Burdeos, la bella despierta

Alba Martín Amaro//

Los franceses también gritan viendo el fútbol. El alboroto, producido por un gol del equipo local, me obliga a quitarme los auriculares. El Girondins bordelais va ganando el partido.

Estoy tomándome un café en uno de los bares de la céntrica Victoire. Un bar que, para sorpresa de muchos, los camareros (hombres) visten con falda; mientras que ellas (las camareras) llevan pantalones. Cada uno reivindica como puede… o como quiere.

La Victoire es la zona de estudiantes por excelencia de Burdeos. Bares con sus happy hour (nada que ver con los precios españoles), olor a pollo frito y a kebab que se impregna en la ropa y mucho trasiego… día y noche. Además, posee una “cara b”: es una de las zonas más marginales de la capital de la Aquitania; donde pobreza, droga e inmigración se fusionan en una combinación no muy recomendable.

Aunque los franceses nos ganen con sus deliciosos croissants y crêpes, el aguachirri que tengo sobre la mesa sólo sirve para regar macetas. El tranvía hace parada y la cantidad de personas que sube o baja es notable. La columna y el arco del triunfo, que presiden la plaza de la Victoire, son el punto de encuentro de muchos jóvenes. Entre ellos, destaca una estatua en forma de tortuga, la cual simboliza el vino. Recordemos que Bordeaux es ciudad de caldos. Hoy no llueve y es algo raro.

El museo de la Aquitania alberga un ultramarinos o épicerie de principios del S.XX Foto Alba Martín

La Bella Durmiente

Burdeos es una ciudad joven en cuanto a turismo se refiere. Apodada la Bella Durmiente, en los años 80 deja de ser un núcleo industrial —bastante feo, dicen— para convertirse en el 2007 en Patrimonio Mundial de la UNESCO. Alain Juppé, exprimer ministro francés y su eterno alcalde (lleva en el cargo más de 20 años), fue el culpable de transformar y renovar esta ciudad a partir del año 1995.

El gris que ensuciaba todos sus edificios neoclásicos, fruto de la contaminación, se tornó un blanco victorioso. Y es que su centro recuerda a las grandes avenidas parisinas; pero en una versión de juguete, lo que aún le proporciona un mayor encanto.

De la Victoire, vamos por Sainte Catherine, el cardus de la ciudad. Esta larga calle, plagada de tiendas, finaliza en el impresionante Gran Teatro de Burdeos. No obstante, todavía no hemos llegado. Primero, hay que visitar el Museo de la Aquitania. A priori, parece no decir mucho pero es, sin duda, una parada necesaria. Este museo alberga todo tipo de cosas: el rosetón de una iglesia, tumbas del Neolítico, vasijas romanas, una típica épicerie francesa… Asimismo, sirve de sede para charlas y conferencias. Un lugar interesante y recomendable.

El recorrido continúa con su catedral gótica. El edificio es precioso por fuera (aun estando mitad en obras); sin embargo, su interior se ve afeado por un montón de sillas de madera. En las iglesias católicas de Francia no existen los bancos alargados a los que solemos estar acostumbrados.

La Plaza de la Bolsa. A mano derecha, el Gran Teatro y ciclistas y peatones en sobre el riel del tranvía. Foto Berta González

Por otro lado, en su plaza, una vez a la semana, vemos skaters realizando todo tipo de cabriolas. Burdeos es la segunda ciudad europea con más patinadores. Todo ello se debe a su falta de cuestas. Es una ciudad completamente plana. Este estilo skater queda reflejado en la vestimenta de los jóvenes. También, en esta misma plaza, se encuentra el ayuntamiento u hotel de ville, siguiendo la arquitectura neoclásica.

Dejando a un lado la rue Sainte Catherine y sus múltiples tiendas (casi todas de ropa y complementos), se encuentra la calle Gambetta, muy cerca del Instituto Cervantes. Allí, en color azul, se ubica uno de mis sitios preferidos, que poco tiene que ver con Zara o Bershk. Se trata de la librería Mollat, con más de un siglo de historia: un lugar para perderse.

Decenas de secciones distintas, donde los ojos hacen chiribitas. Libros de toda clase: infantiles, cómics, de arte, novelas, de idiomas, etc. Hay un apartado de clásicos a 2 euros del que me he vuelto una gran aficionada.

A tan sólo una parada en tranvía, se halla la Plaza de la Bolsa, requisito sine qua non en su escapada a Burdeos. El Gran Teatro u Ópera Nacional se alza en la misma. Siempre hay mucha gente y ruido a lo que se le suma el tranvía del que hay que estar ojo avizor. Lo normal es ver ciclistas y transeúntes por sus rieles. Como si no pasara nada. Caótico, aunque una ya se acostumbra.

En esta plaza nos topamos con la máquina del tiempo. Y no es el DeLorean de Marty McFly, sino un carrusel del siglo XIX. Este siempre está acompañado por las risas de los más pequeños y por la paciencia de sus padres. Esos padres que quizá venían también de niños. El ciclo de la vida dando vueltas, al son de la música.

El Gran Teatro está situado en frente del Gran Hotel de Burdeos. Allí, el televisivo chef Gordon Ramsay —el Chicote británico, para entendernos— tiene uno de sus restaurantes. ¿El precio del menú? Imposible para una estudiante Erasmus.

Al lado de esta gran plaza, hay una más pequeña donde se da con la iglesia de Notre-Dame y con la estatua de un compatriota: Don Francisco de Goya y Lucientes. El afrancesado que tuvo que  exiliarse por sus ideas de un país quebrado por la guerra de la Independencia. Goya murió en Burdeos en 1828. Cincuenta años más tarde trasladaron sus restos a España: todo salvo su cabeza, de la que hoy en día todavía no se sabe nada.

La visita bordelesa continua hacia la plaza de Quinconces. Una explanada inmensa donde se iza el monumento a los girondinos (los opositores a Robespierre) que, como el revolucionario, acabaron sin cabeza.

Comiéndonos un canelé de Baillardran (dulce típico en forma de flan, cuya masa se asemeja a una mezcla entre churro y bizcocho borracho), paseamos por la orilla de la Garona. De origen aragonés (se dice que nace en el Forau de Aigualluts) parece más un océano que un río. Su ancho permite a todo tipo de navíos transcurrir por sus aguas. De hecho, en el siglo XVIII, el puerto de Burdeos era uno de los principales puntos comerciales de la vieja Europa.

Esa vieja Europa que se refleja en su Miroir d’Eau o «espejo de agua». Como su propio nombre indica, el agua produce un efecto óptico precioso… sobre todo de noche. En verano se convierte en una piscina improvisada. A día de hoy, todavía no puedo entender cómo algunos jóvenes hacen botellón ahí. Es algo que se me escapa.

Burdeos nos encandila y nos mece con su magia (no cabe duda de ello). Y por eso, no sé si seré la Bella Durmiente, pero es verdad que me siento como la princesa de un cuento. Espero no despertarme nunca.

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