Rorschach: retroceder nunca, rendirse jamás
David Lorao//
Treinta años después de «Watchmen» -Alan Moore, Brian Bolland-, el personaje de Rorschach sigue siendo uno de los elementos más importantes del mejor cómic de superhéroes de la historia.
12 de octubre de 1985. Un comediante murió en la ciudad. Treinta años después del apocalipsis, paseo por las mismas calles que vieron en primera persona la cara oculta del terror. Nueva York. La ciudad que nunca duerme. O más bien debería decir «la ciudad que nunca te permite dormir». Conforme recorro avenidas y callejones me doy cuenta de que todo estaba escrito. Todo tenía un mismo principio y final. Y entonces recuerdo. Recuerdo cuando aquel diario de color rojo llegó a mis manos, cinco lustros después de que la sombra de un vigilante quedara sellada de manera indeleble y los últimos días de una conspiración terminaran en los peldaños del extinto «New Frontiersman». Igual que aquella pintada con aerosol frente al Gunga Diner, en la esquina de la Séptima Avenida con la 40. La llamaron «Los amantes de Hiroshima», pero el amor hace tiempo que se marchó de esta ciudad.
Y entonces recuerdo. Recuerdo las primeras palabras de aquel diario y siento en mí la conexión, la verdad que se oculta tras una máscara:
«El cadáver de un perro yacía en un callejón esta mañana, la marca de los neumáticos sobre su estómago reventado. Esta ciudad me teme. He visto su verdadero rostro. Las calles son como una extensión de sus arroyos, y los arroyos están llenos de sangre y cuando los desagües por fin formen una costra de inmundicia, todas las alimañas se ahogarán. La escoria acumulada del sexo y el asesinato crecerá como espuma hasta llegarles a la cintura y todas las furcias y los políticos mirarán hacia arriba y gritarán: ‘¡Sálvanos!’… Y yo miraré hacia abajo y susurraré: ‘No’. Tenían elección, todos ellos. Podrían haber seguido los pasos de hombres buenos, como mi padre o el presidente Truman… Hombres decentes, que creían que trabajar por un día merecía cobrar el sueldo de un día. Sin embargo, todos siguieron a pervertidos y comunistas sin darse cuenta de que ese rumbo llevaba a un precipicio… Hasta que fue demasiado tarde. No me digáis que no tenían elección. Ahora el mundo entero se encuentra al borde del caos, mirando hacia abajo, hacia un infierno sangriento, con todos esos liberales, intelectuales y charlatanes… Y así, de repente, a nadie se le ocurre nada que decir«.
A pesar de sustituir el olor de la Nostalgia por el olor del Millenium, ¿no veis la conexión? Treinta años y millones de muertos después, el mundo no ha cambiado. Paseo por la calle 42 y me encuentro rodeado de pechos de mujeres en todas las carteleras y todos los escaparates, cubriendo las aceras. Me han ofrecido amor sueco y amor francés… Pero nada de amor americano. El amor americano, como la Coca-Cola en botellas de cristal verde, ya ha dejado de fabricarse. Pero las bombas han vuelto a los silos y los dos bloques se han formado con la misma rapidez que antaño. Y entonces recuerdo. La sombra, el fantasma de Nueva York, el hombre bajo la capucha.
«A nadie le importa. A nadie le importa salvo a mí. ¿Tienen razón? ¿Es algo fútil? Pronto habrá una guerra. Millones arderán. Millones perecerán a causa de la enfermedad y la miseria. ¿Por qué una muerte importante frente a tantas? Porque existe el bien y existe el mal, y el mal debe ser castigado. No abandones tus principios, ni siquiera en presencia del apocalipsis. Pero hay tantos que merecen su justo castigo… Y hay tan poco tiempo«.
Rorschach escribió esto. Fue Rorschach -y no Walter Kovacs- el nombre de aquel que portaba la máscara. Rorschach. La sombra, el fantasma de Nueva York, el hombre bajo la capucha. Recorro las calles de esta civilización en busca de esa leyenda urbana: un hombre con gabardina, guantes cuidados, gorro ajado y una máscara fabricada con un látex especial que transformaba su diseño cada pocos segundos. Rorschach lo escribió hace treinta años, pero soy yo el que lo vuelve a releer ahora. Y entonces recuerdo. Pero no puedo concentrarme. Estoy demasiado cansado. No duermo desde el sábado… Volví andando a casa cruzándome con cubos de basura rebosantes de rumores sobre la guerra, sus factores determinantes, cadáveres, motivos… Esperando un destello de iluminación entre el caos.
En la esquina entre la 40 y la Séptima entro en un restaurante, pido café y me siento a ver si recibo el correo en mi buzón, en la acera de enfrente. Los peatones efectúan varios depósitos: envoltorios de caramelo, periódicos, un par de zapatillas ahogadas con sus propios cordones, con las lenguas colgando de forma horrible… Esta ciudad es un animal, es fiera y complicada. Para entenderla leo su basura, sus olores, el movimiento de sus parásitos… Me he quedado sentado viendo la papelera y Nueva York me ha abierto su corazón… Un momento, ¿esto no lo he vivido ya? Y entonces recuerdo. Recuerdo las palabras de Rorschach escritas con una caligrafía burda e ilegible en su diario de cuero rojo:
«Luego he ido a recoger mi cara del callejón. Delante del UTOPÍA, la policía ha arrestado a un joven colocado con KT28. Gritaba algo sobre el presidente Nixon. Algo de unas bombas. ¿Todos menos yo se vuelven locos? Sobre la calle 40, un elefante volaba. Más allá de él, invisibles, satélites espías. Bastaría con que afilaran un poco sus ojos de cristal para que todos estuviéramos muertos. Este mundo implacable: solo existe una reacción cuerda ante él«.
Guiado por una mano invisible voy buscando por cada callejón, rebuscando por cada baldosa, deslizándome por cada recoveco de la ciudad en busca de un imposible: la sombra, el fantasma de Nueva York, el hombre bajo la capucha. Y entonces recuerdo. Recuerdo el lugar exacto donde encontrar la pieza del rompecabezas que me falta. Para cuando encuentro el pequeño bloc de notas del Doctor Malcom Long llevo una semana despierto y me paso días leyendo el cuaderno de anillas donde el psiquiatra dejó anotado su encuentro con Rorschach. La sombra, el fantasma de Nueva York, el hombre bajo la capucha. Y entonces dejo de recordar y caigo rendido en el callejón.
De los apuntes del Dr. Malcolm Long, 25 de octubre de 1985:
La primera entrevista con Kovacs… Está todavía más perturbado de lo que había oído, aunque soy optimista. Un éxito con esto podría consolidar mi reputación. Es muy retraído, sin expresión alguna en su cara ni tonalidad alguna en su voz. Obtener una reacción suya cuesta a menudo. Desde el punto de vista físico resulta fascinantemente feo. Podría pasar horas mirándole… Pero él devuelve la mirada, y eso lo encuentro incómodo. Nunca parece parpadear. A pesar de todo, estoy convencido de poder ayudarle. No hay problema fuera del alcance de un buen psicoanalista. Y me han dicho que soy muy bueno. Se me da bien la gente. Sus reacciones ante los test de manchas de Rorschach resultaban sorprendentemente luminosas, positivas y saludables. De verdad pienso que podría estar mejorando. Ojalá no fuese tan intenso. Ojalá dejase de mirarme así. Su nombre completo es Walter Joseph Kovacs, nacido en 1940. Nombre de la madre: Sylvia Joanna Kovacs, antes Sylvia Glick. El nombre de su padre es desconocido.
Mide 1,68 y pesa 64 kilos. Para su edad, está en excelente forma física pese a las muchas magulladuras y heridas que sufre, casi todas causadas durante su arresto. La policía le dio una buena tunda. Durante la huelga policial del 77, se manifestó en numerosas ocasiones con proclamas incendiarias contra las autoridades, y ellos nunca lo han olvidado. A la poli no le cae bien; a los criminales, tampoco. A nadie le gusta. Nunca he conocido a alguien tan alienado. ¿Cómo pudo llegar a ser así? En 1951, atacó a un niño mayor que él y le dejó parcialmente ciego con un cigarrillo encendido. Tenía 10 años. Una vez investigada su vida familiar, le quitaron la custodia a su madre y pasó al cuidado de los servicios sociales. Lejos de ella, pareció mejorar. Tras destacar en el colegio, Kovacs creció para convertirse en un niño tan brillante como insólitamente callado. Incluso en 1956, cuando se le informó del brutal asesinato de su madre, limitó sus comentarios a una sola palabra: «Bien».
En mis sueños, Rorschach le contesta: «Sigue llamándome Walter. No me cae bien. Gordo. Rico. Cree saber lo que es el dolor. Le diré algo, doctor. Le hablaré de Rorschach. 1956. Tenía 16 años. Dejé el orfanato. Me convertí en un trabajador corriente de la industria textil. El trabajo era soportable, aunque poco gratificante. Tenía que ocuparme de prendas femeninas. 1962. Recibimos un pedido especial, un vestido hecho con un nuevo tejido alternativo creado por el Dr. Manhattan. Fluidos viscosos entre dos capas de látex, sensibles al calor y a la presión. La cliente era una joven de apellido italiano. Nunca vino a recoger su pedido. Decía que el vestido le parecía feo. Se equivocaba. No era feo en absoluto. Blanco y negro. En movimiento. Formas cambiantes… Pero sin mezclarse. Nada de gris. Muy, muy hermoso. Nadie lo quería. Era para mí. Aprendí a cortarlo con herramientas precalentadas para que el látex volviera a sellarse. Cuando lo había recortado lo suficiente, ya no parecía una mujer. No tardé en aburrirme. El tejido era inútil. Lo dejé en un baúl. Me olvidé de él. Pasaron dos años. Marzo de 1964. Me detuve en un quiosco de camino al trabajo, compré el periódico. Allí estaba ella. Primera plana. La mujer que había encargado el vestido especial. Kitty Genovese. Violada. Torturada. Asesinada. Aquí en Nueva York. Frente al edificio de apartamentos donde vivía. Casi 40 vecinos oyeron sus gritos. Nadie hizo nada. Nadie llamó a la policía. Algunos incluso se quedaron mirando. ¿Usted lo entiende? Algunos incluso se quedaron mirando. Entonces supe lo que era la gente, más allá de todas las evasiones, de todos los autoengaños. Avergonzado de ser humano, volví a casa. Recuperé los despojos del vestido que ella no había querido… Y me hice una cara que pudiera soportar ver en el espejo».
De los apuntes del Dr. Malcolm Long, 26 de octubre de 1985:
Por supuesto, lo que tenemos aquí es un clásico caso de agresividad desviada. Kovacs odiaba a su madre. Después de su muerte, necesitaba algo contra lo que descargar su rabia, y por eso eligió a la comunidad criminal. Resulta obvio que esa insustancial historia de Kitty Genovese solo está ahí para justificar su comportamiento ante sí mismo. Es perfectamente sencillo, caso resuelto. «Ya lo descubrirá». Me pregunto qué quería decir… Luego. El alcaide me acaba de llamar. Al parecer, Kovacs ha estado implicado hoy en un incidente, poco después de verme. Ha tenido lugar en el comedor… Los guardas intervinieron, enviaron a Kovacs a una celda de aislamiento y al otro hombre a la enfermería de la cárcel. Según el alcaide, sus quemaduras eran horribles. Aceite de cocina hirviendo… No me gusta pensar en ello. Mientras le arrastraban lejos de allí, Rorschach se dirigió a los demás presos. Dijo: «Ninguno de vosotros lo entiende. Yo no estoy encerrado aquí con vosotros. Vosotros estáis encerrados aquí conmigo». Mi optimismo inicial era obviamente infundado. Él está empeorando. Igual que yo. He leído lo que acabo de escribir. Seis líneas por encima de esta debería decir «Kovacs se dirigió a los presos». Kovacs. No Rorschach. «Vosotros estáis encerrados aquí conmigo», dijo. Tiene razón. Toda la razón.
La voz oscura, dura y quejumbrosa de Rorschach me susurra al oído en mi estado de trance, tumbado en el callejón, con la espalda pegada a la pared desgastada y una pintada reflejada en el charco que titila delante de mis ojos: «¿Quién vigila a los vigilantes?». Y entonces recuerdo su voz: «No sea estúpido. Entonces aún no era Rorschach. Entonces solo era Kovacs. Kovacs fingiendo ser Rorschach. Ser Rorschach exige cierto tipo de perspectiva. Por aquel entonces, solo creía ser Rorschach. Muy ingenuo. Muy joven. Muy blando. Blando con la escoria. Demasiado joven para saberlo. Les trataba con indulgencia. Les dejaba vivir. Como decía…blando. No era consciente de lo que nos jugábamos entonces con esto. Todos nosotros… Mis amigos; yo…todos éramos blandos. Kovacs tenía amigos. Otros hombres disfrazados. Kovacs no era más que eso: un hombre disfrazado. No era Rorschach. No era Rorschach ni por asomo. En 1965, trabajaba con Búho Nocturno para controlar las bandas callejeras. Nos ocupamos del Gran Figura juntos. Detuvimos a Underboss juntos. Buen equipo. Hasta que se volvió blando como los demás. Hasta que se rindió. No tenían aguante. Ninguno. Excepto El Comediante. Le conocí en 1966. Una personalidad arrolladora. No le importaba lo que la gente pensara de él. Nunca cedía. Yo admiraba eso. De todos nosotros, él era el que mejor lo entendía todo. El mundo. La gente. La sociedad y lo que le ocurre. Cosas que todos saben en sus entrañas. Cosas que todos están demasiado asustados para afrontar, o son demasiado educados para tener como temas de conversación. Él lo entendía. Entendía la capacidad del hombre para el horror y nunca se rindió. Vio el oscuro bajo vientre del mundo y nunca desistió. Una vez un hombre ha visto eso, jamás puede darle la espalda. Jamás puede fingir que no existe. No importa quién le ordene que mire hacia el otro lado. No hacemos esto porque esté permitido. Lo hacemos porque tenemos que hacerlo. Lo hacemos porque es nuestra obligación».
De los apuntes del Dr. Malcolm Long, 27 de octubre de 1985:
Hoy sus últimas palabras han sido: «Lo hacemos porque es nuestra obligación». Sin embargo, nunca dice qué es lo que le obliga a hacerlo. No es su infancia, ni su madre, ni Kitty Genovese. Esas cosas le hicieron reaccionar de forma desproporcionada ante las injusticias del mundo. No son lo que le hizo ir más allá del límite. No son lo que le convirtió en Rorschach. Es como si su continuo contacto con los elementos más tétricos de la sociedad le hubiera convertido en algo más tétrico aún, en algo incluso peor. Ojalá pudiera convencerle de que la vida no es así. De que el mundo no es así. Estoy seguro de que no lo es. Al volver a casa he comprado un ejemplar de la «Gazette», e incluía un pequeño artículo sobre Kovacs que el quiosquero destacaba con entusiasmo. Supongo que lo hace con todo el mundo. Al parecer, Kovacs era un habitual de su quiosco. La coincidencia es trivial, pero inquietante. También lo era la primera plana. Los tanques rusos han entrado en Pakistán. En la Séptima Avenida, alguien había dibujado unas siluetas con aerosol en la pared. Me recordaba a las personas desintegradas en Hiroshima, que solo dejaron tras de sí sus sombras indelebles.
En un instante de lucidez, obligo a mis ojos a adaptarse a la oscuridad del callejón y veo delante de mí una mirada furiosa que me observa desde detrás de un enorme cartel que reza: «El fin está cerca». Su pelo de color pelirrojo se agita nervioso, mientras aprieta los puños y se encoge dentro de su larga gabardina beige. La sombra, el fantasma de Nueva York, el hombre bajo la capucha. Entonces, Rorschach me habla y me lo cuenta todo: «1975. Un caso de secuestro. No creo que lo recuerde. Blaire Roche. Tenía seis años. Los secuestradores creían que estaba relacionada con esos ricos empresarios de la industria química, los Roche. Estúpido error. Su padre era chófer de autobús. No tenían dinero. Los días pasaban. No se sabía nada de los secuestradores. Yo pensaba en la niña, víctima de maltratos, asustada. No me gustaba. Motivos personales. Decidí intervenir. Prometí a sus padres que se la devolvería ilesa. Visité bares de delincuentes y empecé a hacer daño a la gente. Metí a 14 en el hospital sin necesidad. El número 15 me dio una dirección. Una sastrería abandonada en Brooklyn. Un mal barrio. Apestaba a paredes húmedas y colchones manchados. Llegué allí al atardecer. No había luces en el edificio. Algo hacía ruido en el vertedero que era el patio de atrás. Perros amaestrados. Dos pastores alemanes. Luchaban por un trozo de hueso. No parecían interesarse por mí. De todas formas, decidí no usar la entrada trasera. Entré por la puerta principal, como un visitante respetable. La fuerza del impacto me recorrió todo el brazo. Un chorro templado me empapó el pecho, como un grifo de agua caliente. Fue Kovacs quien dijo ‘Madre’ entonces, un balbuceo bajo el látex. Fue Kovacs quien cerró los ojos. Fue Rorschach quien los abrió. Según mi informador, el hombre que se había instalado allí se llamaba Gerald Grice. Estaba fuera bebiendo cuando entré. Volvió a la sastrería a las 22:45. Ya había oscurecido. Del todo. Me quedé en la calle. Observé cómo ardía todo. Imaginé torsos sin extremidades en el interior, pechos ennegreciéndose, vientres humeantes ardiendo en llamas uno por uno. Observé durante una hora. Nadie salió. Me quedé ante la luz del fuego, abrasándome. La mancha de sangre que había en mi pecho era como el mapa de un nuevo y violento continente. Me sentí purificado. Sentí que un planeta oscuro giraba a mis pies y supe lo que saben los gatos y les hace gritar como bebés de noche. Miré al cielo a través del humo, denso por la grasa humana que contenía, y Dios no estaba allí. Esa oscuridad fría y asfixiante se perpetúa para siempre, y estamos a solas. Vivimos nuestras vidas porque no tenemos nada mejor que hacer. Nos inventamos una razón después. Nacemos del olvido; tenemos hijos, tan condenados al infierno como nosotros; volvemos al olvido. No hay nada más. La existencia es azar. No tiene ningún patrón, salvo el que imaginamos al haber pasado demasiado tiempo mirándola. Ningún significado, salvo el que elegimos imponerle. Este mundo implacable no es algo a lo que hayan dado forma vagas fuerzas metafísicas. No es Dios el que mata a los niños. No es el destino el que los descuartiza, ni los hados los que se los echan de comer a los perros. Somos nosotros. Solo nosotros. Las calles apestaban a fuego. El vacio respiraba con fuerza en mi corazón, convertía en hielo sus ilusiones, las hacía añicos. Entonces renací, era alguien libre de trazar su propio diseño sobre este mundo vacío de moral. Era Rorschach«.
Y entonces recuerdo. Recuerdo aquella frase Friedrich Wilhelm Nietzsche: «No luches contra monstruos, a no ser que te conviertas en monstruo, y si miras al abismo, el abismo devuelve la mirada». Rorschach me tiende la mano para ayudarme a levantar del suelo y, mirándome a los ojos, grita: «¡Devuélveme mi cara!». Me llevo las manos al rostro y noto el húmedo tacto del látex mojado. Al quitármelo, observo brevemente las figuras cambiantes, antes de que Walter Kovacs deje atrás su disfraz y se convierta en su verdadero yo. Rorschach. La sombra, el fantasma de Nueva York, el hombre bajo la capucha. Y entonces recuerda. Recuerda un chiste y me lo cuenta, con la voz difuminada detrás de la máscara: «Una vez oí un chiste. Un hombre va al médico. Dice que está deprimido. Dice que la vida le parece implacable y cruel. Dice que se siente solo en un mundo amenazante, donde lo que le aguarda es vago y confuso. El médico dice: ‘El tratamiento es sencillo. Esta noche tenemos un gran payaso en la ciudad, Pagliacci. Vaya a verle. Eso le animará’. El hombre rompe a llorar. Dice: ‘Pero, doctor… Yo soy Pagliacci’. Buen chiste. Todo el mundo ríe. Redoble de tambores. Telón». Aunque tengo la cabeza a punto de estallar, le pregunto a la sombra, al fantasma de Nueva York, al hombre bajo la capucha, qué debo hacer. «Nunca, nunca rendirse», añade mientras abandona el callejón. «Pobre Pagliacci», pienso.
Para cuando levanto la vista del cómic, el quiosco está a punto de cerrar y el anciano quiosquero que se hizo con el negocio en 1985, después del holocausto extraterrestre, me pregunta que cuándo pienso pagar ese tebeo. Y le contesto: «¡Eh, tío, no pienso comprar esto! ¡Este sacacuartos de historia no termina aquí! ¿No tendrás memeces de piratas, tío?». El anciano sonríe y detrás de su sonrisa alcanzo a leer el cartel «Instituto de Estudios Extraespaciales». Y yo soñando con piratas. Y entonces recuerdo. Recuerdo el título de aquel legendario cómic: «Relatos del Buque Negro», de Max Shea y Joe Orlando. La sombra, el fantasma del océano, el hombre bajo la locura. «Pobre Pagliacci», pienso. Todo el mundo ríe. Redoble de tambores. Telón.