Primer destino: Refugiados en Sakarya
Laura Juan y Lucía Pedraza//
Ali Ahmadi llegó a Turquía con nueve años. Afganistán, su país de procedencia, estaba siendo devastado por la guerra.
Aterrizó en Estambul junto a su familia y se alojaron durante dos días con unos familiares. “Estambul es una ciudad muy cara y mi padre no encontró trabajo ahí. Después vinimos a Sakarya. No hay demasiada gente y es más fácil vivir aquí. Mi padre trabaja en un restaurante y mi madre es ama de casa”. Asma Ammas, al igual que Ali, vive en Turquía desde hace cinco años. Cuando tenía cuatro, recorrió un arduo camino desde Irak para comenzar una nueva vida. Asma recuerda con hastío el cansancio de ese primer viaje en autobús desde Baghdad hasta Sakarya, que duró tres días. Cuando llegaron no sabían nada, ni siquiera hablar turco, pero unos familiares los acogieron durante algunos días.
Ali y Asma son refugiados en Turquía. Viven con sus familias en Sakarya, a 150 kilómetros de Estambul. Ambos recuerdan su viaje al país asiático con tristeza. Huían de sus casas y dejaban atrás todo su mundo: su colegio, sus amigos, su hogar. Turquía está llena de relatos como los de Ali o Asma: personas que han escapado de conflictos bélicos, sobreviviendo a un duro camino para vivir en paz.
Un proyecto de vida
Para mejorar la integración de los refugiados en sus nuevos países hay organizaciones sin ánimo de lucro, como AIESEC, que fomenta el liderazgo juvenil y que colabora con la Sede de las Naciones Unidas para promover e impulsar la participación juvenil en la implementación de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS).
La organización está presente en más de 120 territorios. Entre ellos se encuentra Sakarya. Mert Karaka, de veinte años, es el manager y responsable de varios proyectos globales: “Teach maths to refugee children”, “Teach english to refugee children” y “Teach dance to refugee children” con el objetivo de conseguir una educación de calidad para todos los niños y niñas. “Decidí entrar en AIESEC porque creo que puede mejorarme a mí mismo gracias a otras culturas y conocer personas de otros países -explica Mert- AIESEC tiene muchos beneficios porque te ayuda a mejorar en roles propios. Te da mucha responsabilidad y creo que he mejorado mi carácter porque les he ayudado y he resuelto problemas”.
Sin embargo, esos problemas que Mert ha tenido que solventar han provocado que su experiencia no se haya desarrollado como él esperaba. Él no creó este proyecto, sino que fue el vicepresidente de AIESEC Sakarya quien se encargó de encontrar las fechas y el alojamiento para los 300 voluntarios. Mert cree que las condiciones en las que se creó el proyecto no fueron las mejores: “Crearon un proyecto random y yo lo arreglé”.
En ocasiones, hay que alejarse un poco para ver un problema con perspectiva. Y lo que para Mert fueron grandes obstáculos, para los voluntarios y los niños no fueron nada más que pequeños contratiempos. Lo más importante del proyecto era lograr que los niños y niñas disfrutaran y aprendieran. Y Mert lo consiguió.
Un museo de astronomía en medio del barullo de la ciudad se convirtió en escuela durante un mes y medio. Este local, cedido por el Ayuntamiento de Sakarya, vestía enormes ventanales que permitían que la luz iluminase los libros y los cuadernos. Estas grandes ventanas también se abrían en los días más calurosos de agosto para dejar que la brisa entrara y refrescara a los niños y voluntarios durante las lecciones. Con el calor del mediodía se saturaba la concentración de los estudiantes y salían corriendo al jardín delantero del museo para jugar a fútbol, saltar a la comba o hablar con los amigos. Después del merecido descanso y antes de volver a los libros, los voluntarios se encargaban de untar queso philadelphia en los roscos típicos de pan, llamados simit, mientras los niños se reunían en la cocina para devorar con impaciencia estos tentempiés turcos. Esta pequeña cocina, situada entre las mesas de las clases y los baños, era regida por un señor que lucía siempre una enorme sonrisa que se asomaba por debajo de un tupido bigote ya descolorido por la edad.
A este proyecto de verano acudían niños y niñas de entre 9 y 16 años. Intissar Mountassir, voluntaria de Marruecos, se encargó de enseñar a las mayores del grupo: “Ellas me eligieron a mí, y de hecho, ellas solo querían estudiar inglés. Los niños nos decían que no querían ir al colegio, que preferían estudiar con nosotros, que era más divertido”. A Intissar le ha encantado su experiencia como maestra y valora AIESEC como un cambio en su vida.
Un cambio que ofrece la posibilidad de conocer personas con diferentes culturas y llegar a entablar amistades duraderas. Slim Sayeb, voluntario tunecino, nunca había salido de su país natal y Turquía ha sido su primer destino. “Es la primera vez que conozco a gente que no es de mi religión y me ha abierto la mente”. Pero no solo Slim ha vivido este intercambio cultural, también los niños: “Sinceramente, creo que no han aprendido mucho sobre matemáticas o inglés pero ellos han aprendido muchas otras cosas”. Han convivido con personas de otras culturas. Han forjado amistades profundas. Han aprendido a comunicarse. Han aceptado a todo el mundo como es, sin intentar cambiar a nadie.
Otra voluntaria de Túnez es Haja Bhiri. A diferencia de Slim, no experimentó ningún choque cultural cuando llegó a Turquía porque, según ella, Sakarya es parecida a otras ciudades de países árabes que tienen la misma religión. Eso sí, Haja afirma que “en Túnez hay una mentalidad más abierta que en Sakarya”. A pesar de los problemas organizativos del proyecto y que algunos compañeros, según la tunecina, “son muy perezosos, que han venido aquí para viajar y no se preocupan por los niños”, Haja ve el lado positivo: “Te permite conocerte y descubrir tus puntos fuertes y puedes mejorar tus habilidades con los niños, con otras personas de otras nacionalidades”.
“No todos son iguales”
Ser refugiado en Turquía supone llevar siempre esa etiqueta y que te clasifiquen por ello. Pero no todos acarrean el mismo peso por haberse mudado desde otro país, sino que dentro de este encasillamiento también encontramos una jerarquía. “A los turcos no les gustan los refugiados sirios, pero sí les gustan los de Irán, Irak, Afganistán… -se aventura a decir Imad, otro de los voluntarios argelinos del proyecto- He preguntado a ocho personas en mi viaje por Turquía y todos me han dicho lo mismo”. Y es cierto. En todo el país se ha extendido la mentalidad de que “los sirios son malos” y de que causan muchos problemas. Desde el punto de vista de Mert, parte de la población turca se muestra reacia al estilo de vida que traen consigo los refugiados sirios: “Abren tiendas ilegales, no pagan las tasas, y eso está afectando al barrio”. Aunque, en términos generales, la mayor diferencia que separa ambas culturas es que en Turquía no está bien visto huir de una guerra. “En Turquía si hay una guerra tú no puedes escapar, debes luchar por tu país, incluso las mujeres y los niños. -afirma orgulloso Mert- Lo que hacen ellos es algo deshonesto para los turcos”.
A pesar de que no son bien recibidos, según los últimos datos aportados por ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados), Turquía es el país con más refugiados sirios del mundo, con más de 3,6 millones. Este número se suma al resto de refugiados llegados desde otros países, que asciende hasta los 4 millones registrados oficialmente en Turquía. La situación geográfica estratégica del país es uno de los motivos por los cuales lo escogen los refugiados. Hay muchos que terminan por quedarse en Turquía porque Europa no les acoge y no piensan ni por un momento en regresar al infierno del que salieron huyendo en sus países de origen.
Esas barreras que imponen los gobiernos europeos conllevan que Turquía esté sobrepasando sus límites. Para los turcos es injusto que todos los refugiados traten de asentarse en su país porque ningún otro les acepta, cuando “todo Oriente Medio es árabe”, al contrario que Turquía, que se define como un estado laico a pesar de que su religión mayoritaria es el Islam. Desde el gobierno intentan controlar la situación, pero la constante llegada de refugiados les impide estabilizarse. A pesar de que está situación es una clara desventaja para los turcos, han conseguido hacerla una fortaleza y utilizarla para conseguir sus intereses. Recientemente, el presidente de Turquía, Erdogan, amenazó con abrir las “puertas” del país hacia Europa si no apoyaban su ofensiva contra los kurdos en la frontera con Siria. El miedo a la entrada de los refugiados en Europa dio luz verde al presidente turco para desplegarse en el terreno.
A pesar de que la situación en los diferentes países de los que emigran los refugiados ya no es la misma que en el momento en que se fueron, muchos de ellos han encontrado en Turquía, y en concreto en Sakarya, un lugar donde quedarse. Los niños han vivido una realidad completamente diferente a la que han tenido que pasar sus padres, sin embargo, Hedil reconoce que no echa de menos Irak y, a pesar de que su casa de allí “era muy grande”, prefiere vivir en Sakarya. La situación de Asma es diferente: ella llegó hace más tiempo y todavía piensa en su ciudad y en su país, y eso le entristece.
Los primeros días de estas familias en Turquía quedan muy lejos ya, y aunque fueron comienzos complicados, han conseguido adaptarse y crear de nuevo un hogar a miles de kilómetros. Para Mert “la educación es muy difícil para los niños refugiados porque no entienden el idioma, y no todo el mundo es amable con ellos”. La experiencia de Ali lo confirma: “Tenía muchos problemas en el colegio con mis compañeros de clase, me robaban el dinero porque no era turco”. Esos primeros días en clase también le dejaron un sabor amargo a Hedil que, a pesar de encontrarse con otros niños iraquíes en su clase, no se sentía cómoda en el colegio. Para ella la situación no ha cambiado.
Desde el Ayuntamiento tratan de suavizar y facilitar la adaptación y la estancia de los refugiados en Sakarya. “Creo que pueden sobrevivir sin trabajo porque el Ayuntamiento les da dinero”, opina Mert ante la sorpresa de que ninguno de los padres de Asma ni Hedil trabajan en la actualidad. El cambio de residencia ha hecho que no sólo tengan que mudarse a casas cada vez más pequeñas, sino que su dinero y su posición social también ha disminuido. “En Irak mi padre era soldado”, comenta orgullosa Asma, y la madre de Hedil trabajaba “en un laboratorio de química”. Dinero aparte, desde el Ayuntamiento también incluyen a los refugiados en programas de adaptación, como es el caso de este proyecto de AIESEC. “El Ayuntamiento nos da muchos teléfonos y nosotros trabajamos con ellos. -nos desvela Mert sobre cómo consiguió los contactos- Yo los llamé a todos, pero algunos no vinieron”. La voluntad y el interés de los niños son el verdadero motor de este proyecto: “Para mí era un sueño aprender a hablar inglés, por eso vine aquí”, nos desvela Asma con una sonrisa, pero no en todos los casos fue así. A Ali, los prejuicios le jugaron una mala pasada: “Al principio, no me apetecía venir, pensaba que iba a ser aburrido y que no me lo iba a pasar bien. Sin embargo, ahora me encanta el proyecto, los profesores y lo que hacemos”.
Este racismo que sufren los refugiados también ha afectado a los voluntarios que llegan desde los diferentes países árabes: “Por lo que entendí, cuando los turcos te escuchan hablar árabe creen que eres Sirio, y por eso te tratan mal”, saca como conclusión de su viaje Imad. Según la opinión de Haja, “los turcos están generalizando y creando unos estereotipos que, muchas veces, no son verdad”, y ese es el motivo por el cual ellos también son juzgados. “A mí me duele que a vosotras os traten bien, con nosotros no es lo mismo” nos confesaba cuando le explicamos que a los europeos no nos ocurría el mismo problema, y es que, a pesar de que se nota más la diferencia de cultura, los extranjeros de Europa sí son aceptados, e incluso deseados, en Turquía. A pesar de este inconveniente, muchos de los voluntarios procedentes de otros países árabes aseguran que su experiencia ha sido positiva y que, sin duda, repetirían.
Los que también repetirían o volverían al inicio del verano si se pudiera son los niños. No lo dicen sus palabras, lo dicen sus abrazos y las lágrimas que derramaron el día que se tuvieron que despedir. Tampoco algunos de los voluntarios pudieron contener su tristeza. El final de este proyecto no detiene el curso que los niños van a seguir en sus vidas, sino que les ha acercado un poco más a sus objetivos. “Quiero ser muchas cosas en el futuro: profesor de matemáticas, de inglés, astronauta, youtuber…”, nos contaba ilusionado Ali, que todavía tiene mucho tiempo para decidirlo. Hedil también vuela alto, ella quiere aprender coreano y ser diseñadora de moda, y Asma, por su parte, dice que quiere “ser profesora de colegio y dar clases” como los voluntarios con ella. El futuro es incierto y puede hacer que cambie el rumbo de sus ambiciones. Lo que sí que tienen claro es que ese futuro será en Turquía.