dos bolsas y se va, nadie le puede negar el alta.

En junio del año pasado tuvo un ictus. Después de eso, su cabeza todavía da más vueltas, pero sigue siendo el mismo de siempre. Cuando acababa el verano también le tuvieron que ingresar por deshidratación. Si no lo encuentran los voluntarios, se podía haber muerto allí mismo. Nadie le esperaba en casa para cenar. Pedro no tiene un plato a su nombre en ninguna mesa, no tiene casa a la que volver cuando se acaba el día.

“Las paredes de este cajero no escuchan, pero las personas que entran sí”

De noche, suele levantarse de esa columna, o de esa plaza, y saca fuerzas de donde no las tiene para echarse a la espalda sus dos grandes bolsas. Su cuerpo es tan débil que parece mentira que pueda moverse llevando tanto peso. Él, muy feliz, arquea su pequeño brazo, que es más hueso que carne, para enseñar lo fuerte que es, “¿no lo ves? Estoy hecho un toro”.

Andar hasta el cajero donde pasará la noche puede parecer una tarea sencilla, pero no suele serlo. De vez en cuando, hay otra persona ocupando “su sitio”, algunas veces cierran el cajero donde estaba durmiendo esa temporada, otras, directamente arrancan su puerta y nadie puede resguardarse allí del frío.

Cuando consigue encontrar un buen sitio, se queda todo lo que puede. Ocupa el menor espacio posible para no molestar a nadie. Y así pasa sus noches, con cartones que recoge de la calle para no sentir el suelo frío, una manta y las dos bolsas que le acompañan.

A veces solo tiene los cartones que ha recogido ese mismo día. Mientras dormía o estaba en su columna, alguien se ha llevado sus cosas. Él se queja durante un rato y se lamenta de su suerte, pero en seguida se le pasa. No se apega a nada material y no necesita nada para ser feliz. Sabe que en pocos días conseguirá reunir lo suficiente para suplir lo que llevaba en sus bolsas.

Esos pocos metros cuadrados de cajero es lo más parecido que tiene a un hogar. Cuando los voluntarios de las asociaciones no lo encuentran en su columna, van a buscarlo al cajero. Si no está dormido, siempre tiene ganas de hablar un rato. Entre esas paredes a veces cuenta más cosas que sentado en su columna. Lo más probable es que no recuerde el nombre de ningún voluntario, aunque lo vayan a visitar cada semana. Pero no se olvida de las caras.

 

Allí, echado sobre los cartones, continúa con sus historias. Cuando entra una persona a usar el cajero, Pedro saluda amablemente, “pase, pase, nosotros no le molestamos”, y se ríe. Durante ese ratito no habla mucho, o incluso espera en silencio si estaba contando algo muy suyo.

Hay días que tiene muchos hermanos, otros días tiene muchas hermanas. Lo único que se sabe con certeza es que tiene una hermana con vida, del resto de su familia no está muy seguro. Algunas veces es el mayor de muchos hermanos, otras veces tiene muchos hermanos mayores. Lo que está claro es que él era el más “pillo” de todos, no había por donde cogerlo. “Es que soy muy espabilado’, soy listísimo” repite todas las veces que haga falta. Un día y otro día y otro día…

También le encanta hablar de las mujeres, vive enamorado de todas ellas. De vez en cuando cuenta sus batallitas y advierte, “cuidado con las mujeres, que son muy guapas, pero son más listas…Anda que no saben”. Pero a Pedro ya no se la cuelan, siempre dice: “yo me las sé todas, a mí no me engaña nadie”.

Cuando sus arrugados ojos claros miran hacia arriba, viajan muy lejos de esos pocos metros cuadrados de cajero. No lo dice, pero en esos ojos se descubre la añoranza de una infancia feliz, de un hogar cálido, de un padre duro, de una madre que le cuide, de una mujer bonita, de un plato para él en una acogedora mesa.

Repite esas historias con la misma intensidad que la primera vez. Los que escuchan le sonríen y con eso le basta. Muchos le saludan, aunque puede que a esas horas de la noche, esa sea la primera conversación que ha tenido en todo el día.

La gente que le conoce, quiere lo que considera una vida mejor para él, que duerma en una cama, que se pueda duchar cada día, que tenga un sitio en la mesa, un plato de comida caliente. Pero él no quiere, su vida está en esa columna. Observando a los que pasan y contando historias y refranes a todo el que quiera acercarse a escuchar.

“Más sabe el diablo por viejo que por sabio, ¿has visto qué listo soy?”

Aunque apenas le quedan dientes, nadie le quita la sonrisa. Los voluntarios de Bokatas, le llevan, dos veces a la semana, bocadillos de pan bimbo y un vaso de ‘mañocao’ calentito (ese colacao tan nuestro, de Aragón). “Está muy bueno esto, ¿eh? Ya lo sé yo que me queréis mucho”.

La penúltima vez que pasó por el Hospital Provincial, a finales de este febrero, entró por una neumonía y una obstrucción parcial en el estómago. Un voluntario de Bokatas lo encontró sentado en la plaza. Pedro le dijo que le dolía la “tripa” y le acompañó al hospital. Pasó unos días ingresado, algo que no suele hacer, porque en cuanto puede, sale de allí.

Con gran lucidez, daba la impresión de haber despertado de un sueño que le ocultaba su realidad. Parecía que por primera vez en mucho tiempo se daba cuenta de que a su edad, seguir viviendo en la calle no era la mejor opción.

Parecía que por una vez no le importaba vivir “encerrado entre cuatro paredes”. Un trabajador de la Casa Abierta se puso en contacto con los voluntarios de Bokatas para explicar que allí tenía una plaza para vivir indefinidamente. Solo faltaba que Pedro dijera que sí.

“¡Que alegría veros! Sé que venís cuando podéis y lo agradezco”, dice feliz a los voluntarios que le van a visitar a su habitación del hospital.

– Aquí te cuidan bien, ¿verdad, Pedro?

– Sí, en esta cama se está muy bien. Mira, con este botón sube y baja.

Les hace reír y ríe con ellos, “sois buena gente, y yo también lo soy”. Después de un par de historias de las suyas, le hablan de la posibilidad de vivir en una casa en Zaragoza, donde le cuidarán igual de bien. Al principio no le parece mala idea, pero se le ocurre algo mejor. “También puedo ir a la casa del pueblo, allí también estaría bien”.

Hace años, derrumbaron una casa de un pueblo, donde vivía su hermana, la única familia que le queda. Nadie sabe si en su cabeza se refería a esa casa, pero la derrumbaron por no cumplir las condiciones de habitabilidad y llevaron a su hermana a una residencia. Los voluntarios se lo intentan explicar, pero no entra en razón. Está convencido de que no irá a ningún otro sitio. Eso de una residencia o la Casa Abierta no son lugares para él. Se lo repiten otra vez y él sigue con su historia, un día y al otro y al otro…

Cuando recapacita y se da cuenta de que no tiene a donde ir, su cabeza viaja muy lejos de allí. Empieza a hablar de Marisa, su “amiga especial”, que le quiere mucho. Los voluntarios saben que su mente se ha ido muchos años atrás.

“Me va a venir a buscar, no puedo irme de aquí”, intenta convencer a los voluntarios que ya no saben cómo decirle que estará mejor en una residencia. “Ella me quiere, va a venir después de recoger a los chicos”.

Le hacen preguntas para intentar ayudarle, su historia no tiene ningún sentido. Dice que una mujer va a venir a buscarlo con su hijo, un chico muy alto, de 17 o 18 años, “pero no es mío, ¿eh?”. Pedro asegura que es de un guardia civil, que la dejó embarazada, y se casó con él. Pero que ‘el chico’ le quiere mucho, y ella más, “es muy guapa, muy guapa”.

Foto 2. Pedro

Nadie sabe ni dónde ni cuándo, pero su cabeza sigue vagando por alguna parte de sus recuerdos. Nadie puede obligarlo a dormir bajo un techo ni en “buenas condiciones”. Es solo decisión suya.

La vida en la calle le está pasando factura últimamente, pero su sonrisa picarona y el brillo de sus pequeños ojos claros no se van a ninguna parte. Al final los voluntarios entienden, aunque les duela, que esa es su decisión. “Igual que los pájaros son felices solamente con la libertad, yo soy feliz con la mía, la calle para mí es esa libertad”.

 

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