Delitos y Cine: Los sobres cerrados
Jorge Marco, Julio Beltrán y Pablo Gracia//
Con el motivo de la reciente 95.ª edición de los Premios Óscar, en esta sección nos pareció interesante trasladar el foco hacia aquellas obras cuyo título no fue precedido del ya famoso and the Oscar goes to… para entregar el galardón a mejor película.
Puede que tuvieran muchas nominaciones e incluso recibieran algún premio —por no hablar de que a día de hoy cuentan con un gran respaldo tanto de la crítica como de una buena parte de los aficionados al séptimo arte— pero a nuestro entender su valor se vio, en cierta medida, menospreciado. Bastará leer los títulos de las películas que analizaremos a continuación para comprobar que incluso en algún caso son mucho más recordadas y celebradas que aquellas que se alzaron finalmente con la estatuilla en sus respectivos años.
Como en cualquier selección, y más en algo tan subjetivo y personal como el decir qué película merecía haber ganado qué, las obras escogidas sólo responden a un criterio personal, casi podría decirse que intransferible. Tampoco se busca con esta sección tratar de reparar deudas históricas o proceder a rasgarse las vestiduras porque una película que nos gusta mucho no consiguió un premio.
Los festivales, ediciones y demás galas que adornan y llenan de vestidos caros y caras conocidas las alfombras rojas de todo el mundo al final no son más que eso, celebraciones— casi siempre conservadoras— conscientes de seguir una línea política clara que los sitúe de una forma acorde al tiempo en el que se celebran. No es necesario decir que la mayoría de las veces fracasan.
Por ello, rogamos se vea este escrito más como un juego que como un artículo escrito desde el enfado o el rencor. El tema escogido en este artículo es al final, para qué engañarnos, una excusa que nos sirve para hablar de algunas películas con las que nos sentimos cercanos de una manera u otra. Sólo queda esperar que no se haga tan pesado como esas plomizas entregas de premios.
Raging Bull (Martin Scorsese, 1980)
“La idea era hacer una película lo más honesta posible, sin ninguna concesión a la taquilla o al público. Me dije: ‘Ya está. Este es el fin de mi carrera. Ya está. Esta es la última’”.
Esta cita del propio Scorsese sirve a la perfección para reflejar el espíritu de una película que, a pesar de haber sido aclamada como una obra maestra desde prácticamente su estreno, podría haber acabado en el cajón de joyas olvidadas cuya única aspiración es ser rescatadas algún día para pasar a engrosar las listas de los films de culto.
Porque Toro Salvaje tenía muchas papeletas para espantar a cualquiera que esperara encontrarse con una película de boxeo. El blanco y negro —escogido para diferenciarla de otras obras cercanas en el tiempo sobre este deporte como Rocky— sólo era la punta de un iceberg en el que Scorsese se atrevía a descender a las más profundas entrañas del infierno personal que era la vida de Jake LaMotta. El boxeador al que da vida Robert De Niro, un ser amargado, violento y constantemente acosado por los celos y la desconfianza.

De las ocho nominaciones que tuvo en la 53.ª edición de los Óscar —incluidas mejor película y director— terminó por llevarse dos: mejor actor principal para el incomparable Robert De Niro y mejor montaje para Thelma Schoonmaker, una mujer que, siendo injustamente desconocida, lleva ya más de cincuenta años editando las películas de Scorsese.
El proyecto se puso en marcha mucho tiempo antes de que comenzara el rodaje. De Niro llevaba por lo menos desde 1974 tratando de convencer a su amigo Martin para tomar las riendas de una producción que no despertaba ningún interés en el director italoamericano. Pero tras una profunda crisis personal y profesional —que alcanzó su clímax tras una intoxicación por cocaína que lo dejó al borde de la hemorragia cerebral— Scorsese decidió que había llegado el momento de enfrentarse al abismo. Iba a ser todo o nada.
Tras un guión que pasó por varias manos, incluidas las de Paul Schrader, Toro Salvaje se convertiría en una historia de “autodestrucción”, como decían sus autores. LaMotta se presenta como un ser complejo, lleno de oscuridades y malas acciones que de alguna forma trata de reparar en el cuadrilátero. A veces machacando a su adversario. Otras dejándose golpear.
Pero vista en la actualidad, la película cobra una nueva capa de lectura que siempre estuvo ahí, pero a la que nadie pareció prestar atención hace cuarenta años. Hablamos de un retrato preciso y brutal de la violencia de género. El personaje de Robert De Niro maltrata física y psicológicamente a sus parejas, sin ningún tipo de reparo. El crítico de cine Tom Shone alabó en este sentido el trabajo de Cathy Moriarty por su increíble interpretación física en el papel de Vickie, la segunda esposa de LaMotta, siendo capaz de usar un lenguaje corporal que parecía calcado al de una mujer víctima de maltrato. Los abusos de Jake parecen ser fruto de una paranoia que —alimentada por unos celos enfermizos— crea situaciones irrespirables en los que una simple pregunta, “¿a dónde has ido?” se convierte en los labios de LaMotta en un momento terrorífico. Porque sí, Toro Salvaje es un drama, una película introspectiva, violenta. Pero también es una obra de terror
Cualquier diálogo que mantiene el boxeador con Vickie o su hermano Joey alimenta dentro de las tripas del espectador una tensión incontrolable por no saber cuándo va a estallar todo por los aires. Porque en ocasiones la paliza no va precedida por ningún motivo concreto. Otras veces se es testigo de cómo la conversación se caldea hasta llegar al punto de ebullición. Pero lo peor es cuando el diálogo continúa, y LaMotta es insultado, y él insulta, y Joey parece calentarlo todavía más y más. Y Jake persiste, como si lo tuviera ya contra las cuerdas. “¿Te has acostado con mi mujer?”, pregunta insistentemente a su hermano, que solo puede responder que está loco, que es una pregunta enfermiza y que no piensa contestar. Joey le dice entonces si ya no confía en él, a lo que Jake responde que cuando se trata de su mujer no. De Niro se asemeja a una bestia a punto de atacar, pero lo terrible es que no llega a hacerlo. O no en ese momento.
Scorsese demuestra su capacidad para trasladar el infierno a todos los aspectos de la película. Ya desde la apertura se ve al protagonista solo en el ring, rodeado de humo, como si estuviera luchando contra sí mismo. De la misma forma, Nueva York, lugar en el que se desarrolla la mayor parte de la trama, es representado como un espacio laberíntico y asfixiante. Las callejuelas, el sudor, los clubes nocturnos, todo parece aumentar la temperatura interna de un ser condenado que parece obcecado en condenar a su entorno con él. Nadie se salva de las llamas del castigo eterno.
De hecho, los mejores años para Jake LaMotta apenas ocupan unos breves minutos dentro de las dos horas de duración del film. Las sucesivas victorias en el ring son intercaladas con breves fragmentos de películas caseras —únicas imágenes en color de la película— que recogen situaciones de una felicidad prefabricada. Lo que importa en Toro Salvaje es otra cosa.

Aunque los combates tampoco son una gran parte del film. El breve espacio que duran sirve únicamente como alegoría de la decadencia del boxeador protagonista. El cierto toque de realismo de las primeras peleas va dando paso a que cada vez que LaMotta vuelve a subir al cuadrilátero uno se encuentra más cerca de su cabeza. La imagen y el sonido, importantísimos en estos momentos, pasan de un tono cercano al documental al expresionismo y a una especie de barroquismo próximo a la liturgia. En ocasiones el ring es enorme, en otras se está tan cerca de los contendientes que la espalda de uno de ellos ocupa toda la imagen. El tiempo se detiene. Y la cámara observa una esponja empapada en sangre limpiando la espalda de LaMotta. El boxeo acaba siendo una excusa para plasmar ese hábitat sofocante en el que cada golpe de Jake sobre la cara de Janiro, uno de sus adversarios, es tomado a cámara lenta. “Ya no es guapo” comenta irónicamente uno de los asistentes al combate tras ver el estado en el que ha quedado el púgil.
El agujero vital en el que se encuentra Jake puede deducirse gracias al montaje de Schoonmaker —con razón ganó el premio— y unos efectos de sonido que llegan a emplear incluso ruidos de animales, consiguiendo expresar sin que se pronuncie ni una palabra la situación del personaje interpretado por De Niro. En el cuadrilátero el Toro del Bronx se funde con el humo, los flashes y la sangre.
Sumido en la oscuridad, Jake LaMotta, que ha sido abandonado incluso por su hermano después de una violentísima paliza delante de su mujer y sus hijos, se deja triturar por su eterno contrincante, Sugar Ray Robinson. Apresado contra las cuerdas, LaMotta busca su martirio, como Cristo se dejó crucificar para salvar a la humanidad. La referencia bíblica es clara. Los brazos extendidos en cruz. LaMotta le pide a Robinson que continúe. Sabe que es la condena merecida por su faltas. Y expía sus pecados mientras los guantes del rival destrozan su rostro. Las piernas, salpicadas por su propia sangre, le tiemblan. Finalmente el árbitro detiene la pelea y el campeonato del mundo va para Sugar Ray, aunque con sus últimas fuerzas Jake se acerca para recordarle que, a pesar de todo, no ha sido capaz de tirarle al suelo.
Antes de resucitar, Jesús descendió a los infiernos. De la misma forma, tras su peculiar martirio, LaMotta continúa cayendo una vez retirado del boxeo. Vickie, agotada, le ha pedido el divorcio. De su hermano no se sabe nada. Y en el club que regenta es víctima de un engaño en el que hay involucradas unas menores. Al no poder reunir el suficiente dinero para la fianza, acaba en la cárcel.
Allí, rodeado por la penumbra —esta vez de manera visual, física— golpea la pared mientras solloza. “No soy un animal” gime el Toro del Bronx, sobrenombre de un boxeador que hizo de la vida de los demás un castigo tan inaguantable como los golpes que propinaba y que, en ocasiones, permitía recibir en el cuadrilátero.
La escena final podría considerarse como una redención. Igual que el hijo de Dios resucitó, ahora Jake LaMotta se prepara en su camerino para un espectáculo. Delante de un espejo partido, ensaya las famosas líneas pronunciadas por Marlon Brando en la película La Ley del Silencio: “fuiste tú, Chaney. Tú eras mi hermano. Debiste haberme cuidado un poco. Debiste haberme cuidado un poco….”. ¿Se lo está diciendo a sí mismo? La cámara, que no se mueve casi en ningún momento, le toma desde la espalda, aunque se ve su cara reflejada. Recita sin demasiada emoción, mientras fuma un puro. Todo lo que le rodea es blanco. Puede que ya haya encontrado la paz.
En ese momento aparece un tramoyista, interpretado por el propio Scorsese, avisándole de que faltan cinco minutos para empezar. Él le pregunta si hay mucha gente. “Sí, está lleno”, responde el personaje del director. Y tal y como empezaba la película, Jake LaMotta, el Toro Salvaje, calienta lanzando sus puños al aire, como si volviera a ser un púgil en busca del cinturón de campeón. Pero han pasado más de veinte años, pesa treinta kilos más y ya no tiene ningún rival delante, sino un patio de butacas. Jesucristo, tras resucitar, subió a los cielos. Pero la película termina antes de que podamos averiguar si LaMotta también lo consiguió.
The Hustler (Robert Rossen, 1961)
1962 fue un año difícil y, por tanto, controvertido para elegir el Óscar a la mejor película. Entre las nominadas se encontraban ¿Vencedores o vencidos? (Kramer, 1961), The Hustler (Robert Rossen, 1961) y West Side Story (Robert Wise, Jerome Robbins, 1961), que resultó la ganadora.
Robert Rossen había conocido la pobreza como hijo de inmigrantes judíos, y también se había dedicado profesionalmente al deporte – boxeo – para ganarse la vida. Sin embargo, el hecho de su vida más relevante para la temática de esta película tuvo lugar cuando fue llamado a declarar durante la caza de brujas de McCarthy. Al principio se negó a delatar a nadie, pero más adelante cambió de idea, se declaró comunista y delató a 57 personas. A partir de entonces sus películas tratan de héroes fracasados, roídos por las dudas sobre ellos mismos y la necesidad de justificar sus fracasos. Sin duda alguna, el más icónico de todos ellos es nuestro protagonista, Fast Eddie Felson (Paul Newman), el estafador, alcohólico y mejor jugador de billar de EEUU. De esta manera la película plantea la pregunta de qué está pasando en una sociedad donde los individuos necesitan demostrarse a sí mismos que son mejores que los demás. Alrededor giran los conceptos de lealtad y traición, carácter y fracaso, egoísmo y sacrificio.
Para ello, Robert Rossen y Sidney Carroll configuran un guión perfecto en su estructura causal y sus diálogos. Como en innumerables argumentos, la realización personal de un personaje o una colectividad se refleja en sus logros deportivos. Por ejemplo, la famosa Invictus (Clint Eastwood, 2009), Toro Salvaje (Scorsese, 1980), reseñada también en este artículo, o la novela Schachnovelle de Stefan Zweig, que también emplea la clásica estructura de una primera derrota del protagonista frente al campeón y un posterior segundo encuentro que cierra la obra.

En nuestro caso el campeón es Minnesota Fats (Jackie Gleason). Ambas partidas de billar han pasado a la historia del cine por su dinámico montaje que juega con el sonido de los golpes y las bolas cayendo por el agujero fuera de campo, las elipsis en las que varía la balanza de la partida y por supuesto las extraordinarias jugadas de ambos competidores.
Entre el primer y el segundo encuentro ocurre la transformación de Eddie, a través de su relación sentimental con Sarah (Piper Laurie). Pero Sarah no lo tiene fácil para convencer a Eddie de que su pasión por el billar es suficiente suerte y que no necesita jugarse la vida en el mundo de las apuestas para demostrarle nada a nadie. Enfrente tiene la influencia de Bert (George. C. Scott), un genio de las apuestas que ha visto la buena inversión que sería Eddie si consiguiera centrarse únicamente en el juego.
Se produce así una rivalidad legendaria entre Bert y Sarah, con conversaciones de un subtexto tan agudo como violento que a veces recuerda a Harold Pinter. Como cuando Bert le pregunta fríamente a Eddie por sus pulgares recién curados, porque odiaría pensar que está invirtiendo su dinero en una persona lisiada, refiriéndose indirectamente a Sarah, otra alcohólica que capta la intención de inmediato y responde con ingenio.
En otra ocasión Bert le dice a Sarah algo que nosotros no escuchamos por el ruido de la fiesta, y ella rompe a llorar y la llevan a rastras a su habitación. Deducimos que es otro comentario cruel para alejar a Sarah, pero no hace falta escucharlo. No hay ningún diálogo innecesario, sino que todo está limpiado al límite.

Bajo los efectos del alcohol, viendo las penurias de su propia vida y que Bert también va a destruir a Eddie, Sarah toma la drástica decisión de suicidarse. Destrozando la felicidad de Eddie al mismo tiempo que le abre los ojos al egoísmo que había estado limitando su vida, aunque ya sea demasiado tarde.
Por ello, cuando Fast Eddie se enfrenta a Minnesota Fats, la partida ya no es realmente relevante. Eddie ya se ha convertido en otra persona, con el carácter suficiente para darse cuenta de que lo más importante ya lo ha perdido. Que no está jugando por él, sino por recordar la memoria de Sarah. Por eso rechaza pagar a Bert después de ganar, aunque eso signifique jugarse la vida o no volver a poder entrar a una partida de billar en EEUU. Y ambos jugadores se despiden en un final memorable por su sencillez y por el honor de dos jugadores doblegados al despiadado mundo de las apuestas.
- Fat Man, you shoot a great game of pool.
- So do you, Fast Eddie.
Si recapitulamos tenemos la siguiente maravilla: Jackie Gleason (Fats), George. C. Scott (Bert), Paul Newman (Fast Eddie), Piper Laurie (Sarah), todos nominados al Óscar a mejor interpretación en su categoría. La película se hizo en un contexto en el cual todavía no era necesario un enorme presupuesto para tener grandes actores en cada plano. De esta forma, el guión se beneficia de las diferentes atracciones y rivalidades entre los cuatro personajes y aporta profundidad psicológica a todos ellos. Esto evita lo que ocurre en muchas películas actuales que tratan historias lineales alrededor de un único personaje y que muchas veces resulta en una extraña superficialidad y unidimensionalidad.
Lo que sí se llevaron fueron los Óscars a mejor dirección de arte (Gene Callahan, Harry Horner) y mejor dirección de fotografía (Eugen Shuftan), que crean esa atmósfera en blanco y negro tan adecuada para los suburbios, las noches y las salas de billar llenas de humo donde viven estos cuatro personajes.
Dr. Strangelove, or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb (Stanley Kubrick, 1964)
Si existe un director maldito por los Oscar, ese es Kubrick. El mítico director estadounidense, cuya mano firmó obras de calado universal como 2001: A Space Odyssey (1968), Barry Lyndon (1975), The Shining (1980) o A Clockwork Orange (1971), no vio nunca recompensado su minucioso trabajo con ninguna estatuilla a Mejor Película. Para este artículo hemos elegido comentar el caso de Dr. Strangelove, or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, que fue traducida en España, muy a nuestro estilo, como ¿Telefono rojo? Volamos hacia Moscú.
Siendo justos, siendo ecuánimes, siendo ciudadanos moderados y haciendo un análisis sereno de la relación de Kubrick con los Oscar, podríamos tal vez hablar de mala suerte antes que de injusticia. Para su desgracia, las obras maestras que presentó a estos galardones tuvieron que competir con las de otros realizadores que no se quedaban atrás. Y es que, ¿quién podría elegir claramente entre Barry Lyndon o One Flew Over the Cuckoo’s Nest (Milos Forman, 1975)? ¿Entre Spartacus o The Apartment (Billy Wilder, 1960)? ¿Lolita o Lawrence of Arabia (David Lean, 1962)? ¿2001: A Space Odyssey u Oliver! (Carol Reed, 1968)? Bueno, esta última es más fácil. En un mundo justo, 2001 habría barrido el suelo con el dichoso musical de Carol Reed. Si bien la adaptación que Reed rodó era una obra muy depurada y cuyas entrañables canciones tararearía una generación entera, 2001 supuso una revolución. Un antes y un después en el género de la ciencia ficción. Una película conceptualmente brutal, técnicamente imposible y novedosa en cada fotograma tuvo que sentarse a observar como un musical sobre un muchacho harapiento terminaba la noche con seis estatuillas, incluidas Mejor Película, Mejor Director y Mejor banda sonora… Dejando a un lado está anomalía crítica, cuya mención era obligada, ciertamente Kubrick contó siempre con durísimos competidores en la carrera tras los galardones más importantes en el mundo del cine.
Volviendo al quid de la cuestión, y procurando no enfadarnos más de la cuenta, el segundo caso que personalmente se nos antoja más sangrante es el de Dr. Strangelove. La comedia más aplaudida del director fue nominada en el año 1965 a nada más y nada menos que cuatro categorías, entre las que se incluían Mejor película, Mejor director y Mejor actor principal. Sus principales competidoras: Mary Poppins (Robert Stevenson, 1964), Becket (Peter Glenville, 1964) y My Fair Lady (George Cukor, 1964).

Para quien no esté familiarizado, la trama de Dr. Strangelove se desarrolla en EEUU en plena guerra fría. Un alto mando militar de las fuerzas norteamericanas decide, unilateralmente y mediante engaños, lanzar un ataque nuclear contra la URSS. Justifica sus acciones para evitar una terrible conspiración por la cual los malvados comunistas estarían contaminado las aguas de EEUU para así mermar la calidad de los preciosos fluidos corporales americanos. Mientras los bombarderos vuelan imparables hacia sus objetivos, el presidente de la nación, junto con su gabinete de crisis, buscará una solución que evite una guerra nuclear y acabe con la insurrección del general sublevado. Todo se tuerce aún más cuando el Dr. Strangelove, un antiguo científico nazi, ahora al servicio de Norteamérica, revela que los rusos han desarrollado la llamada “Maquina del juicio final”. Este nuevo dispositivo de defensa, de una potencia nunca antes vista, iba a tener una función disuasoria ya que, en caso de ataque, liberaría una mortal carga de radiación que acabaría con toda vida sobre la faz de la tierra. Para más inri, no puede ser desactivada ni por los propios soviéticos, ya que, lógicamente, esto mermaría su capacidad disuasoria.
Como su título completo indica, esta película es una risa desesperada. Una reflexión sobre el inmenso absurdo en el que consistió la guerra fría. Paradójicamente, temer día a día la destrucción del mundo por el estallido de una guerra nuclear debido a la imbecilidad de tus dirigentes resulta… ¿gracioso? Por lo menos en la película se consigue este efecto. Para tal hazaña, el film contó con una dirección de primera. Kubrick arriesgó constantemente en todos los campos que la propia película permitía, escenas visualmente impactantes y surrealistas, así como una dirección de actores radical fueron claves a la hora de conseguir el producto final. Tan drástica fue esta dirección que se dieron casos como el de George C. Scott, que durante todo el rodaje opinó que la actuación era demasiado exagerada, pese que una vez terminada se convirtió en una de sus interpretaciones preferidas. O el caso más conocido de la película y uno de sus puntos más fuertes, la actuación – o actuaciones – de Peter Sellers, que interpreto no a uno, ni a dos, sino a tres personajes de la obra y lo hizo con cómica maestría para todos ellos. Si a todo esto le sumamos el guion, firmado por Kubrick, Terry Southern y Peter George, obtenemos la tormenta perfecta. Diálogos irracionales y absurdos, a la altura del periodo histórico que parodia, se suceden dejando al espectador en un estado entre lo divertido y atónito: Un ex-científico nazi incapaz de controlar sus viejas costumbres, un militar más deseoso de guerra que de paz planeando una futura escalada armamentística subterránea contra los rusos cuando la superficie sea inhabitable, un general que se subleva movido por un bulo conspiracioncita – situación que rima con la actualidad – y un largo etc.

De esta forma, Dr. Strangelove llegó a la gala de entrega de premios bien armada y con sólidos argumentos a su favor. De las cinco candidatas a mejor película, era la que menos nominaciones había recibido, pese a ser todas ellas en categorías de importancia. Poco a poco, los sobres se fueron abriendo y, para vergüenza de la academia, la película de Stanley Kubrick no fue mencionada una sola vez. La gran ganadora de la noche fue otra mítica y poliparodiada comedia, My Fair Lady, que derrotó a Dr. Strangelove en las secciones de Mejor película, Mejor director y Mejor actor principal. Este último resulta especialmente doloroso, siendo que el nominado, Peter Sellers, venía con tres interpretaciones de una calidad escandalosa bajo el brazo. Tal vez, y esto es una valoración completamente subjetiva, el histérico retrato que Kubrick de la sociedad y poderes estadounidenses fue tan preciso que hirió el sensible chovinismo nacional.
C’est la vie. Por suerte, como ocurre casi siempre, el pasar del tiempo acaba desplazando suavemente cada película a su lugar. La obra de Kubrick es considerada hoy en día una de las más influyentes del siglo pasado. Finalmente, los Oscar, como cualquier otro galardón oficial, son un divertido entretenimiento, que llena los periódicos de portadas y a los cinéfilos de expectación, pero que en ningún caso sirve para medir la calidad de una obra.