Benditos amantes

Alba Piñeiro Pérez//

La cafetería La Bendita, situada en una de las calles más concurridas de la capital aragonesa, no pasa desapercibida por su aspecto. Tampoco por su ambiente. Mucho menos aún desde que fue elegida como una de las localizaciones principales de la película Nuestros Amantes, dirigida por Miguel Ángel Lamata.
Pongámonos en situación

Bendita-3La Bendita. Calle del Coso número 66. Zaragoza. En pleno centro de la ciudad, bajo la atenta mirada de los transeúntes que luchan contra el cierzo en lo que parece una carrera contra viento y marea, me encuentro al otro lado. Al otro lado de la gran vidriera, a resguardo. Olor a café y ambiente amigable bajo una luz tenue. En mi paladar, el dulce sabor de una tarta de zanahoria. Y ante mi mirada, en la acera de enfrente, vistas al arte. Arte personificado en un edificio que ha acogido durante décadas a grandes artistas: el Teatro Principal.

Dicen que la realidad supera a la ficción y me dispongo a comprobarlo. En este caso, ni Michelle Jenner ni Eduardo Noriega se encuentran en la cafetería. Tampoco Jorge Usón es el camarero, ni hay rastro de las estanterías repletas de libros. Quizá Nuestros Amantes ofrece una imagen demasiado idílica del lugar. Y de toda la ciudad. Pues, en la película, hasta ver pasar el tranvía es una estampa perfecta. Y además sin pagar. Ya se sabe, esa manía de los directores de cine de crear altas expectativas de lugares y romances tan inalcanzables como engañosos. Puede que en este caso sea la ficción la que supere a la realidad, pero no pierdo la esperanza.

Empecemos por el principio

Bendita-5Al entrar, muchas palabras podrían ser útiles para dibujar el espacio: diversidad, gentío, color, reflejos, calor, confortabilidad… Pero, en este primer momento, mi única preocupación es encontrar un hueco para sentarme. Son las siete de la tarde de un martes, pero la cafetería está a rebosar. Tengo suerte –o eso creo –. Justo al lado de la puerta hay una pequeña mesa libre. Dejo mi abrigo y mi bolso, y me dirijo a la barra para pedir un café. Y, por supuesto, la tarta. No es la primera vez que vengo, pero hoy estoy dispuesta a que la emoción me atrape. Quiero mi propia película. Voy a impregnarme del ambiente y a observar —y si es posible anticipar— cada detalle.

La combinación de colores azulados, blancos y marrones, y la música ambiental que se escapa por la puerta, invitan a entrar. Decenas de mesas, sillas, sillones, espejos, lámparas y elementos decorativos de distinta procedencia y estética, combinan perfectamente. Un espacio cosmopolita y heterogéneo en Zaragoza.

Frente a mi mesa color azul verdoso, diez espejos de diferente tamaño, color y forma. Los del centro, con apariencia de grandes ventanales, predominan sobre los demás en la pared. Bajo su reflejo, llama la atención una pareja de ancianos. No sé si por la diferencia de edad respecto a los demás clientes o por la ternura que transmiten. Los dos están sentados en un pequeño banco de madera oscura, ante una mesa de estilo victoriano, también de madera, que sujeta un par de tazas de café humeante. Parecen felices, aunque no hablan mucho. Ella, con pelo corto de color rojo, que hace juego con su jersey. Él, con americana marrón y camisa y corbata del mismo tono rosa. Los llamaré Antonio e Isabel.

Agarrados del brazo, observan a la gente pasar por la gran vidriera de su derecha. Parecen esperar a alguien. Antonio se muestra tranquilo y sonriente. Isabel, de repente, comienza a observar a su alrededor. Dirige la mirada a varios clientes de la cafetería. Me dirige la mirada a mí. Diez minutos más tarde entra en La Bendita un hombre de la misma edad que la pareja. Lo llamaremos Arturo. Los saluda y se sienta en el mismo banco. Ahora son tres. Me pregunto quién será. Un amigo, un primo, un vecino, un hermano… Quizá un amante. Arturo parece cómodo allí sentado con su americana gris y corbata azul pero, a diferencia de Antonio e Isabel, no disfruta de un café humeante. No pide nada al camarero. Se limita a observar a la gente pasar a través de la vidriera de su derecha.

De un momento a otro, la cafetería se convierte en un ir y venir de gente, lo que provoca que la puerta deje entrar el gélido suspiro del frío propio de un febrero en Zaragoza. En este momento me doy cuenta de por qué mi mesa estaba libre al entrar. La suerte que creía haber tenido se ha disipado. A pesar de las bocanadas de cierzo que me golpean cada cinco minutos, sigo con mi labor antropológica y ficcional.

La escena, por un instante, representa el caos. Entre la multitud que acaba de entrar, dos chicas jóvenes: Marla y Alicia. Ya veis que he venido con el don de nombrar. Muestran una cara amigable, tienen el cabello oscuro y van vestidas con vaqueros, deportivas y abrigo. Intentan hacerse con la última mesa sin ocupar, al lado del ventanal que da a la Calle del Coso. Misión fallida. Dos hombres de mediana edad –Pablo y Enrique – con cerveza en mano, llegan antes y se sientan. Pablo debe tener 40 años y viste de forma muy común: vaqueros de color azul oscuro, zapatos negros y cazadora marrón. Enrique, en apariencia mayor que Pablo, resalta sobre su amigo por su aspecto: botas Dr. Martens color granate, pantalones ajustados negros y chaqueta de cuero negro. Una estética muy similar al movimiento punk de los años 80. Bajo la mirada de Marla y Alicia, estos cuarentones se disculpan pero prosiguen su conversación como si la historia no fuera con ellos. Las chicas no parecen estar muy conformes, pero no replican. Se alejan y se dirigen a la barra para pedir dos zumos de naranja natural, servidos en una gran copa alargada, y comienzan a charlar amistosamente.

Bendita

Detrás de mí hay otra pareja. Chico y chica. Esta vez mucho más jóvenes –tienen entre 20 y 25 años–. Creo que se están conociendo, como amantes, en una primera cita. No tienen nombre propio porque, como en Nuestros Amantes, tendrán que ir conociéndose para poder llamarse como más les seduzca. No sé si serán un hada chalada y un duende chiflado, pero voy a comprobarlo en la medida de mis posibilidades. Hablan de su vida de la misma forma en la que lo hacemos todos cuando queremos gustar al otro y a nosotros mismos en el relato. Rescatan lo esencial y acompañan algunas declaraciones con gestos y miradas insinuantes. Ella está sentada en un pequeño banco y él en una silla de madera de color blanco. Escucho la conversación sin que se den cuenta, cuando, de pronto, me sobresalta el camarero.

— ¿Puedo retirar el plato?

— Sí, claro. Una pregunta, –aprovecho la ocasión– ¿han notado alguna repercusión en la cafetería desde que se estrenó Nuestros Amantes? ¿Hay más clientes?

— La verdad es que no sabría qué decirte. Desde que abrimos siempre ha sido un sitio bastante transitado por la localización y porque llama la atención ver una cafetería tan especial en Zaragoza. Pero puede que sí que haya venido algún curioso a comprobar si La Bendita es igual que en la película.

Termino la conversación con el camarero y me doy cuenta de que ya ha pasado más de una hora desde que he entrado en la cafetería. Son las ocho y cuarto de la tarde y el frío no abandona. Estoy tan pendiente de los otros que a mí no me ha sucedido nada. Recojo mis cosas y me dirijo a pagar en la barra. Sigo observando a la gente a mi alrededor. Algunos en grupo y otros solos, inmersos en la pantalla de su teléfono móvil, acompañados de un café o una cerveza.

Antes de salir doy una vuelta por uno de los rincones con más encanto de La Bendita. Al lado de los servicios, una escalera descendente, protegida por una barandilla que nos frena. Ante mis ojos, medio en penumbra, tres paredes –dos de color azul verdoso y una blanca – que acogen un mosaico formado por espejos. Son ocho, en su mayoría con forma circular, en los que se refleja la luz de la única lámpara que cuelga del techo otorgando magia a aquel rincón. Está claro que en este café, como se subraya en Nuestros Amantes, te entren ganas de enamorarte.

Estoy a punto de cruzar la puerta que da a la calle cuando, de repente, al final de la barra, veo a un chico pidiendo un chupito de brandy. Se lo bebe y pide otro. A continuación, se dirige a la mesa que he dejado libre. Se sienta y se queda mirando el pequeño vaso con cara pensativa. Mi cuerpo se inunda de curiosidad y me dirijo a él.

— ¿Qué tal?

— ¿Nos conocemos?

— No, pero me gustaría. Alguien bebiendo un chupito de brandy me parece prometedor.

— Genial. Soy…

— No, no me lo digas. Hay dos reglas en este juego. Uno: no quiero llamarte como lo hacen los demás; y dos: no te enamores de mí. ¿Jugamos?

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