Viajes sin maleta

Ana Baquerizo//

Nayat, Lass y Abdellah salieron de África siendo unos niños para buscarse un futuro en España. Recorrieron solos el camino, escasos de equipaje, pero cargados de sueños.

Promete la sura del alba –el capítulo 113 del Corán– que Alá, el compasivo, refugia a sus fieles del mal de la noche cuando se hace oscura. Son palabras que confortan a los creyentes, especialmente a los que se enfrentan directamente con un destino que está por escribir. Dejan en manos de su dios esa tremenda responsabilidad que es urdir una vida desde el principio, dejando atrás todo lo anterior.

A esta religiosidad se ha aferrado Abdellah Boudraa (Tánger, 1993) –no en vano, su nombre significa «siervo de Dios»– desde que tiene uso de razón. Así lo aprendió en Marruecos, junto a sus doce hermanos, todos de la misma madre y el mismo padre. Por eso, cuando salió de los bajos del camión donde se escondía para entrar en España y pisó suelo algecireño, rezó: “Sabía que me había jugado la vida, había observado a mucha gente metiéndose en los camiones y vi a gente morir así, pero yo me sentía preparado”. Tenía 14 años y era su segundo intento. Se encontró en medio de una noche cerrada de invierno, como a las que alude el Corán, aliviada por un Cola-Cao caliente que le ofreció un policía local. «Cuando me preguntaron en comisaría, no entendía nada. Solo sabía decir ‘hola’, ‘gracias’ y ‘soy del 93’, que es lo más importante para que no te devuelvan a Marruecos», confiesa Abdellah.

Por primera vez su edad iba a significar más derechos. Antes que polizón, este apuesto joven de amplia sonrisa y de aspecto cuidado era vendedor ambulante de chicles durante los veranos para pagarse la ropa y los libros del colegio. Entonces, tuvo que espabilarse: «la policía te pega, hay que escapar y, a veces, saber llegar a un acuerdo». El trabajo infantil –más de 90.000 niños menores de 15 años trabajan, según el Alto Comisariado de Planificación marroquí– y los bajos salarios –el equivalente a un euro por hora trabajada (12,24 dirhams)– conforman una realidad paralela en este enclave de aguas turquesa, palmeras y blancas casitas dispuestas desordenadamente que es Tánger. El mismo lugar que enamoró a Delacroix hace más de un siglo y que, hace seis años, fue testigo de las lágrimas de Habiba, la madre de Abdellah, cuando este tardó tres días en llamar a casa para decir que había pasado el Estrecho y se encontraba bien.

Y mil kilómetros en dirección sur -la misma distancia que separa Cádiz de Andorra o Nueva York de Orlando- suponen, esta vez, la separación de dos mundos. La vegetación ha desaparecido; el turismo, también. Las caravanas de camiones cisterna y remolques con ayuda humanitaria se suceden, levantando nubes de denso polvo arenoso que molesta a los ojos.

Son los campamentos de refugiados del Sáhara, los que vieron nacer a Nayat Adahi (Auserd, 1998). Acertadamente, Sáhara significa desierto. Pero este mar de dunas, situado en jurisdicción argelina, es mucho más que eso. Lo llaman hamada, el desierto dentro del desierto: la nada. En la lengua árabe, cuando alguien te desea lo peor te manda a la hamada porque allí se alcanzan hasta 55ºC. De este infierno salió Nayat hace dos años para estudiar en Zaragoza, con una familia de acogida. Se trata del programa Madrassa –es decir, escuela– que trae a los niños saharauis para que cursen sus estudios en Aragón, con familias de acogida. «Desarrollamos un proyecto de cooperación desde 2009 sobre la base de un convenio firmado con el Ministerio de Educación Saharaui. El objetivo es que los chicos adquieran una formación mejor que la que tienen en los campamentos, donde las condiciones son muy precarias y alcanzan un nivel muy bajo», explica Lorenzo Barón, presidente de la asociación Estudios en paz, coordinadora del proyecto.

Nayat vino con 14 años, hace dos cursos, y tuvo que enfrentarse a nuevas realidades: «aunque no llevo mucho tiempo, me noto que he cambiado. Claro, al principio no entendía casi nada de lo que decían en clase y ahora voy mejor, estoy más contenta, voy conociendo a más gente», declara tímidamente.

Esta adolescente de mirada serena y melena deslumbrante prefiere reservar la melfa –velo típico saharaui que envuelve el cabello y el cuerpo de la mujer– para sus veranos en el desierto. Si bien ella sigue, acérrima, con sus cinco oraciones al día y otras costumbres musulmanas, es un miembro más de la familia Ramiro Trigo, que convirtió el comedor de su casa en la habitación de su nueva hija.

El vínculo es estrecho, sobre todo con su hermana Marina, aunque con su otro hermano, Sergio, se ríe más. «Sabemos lo que estamos haciendo por ella, con mucho esfuerzo, para que saque los estudios porque el nivel que traen es muy bajo. Es una experiencia muy gratificante y positiva, aunque tampoco es muy fácil», admite Teresa Trigo, que decidió ser madre de acogida tras visitar los campamentos de refugiados en el año 2010.

«Mi madre del Sáhara sabe que ahí no tenemos futuro y me apoyó para venir a España. Tuvo que convencer a mi padre. A él le costó más por motivos religiosos y porque soy la única chica entre sus hijos. El problema es que tuve que esperar dos años en los campamentos, sin saber si podría conseguir los papeles para venir y allí los días son muy largos, no hay nada que hacer», asegura Nayat.

Lass Bangoura durante un partido de Liga Foto: zimbio.com
Lass Bangoura durante un partido de Liga.

La llegada de Lass Bangoura (Conakry, 1992) fue bastante más rápida que la de Nayat y mucho más cómoda que la de Abdellah. Sin haber hecho planes para salir de su Guinea natal, una llamada de teléfono le cambió la vida: el Rayo Vallecano quería hacerle una prueba para su posible fichaje. «Pensé, ‘¿a mí? Bueno, voy a ir a probar suerte'», recuerda el futbolista. Lass había nacido con el fútbol en el ADN: al tiempo que dio sus primeros pasos, dio también sus primeros pases. Finalmente, su desparpajo y rapidez conquistaron a los cazatalentos españoles y se instaló en Madrid con 17 años.

Paradójicamente, poco antes había estado a punto de dejar el fútbol. «Mi padre tuvo un accidente y murió. Mi madre trabajaba recogiendo el pescado que traían del puerto pero la echaron, así que tuve que ponerme a trabajar para ayudar y, a veces, no iba a entrenarme», revela Lass. Convertirse en futbolista supuso una ruptura con su anterior vida, protagonizada por la escasez.

Ahora, cinco años después, juega en primera división, tiene la nacionalidad española y se pasea en Porsche por la madrileña villa de Vallecas, zona de mayoría obrera. Sin embargo, al principio, tuvo que tomarse un tiempo para asimilarlo todo. Especialmente, para acostumbrarse a la quietud de un piso para él solo, alejado del bullicio de sus quince hermanos, hijos de las tres viudas de su padre. Para acostumbrarse a una dieta más variada que el plato diario de arroz con pescado, típicamente guineano. Para acostumbrarse a ver cientos de camisetas del Rayo Vallecano en Conakry y a que la gente, sin electricidad en sus casas, se las arreglase para juntarse a verlo jugar cada domingo.

-¿Qué ha significado este cambio?

-Un sueño, porque cuando estaba en mi país no quería estudiar, yo solo quería jugar al fútbol… era mi sueño. Tanto que hasta dormía abrazado al balón.

Según las estadísticas de la FIFA, solo uno de cada 20 jóvenes africanos fichados en sus países de origen consigue consagrarse como jugador profesional. Actualmente, en los equipos de la primera división española juegan una treintena de africanos.

La Guardia Civil, solo en los tres primeros meses de 2014, interceptó a más de 350 menores magrebíes que viajaban como polizones bajo camiones y turismos.

Este curso escolar, ha habido 24 niños y jóvenes refugiados saharauis conviviendo con familias aragonesas gracias al proyecto Madrassa: tres en primaria, 16 en Educación Secundaria Obligatoria, dos en Bachillerato, dos en Formación Profesional y uno en la Universidad.

Distintas cifras que se convierten en historias como las de Abdellah, Lass y Nayat. Para ellos, es la vida real. Y, cada uno a su manera, ha encontrado una oportunidad de prosperar lejos de casa, en el primer mundo. Una dicha que, sin embargo, trae consigo un precio que pagar: la ruptura con el mundo hasta entonces conocido a una edad quizás demasiado prematura.

«Son importantes los vínculos afectivos que crean estos jóvenes con las personas que encuentran en España para cubrir tanto sus necesidades afectivas como las de pertenencia al grupo. Necesitan referentes que les guíen y acompañen en el duro proceso de la adaptación a una nueva cultura, con sus costumbres y creencias que, en muchas ocasiones, son muy diferentes a las suyas», afirma Clara Aladrén, psicóloga educativa.

Abdellah Boudraa. Foto: A.B
Abdellah Boudraa. Imagen: Ana Baquerizo

Un apoyo que Lass encontró en su representante y Nayat, en su familia de acogida. A Abdellah, en cambio, no le esperaba nadie. En un año, pasó por tres centros de menores. Del primero, en Algeciras, se escapó porque estaba demasiado cerca de Marruecos y tenía miedo de ser repatriado. Del segundo, en Bilbao, salió tras pedir un traslado: «había oído que en el País Vasco hay buenos centros para los menores, pero yo llegué a uno que había mucha gente y dormíamos en el suelo porque no cabíamos todos». Entonces, llegó a Zaragoza donde, después de dos meses, pasó a un piso tutelado del Gobierno de Aragón en el que estuvo tres años, hasta la mayoría de edad, junto con otros siete compañeros. Todavía hoy, tres años después, guarda cariñosamente un álbum con fotos de ellos.

«Ha sido un alumno que se ha dejado aconsejar, que siempre ha tenido muy buena actitud. Y ha sabido aprovechar y disfrutar de todas las posibilidades que se le han dado», recalca Mari Fe García, su profesora en el módulo de garantía social en Jardinería.

Aunque no todo ha sido siempre positivo: hace poco más de un año, su gran amigo Mohamed que, como él, vino desde Marruecos como polizón se suicidó. «Fue la desgracia más grande y el dolor que tengo es porque era tan joven y por la forma en que pasó… era el chico mejor que había conocido aquí», admite Abdellah con tristeza.

Nayat también se ha apoyado mucho en sus compatriotas. «Este es un mundo totalmente diferente para los saharauis, le costó al principio y es normal. Yo le decía que es fácil adaptarte si lo intentas, aunque hay cosas que tienes que dejar solo para el Sáhara pero es una oportunidad que no la tiene cualquiera, tenemos mucha suerte», afirma Raguía Chej, amiga de Nayat, que lleva cuatro años estudiando en Zaragoza.

Para Lass, Alfredo Fernández es su mejor amigo, su representante y hasta su confidente. Siempre le acompaña, risueño. Parece un tipo afable que, por lo menos, le dobla la edad y tiene constantes gestos cómplices con él: «Soy como un padre, lo cuido porque está aquí solo y le recuerdo que tiene que cuidar el dinero, no derrocharlo porque la carrera futbolística es corta. Pero es un chico muy normal, que nunca niega una foto ni un autógrafo».

Así lo confirman los aficionados como Jorge Moreno –incondicional del Rayo, jubilado, que cada mañana acude al entrenamiento– «me parece que tiene talento y se esfuerza, aunque alguna vez tenga altibajos, la afición lo queremos mucho». Jorge siempre lo ve desayunar en el bar de la ciudad deportiva: el bar que regenta Rafa. «Es el jugador con el que más trato tengo, viene hasta algunos días que no se entrenan. Toma su café con leche, un zumo pequeño de naranja natural y su tostada con mantequilla», confirma Rafa. Y, como siempre al terminar, da gracias a Alá.

De entre sus extensas familias, solo él puede hacer un desayuno así. Solo Nayat puede aspirar a tener una formación académica y solo Abdellah ha conseguido cierta calidad de vida. ¿Qué explicación encuentran ellos? Creen en el destino, in sha Allah (lo que Dios quiera). Sin embargo, no puede ser algo tan simple ya que, suscribiendo las palabras del escritor italiano Giovanni Papini, el destino nunca reina sin la complicidad secreta del instinto y la voluntad.

Autora:

Ana Baquerizo foto Ana Baquerizo nombre

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Ciudadana del mundo, rebelde con -y por- muchas causas, fan de las historias de la gente corriente. Hace quince años, de mayor quería ser periodista. Ahora, además, soy activista por los derechos humanos y apasionada por los países del sur, aunque vivo en Londres.

 

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