Vieja pasión embotellada

Lucía Hernández//

Hace 134 años un emigrante catalán fundó Bodegas Fábregas, el primer negocio viticultor de la historia del Somontano, aunque la familia Lalanne, con la que comparten parentesco y que trasladó su bodega de Burdeos a Barbastro en 1894, lo niegue. “Digan lo que digan, nosotros somos la primera”, reitera, sin mala uva, su gerente actual, Gonzalo. Generación tras generación, los Fábregas han dirigido el negocio familiar demostrando que por sus venas el único líquido granate que corre es el vino.  En él, conjugan lo más más especial de su larga experiencia con lo mejor de la modernidad, en un intento por certificar que todavía hoy, en los albores del siglo XXI, hay hueco de sobra para la tradición. Aunque ese hueco sea una delicada botella.  

Fábregas Pages vivía en un trayecto. Ese era su lugar: el mar. A bordo de su barco navegaba con frecuencia desde su tierra Masnou, al norte de Barcelona, hacia Cuba; cuando el país centroamericano, todavía colonizado por el imperio español, posibilitaba a quince años del desastre colonial cuantiosos intercambios comerciales. Como capitán de galeras, su supervivencia se supeditaba a los designios de los elementos: las marejadas y las tormentas eran el día a día de unas travesías de las que se conocía su inicio, pero no su final. Su vuelta al hogar, en el que aguardaba —preocupada— su esposa, nunca estuvo garantizada. Sin embargo, un día de 1883, la mujer de Fábregas Pages dejó de esperar el regreso de su marido; había fallecido. Cuando el capitán, tras un largo viaje, abrió la puerta de su casa y se encontró la evidencia, tomó una decisión radical, que determinaría el porvenir laboral de sus futuros descendientes. Era el momento de cambiar de rumbo.

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Collage de Fábregas Pages de joven y su segunda mujer de mayor

Con la intención de evitar que su vida personal se fuera a pique, oteó el horizonte y, a babor, encontró la respuesta: Aragón. Sin una hoja de ruta definida, amarró en su comunidad vecina, consciente de que ahí, donde iba a empezar de nuevo, también tendría que navegar a barlovento. Aunque sabía que era un trasnochado reserva, un viejo lobo de mar, su fortaleza y su anhelo por capear el temporal en el que se había convertido su existencia tras la pérdida de su mujer bastaron para emigrar y establecer un nuevo proyecto en las tierras que había adquirido, donde el buqué del vino le sedujo como en su pasado lo hiciera el aroma salado de la mar. También quedó prendado de su segunda mujer, con la que se casó en segundas nupcias. Asentada su familia en el corazón del Somontano, el antiguo capitán pasó de transitar por el agua a explotar la tierra, consciente de que los terrenos que poseía, situados al pie de la montaña, eran de tal riqueza que debían ser aprovechados. No obstante, lo que provocó que Fábregas Pages se decantara por el cultivo de la vid fue la oportunidad de mercado que se presentó en su país cuando la filoxera, un insecto que penetró en Europa por Reino Unido, infectó a finales del siglo XX la mayoría de los campos franceses, que perdieron su cosecha propia.

Entonces, a mediados de la década de los 80, La Rioja, que atesoraba una gran producción local, recurrió a la buena comunicación que mantenía con el país francés por medio del puerto de Bilbao para exportar sus productos vitícolas. La plaga no tardó en llegar a España. No obstante, para cuando la filoxera había matado una pequeña parte de los viñedos del norte, los franceses ya habían hallado la solución: los injertos de vid americana en la parte subterránea de la planta dejaban fuera de combate al parásito. Debido al éxito de este nuevo negocio, estalló un boom que arruinó a casi todas aquellas familias que lo apostaron todo al cultivo del vino. Pero el novato Fábregas Pages sobrevivió a esa primera crisis de la vid, como antes había sobrevivido a la que sufrió cuando perdió a su primera mujer.

La Segunda Generación

Con su entrega, Bodegas Fábregas despegó viento en popa a toda vela, hasta que el fallecimiento de su fundador amenazó con hundirla alrededor de 1910. Sin embargo, el tesón que tanto lo había caracterizado marcó una profunda impronta en su heredero, que asumió el control del negocio en la mejor coyuntura posible. A principios del siglo XX, los habitantes de los Pirineos se prodigaban por el Somontano en busca de lo que ellos llamaban el “espíritu”, la única bebida que sabían a ciencia cierta que era potable, ya que el agua, que no se sometía ni mucho menos a los controles de calidad actuales, solía transmitir muchas enfermedades. El vino, en alza, se convirtió en el antidepresivo de aquella época, en la que no existían ni antibióticos ni medicamentos que pudieran paliar los daños que infligían las largas jornadas de trabajo.

El heredero

Con el tiempo, estas condiciones precarias motivaron la despoblación de las zonas rurales, cuyos habitantes se mudaron a las ciudades desarrolladas, en las que encontraron industrias, hospitales, agua potable… Además, durante la Guerra Civil, los pueblos quedaron diezmados. El segundo Fábregas fue una de las víctimas de la contienda, lo que convirtió a José María, su hijo mayor, en el único sucesor de la bodega. Acabada la contienda, el joven de 18 años tuvo que abandonar los estudios de bachiller en los Jesuitas de Zaragoza para poder dirigir el negocio. Los tiempos fueron muy duros y el nuevo responsable de Bodegas Fábregas solo contaba con su denuedo y con su bicicleta, en la que recorría la comarca para repartir vino.

Durante los años sucesivos, el éxodo rural siguió en aumento. Las bodegas del Somontano fueron perdiendo poco a poco a sus clientes naturales y algunas se vieron obligadas a cerrar. Ante esta situación crítica, el Gobierno de Aragón intervino, a lo largo de la década de los 70, en la creación de la empresa Viñas del Vero, con la que investigó nuevas variedades de uva. Acostumbrados a las tradicionales, la garnacha tinta, la garnacha blanca, morastel, parraleta y el alcañón, los viticultores empezaron a cosechar otras de origen francés, como cabernet-suvignon, merlot y chardonnay. Esta novedad relanzó el comercio vinícola del Somontano, que consiguió la Denominación de Origen en 1984. En el primer consejo Regulador que se creó para su constitución, Bodegas Fábregas también estuvo presente. La mezcolanza de uvas francesas con otras aragonesas se erigió como el signo de identidad de la producción viticultora del lugar, que adquirió la reputación que antes solo habían acumulado las bodegas de La Rioja.

Pero no todas las empresas supieron adaptarse a los cambios que exigían los nuevos tiempos. El mayor desafío —transformar la mentalidad de los consumidores— demandaba una innovación que traspasaba lo material y se instalaba en el terreno de lo cognitivo y lo sensorial. El vino ya no podía ser elaborado —ni vendido— como una humilde bebida, sino que ahora, bajo la sombra alargada de la Denominación de Origen, debía considerarse como una obra de arte que se pudiera disfrutar en cada sorbo, como una bebida capaz de renacer en cada saboreador. Eso significaba el tránsito de la simpleza al placer, un paso difícil de concretar pero que aseguraría la supervivencia del sector viticultor en la zona.

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El Tinto Morastel, impulsado por José María Fábregas

La cuarta Generación

En el caso de la bodega fundada por Fábregas Pages fue su nieto quien inició la evolución, impulsando la venta de uno de sus productos estrella, el Tinto Morastel, pero fue su bisnieta, Flor Fábregas, la que materializó la revolución. La mayor de cinco hermanos heredó la manija del proyecto familiar en el contexto más decisivo: renovarse o morir. Aunque el futuro no se preveía muy esperanzador, Flor, junto con sus hermanos José y Pedro, decidió arriesgarse para honrar y otorgar sentido a todos los esfuerzos que su padre había invertido en la que fue su obsesión desde que la heredara. La primera medida que emprendió Flor fue la de reformar la bodega que José María había trasladado a su actual ubicación, a las afueras de Barbastro donde se encontraba la antigua alcoholera del pueblo, tras aceptar que el lugar en el que habían elaborado vino las tres generaciones de Fábregas anteriores ya no era suficiente. La aragonesa acabó la tarea que le había encomendado su padre, remodelando por completo el edificio y llenándolo de nueva maquinaria capaz de elevar la calidad y cantidad de la producción. La abundante inversión que supuso esta restauración no frenó a Flor, quien continuó implementando avances como la nueva comercialización, en botella, del vino, que hasta entonces se vendía a granel.

Sin embargo, los inconvenientes a los que se enfrentó la barbastrense no fueron solo económicos, también la ideología se inmiscuyó en su camino. En un mundo dominado por hombres, Flor, impulsada por una fuerza que procedía directamente del suelo, de sus viñas, se impuso ignorando la retórica machista que impregnaba el sector y que se sustentaba sobre viejas leyendas, como la que afirmaba que las mujeres, con sus hormonas, impedían la correcta fermentación de los caldos. Las miradas extrañadas y los prejuicios no evitaron que la gerente hiciera de su responsabilidad el gran negocio que es, cuya dirección, después de la jubilación de Flor, recae sobre su hijo, Gonzalo.

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La quinta generación

Pese a sus 32 años, el joven se molesta día tras día en conjugar la modernidad actual con la tradición inherente a la historia familiar, aunque confiesa que muchas circunstancias ya no son las de antes. La primera: la fecha de la vendimia. Hace 50 años, la recolección se iniciaba siempre el 13 de octubre con la resaca del Día del Pilar. “El 12 era sagrado”, advierte. Sin embargo, en la actualidad, el clima y la maduración de las uvas francesas han modificado los plazos. “Hoy, los viticultores comienzan a vendimiar a principios de agosto y concluyen a mediados de octubre”, apunta.

Como hacía su abuelo, Gonzalo transporta las uvas recogidas en los viñedos a la tolva de recepción, en la que se regula la dosis de vid que entra a la bodega. No obstante, el primero recolectaba su cosecha manualmente, gracias al trabajo de numerosos obreros que podaban con sus manos los racimos, mientras que el segundo dispone de un único operario que recauda el producto en espaldera a través de las máquinas vendimiadoras, que, dado que permiten trabajar incluso de noche, a gran velocidad, recogen hasta 800 y 1000 kilos al día.

Por otro lado, la fermentación de la uva, que se produce después de su paso por la prensa para separar lo sólido de lo líquido, tampoco es igual. En la antigüedad, los viticultores aragoneses se encomendaban al poder de la Virgen del Pilar con la intención de que los caldos se mantuvieran a una baja temperatura, necesaria para que parte del alcohol derive en aromas y azúcares. Aunque ofrecían a la Virgen una pequeña ayudita, colocando las uvas en las zonas más gélidas de sus locales, que en el Somontano se tildan de lagares —excavaciones subterráneas que todavía siguen empleando en Bodegas Fábregas, pero con otros fines de almacenamiento—.

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Lagares de la bodega

Actualmente, esa fermentación se produce en unos depósitos suministrados de camisas de frío, que conservan la baja temperatura y generan CO2, lo que provoca que la mezcla se divida en distintas fases en función de la densidad de los componentes: la parte superior comprende las pieles, lo más ligero; en la intermedia reposa el líquido, el mosto que se está transformando en vino; y en la parte inferior, lo más pesado, las pepitas.

Una vez vaciado el depósito, lo que se extrae, por un lado, es el caldo —el vino flor— y, por otro, lo sólido, compuesto por las pieles y las pepitas. A continuación, dependiendo del vino que el enólogo esté decidido a crear —y de su inspiración—, se pueden combinar esa base sólida y el líquido en la prensa, para dar a luz un vino más recio. Es un trabajo de intuición y de gusto, en el que los sentidos desempeñan un papel muy importante. Si el objetivo es elaborar un tinto más viejo, los polifenoles propios de esa capa sólida resultarán imprescindibles. En cambio, si lo que se desea materializar es un vino joven, el caldo debe ser el único ingrediente. Aun con todo, Gonzalo, como enólogo, lo tiene claro: a pesar de que su trabajo en la cata es decisivo, el producto final depende de la añada y del cielo. La naturaleza es, ante todo, la que se impone.

El carácter del tinto demanda una segunda fermentación, maloláctica, que debe efectuarse en un entorno tranquilo y sigiloso. Porque el vino es como las personas: se agria con el alboroto y se relaja en el silencio. Bodegas Fábregas, en honor a su tradición familiar, y para no desaprovechar espacio, la realiza en los lagares que instaló el abuelo José María, en los que, en la tranquilidad de las barricas, las bacterias lácticas transforman el ácido málico en láctico, lo que le brinda un sabor más agraz, más cremoso, que a Gonzalo le evoca al de las manzanas verdes. En este proceso, asimismo, se reduce la acidez y se logra la estabilidad microbiótica.

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En su intento por compaginar la tradición con la modernidad, Gonzalo todavía recurre a viejos métodos de su abuelo, como las barricas de 500 litros, conocidas en los tiempos de José María como bocoyes. Junto a estas, Bodegas Fábregas emplea los toneles de extensión estándar, henchidos sobre todo de variedades de uvas de Burdeos que, por su cantidad intrínseca de tanino, maduran mejor en pequeños espacios. En cuanto a las barricas, el tamaño sí que importa, dado que la relación entre la superficie y el contenido genera determinados tipos de sabor. Sin embargo, no solo el área de los barriles modifica los matices de su contenido; también el fuego con el que se quema su interior en su construcción le proporciona ciertas reminiscencias a madera, fundamentales, según Gonzalo, para despertar el recuerdo a naturaleza que él demanda a todos sus vinos.

El último Fábregas en dirigir la bodega destaca, no obstante, que entre todas las tradiciones que se esfuerza por conservar su favorita, sin duda, es la que atañe a la colección de sus vinos más jóvenes: los Mingua, una variedad de productos —blanco, traminer, tinto, rosado y crianza— que tributan homenaje a una costumbre muy arraigada en el Somontano.  Antes, durante la luna menguante, más conocida como Mingua en el Altoaragón, es decir, la segunda o tercera luna del año en invierno, la gente rellenaba los toneles en sus casas para que los caldos perduraran calmados y frescos. La creencia popular sostenía que a partir de esa noche la luna propiciaría la correcta conservación de los fondos.

Respecto a por qué, en un universo modernizado y cambiante como el vinícola, Bodegas Fábregas respeta todavía esa antigua creencia, Gonzalo lo reduce todo a su infancia y a la pregunta que escuchaba cuando, de pequeño, llegaba a la bodega que entonces regentaba su madre: “¿ya es mingua, zagal? Para él, lo que hace especial su bodega es que jamás la ha concebido como un negocio o una salida laboral. Para él, el vino no es dinero; en su caso es familia, lo que en más de una ocasión le ha robado el sueño y la vida, como tantas veces le recrimina su novia. “Al final, te tomas todo como algo personal”, puntualiza. “Y eso provoca que las alegrías sean tremendas y los errores, unos fracasos”.

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Botella variedad Mingua

De esas alegrías de las que habla más con su mirada que con las palabras explica la que le invade cuando prueba un vino ya terminado que ha superado sus expectativas, como el que propiciaron las añadas de 2007, 2009 y sobre todo 2010. Cuando llega el momento de la cata, denominado ataque, en la mesa de su oficina y protegido por la fotografía de sus tatarabuelos, se sirve una copa de su último producto y, orgulloso, la prueba como quien reabre su libro preferido por primera vez: aunque conoce la uva, porque la ha acompañado en su crianza durante unos trece meses, la sensación de sorpresa y de incertidumbre le trastocan como un enamoramiento. Se acelera su pulso, empeora su respiración y nota un intenso cosquilleo en el estómago. Si queda satisfecho, su primer capricho es regalarle la botella a su madre, que espera en casa. “Esa euforia interna cuando alguien a quien respetas te felicita es incomparable, no hay caída que pueda hacerle sombra”, aclama.

Pero, aunque les quite importancia, los disgustos también han sembrado dudas en su tierra. El que más le ha perjudicado fue el que llegó con la crisis de 2008. Para sobreponerse, Gonzalo entendió que la clave residía en reivindicar la identidad del Somontano: “lo que ha caracterizado a esta zona es esa mezcla que se empezó a realizar en los años 70 entre variedades locales y francesas, y eso es lo que debemos destacar, porque en eso sí que fuimos unos pioneros”. Desde su bodega, además, siempre han proclamado que sus elaboraciones no deben tener fronteras, pero sí raíces. En consecuencia, uno de sus vinos, el Vega Ferrera da nombre a la partida donde la familia cultiva la vid al borde del río Vero.

Respecto a los confines que los Fábregas luchan por traspasar, Gonzalo señala que “la crisis provocó que todos los que nos dedicamos a esto tuviéramos que ampliar horizontes”. “Antes nuestro mercado principal eran los valles pirenaicos, que representaban, junto con Aragón, el 100% de nuestras ventas. Sin embargo, ahora nos estamos expandiendo. Vendemos en territorio nacional y exportamos a Bélgica, Holanda, Alemania y un poco a China y Francia”. Su próxima meta es conquistar Dinamarca, Reino Unido y sobre todo Estados Unidos, donde recalca que se tiene un alto concepto del vino, asociado a un elevado nivel cultural.

Por otro lado, lo que ha contribuido a que Gonzalo nunca haya desistido ante cada piedra que le ha dificultado el camino ha sido su vocación, esa que comenzó a crecer poco a poco cuando cumplió los quince años, de los que recuerda, sobre todo, su verano. No por algún amor furtivo sino porque su obsesión por ahorrar para comprarse una moto le forzó a trabajar como recadero en la bodega de su madre, donde de forma progresiva e inconsciente los aromas de las vides adentraron sin pedir permiso en su memoria para cultivar en él un sentimiento arrebatador por el vino que todavía hoy le agita. A partir de esa primera toma de contacto, el adolescente Gonzalo sintió que entraba de lleno en el mundo de los adultos y que los colores que teñían el cielo, intensos como los que manchan una copa, y los olores que perfumaban su alrededor, eran lo único que le importaba en ese momento.

Sin tener claro su futuro, estudió ingeniería agrónoma y enología, con la única seguridad de que a él lo que le gustaba era la viña, el campo y el vino. Terminada su formación académica, concretó la laboral, y ante todo vital, en el exterior. En distintas bodegas de Estados Unidos, Nueva Zelanda y Francia aprendió a trabajar en entornos grandes y pequeños, en la elaboración de vino tinto y blanco, y quedó fascinado por el culto a lo propio que rinden los franceses. “Son muy tradicionales y hacen gala de ello”, concluye.

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El logo de la bodega: la F de Fábregas y un racimo

Cuando volvió a su tierra, de forma voluntaria, se presentó como sucesor de su madre en Bodegas Fábregas y esta, encantada, le cedió el puesto. “Nadie me obligó. Aunque mi hermano mayor no se dedicaba al vino, tenía primos y tíos que lo hubieran hecho sin problema”, presume. Sin embargo, la transmisión del testigo no fue instantánea. Durante un tiempo, su maestra se preocupó por inculcarle todos los conocimientos que ella había reunido y los que, a su vez, le había trasladado antes su padre.

Todavía me queda mucho por aprender”, matiza hoy, sentado bajo la fotografía de sus antepasados y charlando sobre su verdadera pasión: el vino. Cuando Gonzalo conversa sobre él sabe que, inevitablemente, también conversa sobre su familia. Porque cada gota de las que colman una botella representa para él una anécdota. Un paseo por las viñas “del abuelo” o su mejor obra. Como Plinio el viejo, sostiene que en el vino está la verdad. Y de él bebe cuando quiere saborear su historia. La suya y la de su linaje.

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