Rafael Pérez, la marioneta de la supervivencia
Naiare Rodríguez//
Rafael Pérez, que ahora tiene 86 años, se ha pasado media vida viajando, huyendo de la pobreza y volviendo a empezar. Vive en el viejo barrio de Las Delicias, Zaragoza, donde lo acompañan sus hijas y nietos, pero se crió en un pequeño pueblo cercano a Calatayud hasta los 20 años. Vivió la Guerra Civil con apenas tres y subió en una avioneta dirección Alemania con 27. Su vida está lejos de haber sido fácil. La supervivencia siempre lo ha caracterizado y su mirada marina revela mucho más de lo que las palabras expresan.
Era jueves, pero podía ser martes o domingo. No iba con él el paso de los días. No había celebraciones, ni descansos, ni domingos de sofá. No había nada; ni siquiera tiempo libre. Tampoco dinero ni compañía. Solamente estaban sus ganas de sobrevivir y su insomnio en el Hamburgo de 1960.
Rafael Pérez, un joven de 27 años proveniente de Fuentes de Jiloca (Zaragoza), se encuentra en el sobre fondo de un barco que pertenece al estado de Alemania. Es por la noche y, aunque hay silencio en la calle, en el Hamburger Hafen (Puerto de Hamburgo) que está sobre el río Elba y desemboca en el mar del Norte, se escucha ruido, mucho ruido. En medio de un océano de miradas que se fijan en los veteranos para “estar a la altura y aprender”.
Cuando solo unas farolas alumbran la noche, el puerto todavía está lleno de algo similar a la vida. Rafael, junto a sus compañeros de sección, trabaja con una máquina eléctrica para eliminar el tóxico de aquellos barcos que se preparan para salir al mar en busca de productos y materiales. También lo harán en busca de la estabilidad económica de un país que quiere dejar atrás los crímenes de la Alemania nazi, la Segunda Guerra Mundial, la derrota y la miseria de la posguerra. Necesitan de la mano de obra extranjera para proseguir su desarrollo.
Rafael se marchó porque en España no tenía nada para comer ni un lugar donde dormir. Es cierto que, allí, no sabía el idioma, no conocía a nadie ni tenía trabajo asegurado. En cambio, no le costó encontrarlo. Era lo único que necesitaba, dinero para poder volver algún día y comprarse “una casica”.
Un billete hacia la oportunidad
En esos momentos, España tampoco estaba bien. Mientras las libertades se reducían, las obligaciones y responsabilidades eran cada vez mayores. Lucha de clases, violencia, enfrentamiento de nacionalismos opuestos, heridas sin cicatrizar y todo bajo el control y mando del Jefe del Gobierno del Estado, Francisco Franco. La guerra civil dejó pobreza, pero la posguerra estaba siendo todavía más dura.
Muchos españoles tuvieron que hacer las maletas o, al menos, coger un petate con sus enseres principales. Algunos de ellos pusieron rumbo a países como Francia o Alemania cuya realidad contrastaba de manera drástica con la de España. Una gran parte de ellos no regresó jamás. Se subieron a avionetas y trenes, independientemente de las esperas burocráticas, para trabajar, para “levantar la economía familiar”, para ayudar a aquellos que se quedaban en tierra y que querían. Incluso para ayudarse a sí mismos.

Eran trabajadores poco cualificados del sector de la construcción e industria. Otros pasaban las horas en el campo o se dedicaban al servicio en pequeñas empresas o negocios familiares que no les permitían tener seguridad laboral. La precariedad y el paro era recurrente. No había dinero, no había salario suficiente. Parecía simple, pero iba mucho más allá. Todos querían irse, tener una vida “digna” y “sacar adelante a sus familias”, pero no era fácil conseguir ese pasaporte que les ayudaba a renacer.
Ramón Rodríguez, emigrado que participó en el “milagro económico alemán” de estabilización, cuenta cómo vio llorar a un hombre a la hora del reconocimiento médico porque le habían dicho que no podía emigrar al tener algo en los riñones. Emigrar era prácticamente la única salida para el trabajador, para que un obrero pudiera mantener a su familia.
En Hamburgo tratan a Rafael como un paisano más. Quizás sea por los rasgos tan claros que tiene o porque trabaja incansablemente. La ciudad necesita población activa que compense las pérdidas humanas del pasado. Los dos millones de españoles, italianos, portugueses, griegos y turcos están dispuestos a ello. El jefe le propone trabajar asegurado los siete días de la semana y él asiente. No puede desaprovechar esta oportunidad de ganar dinero. Es una situación extraña, en Alemania la imagen de España está desprestigiada por la dictadura que están viviendo. “Cuánto más cobre, mejor”, se repite. A esto se suma su turno de noche, que todavía le permite ganar más dinero, el cual manda a Patrocinio (Patro), una de sus hermanas mayores. No controla cuánto consigue, incluso le da igual. En Alemania está a salvo y, aunque su tiempo libre está destinado a recuperar horas de sueño, él solo visualiza el paso del tiempo.
De tanto cerrar los ojos “a veces se olvidaba de que estaba vivo y tenía que disfrutar”, confiesa su hija mayor Charo, de 52 años. Ella es uno de los momentos “más felices” de Rafael, junto a su hermana Pilar, con la que se lleva tan solo dos años. Ellas son fruto del amor entre Rosario y él. Aunque también han escuchado hablar sobre el sacrificio, la soledad y los obstáculos a los que se ha enfrentado su padre.

Charo dice que para su padre Alemania fue un punto de inflexión. Así se lo ha contado siempre Rafael y es que allí fue consciente de quién era, qué es lo que quería en la vida y lo que valía la pena. Eso sí, su hija afirma con rotundidad que “fue una marioneta más del sistema y de los lazos familiares frustrados”. Lo engañaron hasta dentro de su familia y nunca ha podido disfrutar de la felicidad en ese aspecto.
Una de cal y otra de arena
Cuando Charo habla de desengaño no se refiere al amor. De amor, Rafael, va sobrado. Lo que de verdad le ha faltado siempre ha sido una familia que le fuera fiel y lo sacara adelante cuando era pequeño. Patro se aprovechó de su salario alemán para invertir en sí misma, robarle y dejarle desamparado. Pero para conocer mejor esta realidad también es necesario viajar hasta su infancia, cuando él tenía apenas tres años y perdió a su madre por “un catarro mal curado”. “No me acuerdo de ella, es como si nunca hubiera existido”, explica Rafael. Aunque le cuesta recordar con nitidez esos años en los que no había días, semanas ni meses por la situación histórica, política y social que se estaba viviendo en España, él tiene marcados algunos episodios como traumas.
A su padre, que le encantaba fumar, también le perdía el alcohol y el juego. Los siete hermanos (Patrocinio, Pilar, Carmen, Esteban, Nicolás, Rafael y Enrique) lo pasaban peor de lo que correspondía con la época y es que sus salvavidas se resumían en robar en los huertos de los vecinos fuentiloqueros y “dar pena” a todo aquel que pasara por delante de la casa. Esa que se caía a pedazos y que tuvo que ser derruida tiempo después por no ser habitable ni poder hacer frente a los gastos de su rehabilitación.
“Mi padre usaba el palo de los burros para pegarnos. Una vez, pegó tanto a mi hermana que tiempo después enfermó gravemente. Como era de los pequeños, apenas me enteré. Tampoco me lo contaban”, sostiene con rigidez al no querer recordar estos sucesos por más tiempo.
La utopía de ser un niño más
Si tuviéramos una cápsula del tiempo y acudiéramos a 1939, justo cuando terminó la Guerra Civil, nos encontraríamos con un niño de seis años de pelo rubio y rizado –“casi albino”- que viste con un pantalón corto, una camisa, un jersey y unas alpargatas, que tienen que lavarse por la noche para estar listas al día siguiente. A este chico no le gusta ir al colegio, pero tampoco puede dedicarse a ir a la escuela. Él tiene que trabajar. En su clase hay más de quince chicos como él, aunque de distinta edad, pero cuando pasan lista Rafael Pérez Ruíz no levanta la mano. Un día más, no está. Estas ausencias retrasaron la alfabetización de Rafael, que no supo leer ni escribir hasta que cumplió los 20 años, cuando fue al servicio militar obligatorio. Fue en la Mili donde le enseñaron.
“Siempre ha hablado del Catón y de su profesor Enrique, al que llamaba Don Bigotes Zorra. Era muy pillo… También se saltaba las clases para ir a robar a la Iglesia los recortes de las obleas de misa. Era pura supervivencia”, apunta su hija mayor. Y es que, aunque queramos imaginarnos cómo era su realidad, jamás podremos hacerlo al completo. No tenía nada, ni siquiera una familia estructurada que le asegurara un plato encima de la mesa todos los días. Rafael cree que, si esta situación por la que pasó fuera actual, “con el morro que tenemos” y lo “mal acostumbrados que estamos”, no pasaríamos ni un día.

No hay educación y tampoco sanidad. Con ocho años, Rafael se quedó enganchado en una verja, se rasgó el dedo, se quedó sin tendón y nunca tuvo la oportunidad de arreglárselo. El médico los visitaba una vez a la semana y, para recibirlo, “se formaban largas filas en la calle de la verdulería”. Además, la esperanza de vida no era alta. La gente moría antes por las consecuencias devastadoras de la guerra. Nadie lo puede frenar. No hay recursos, no hay vida. “Era muy triste”, confiesa apenado al recordar las tempranas muertes de sus hermanos Pilar y Nicolás. Hasta 1970 no se empezó a invertir tiempo ni dinero en mejorar la sanidad y es cierto que, a partir de entonces, la esperanza de vida ha aumentado 40 años.
Está acostumbrado a jugar a las chivas en la calle Palacio, a no tener juguetes, a ir al campo a coger aliagas con el pañuelo de rayas que le tapa del sol y a convertir la excursión a la panadería del pueblo en una actividad trepidante. Con aquello que recoge del campo, puede comer. Es más, la panadera Carmen les cambia el trigo por pan, el alimento más frecuentado por su familia. “Nos veíamos apurados con el burrico porque no llegábamos y apenas conseguíamos transportar el alimento, pero la panadera se portaba muy bien. A veces hasta nos regalaba pan del día anterior o los que estaban partidos y no vendía”, cuenta alegremente mientras reconoce que compraban “a deber”.
Tenían que huir después de robar tomates, higos, olivas y patatas. Pero también comían caracoles los días que seguían a los lluviosos. Todo el mundo, cuando lo veía, le invitaba a su casa para, a cambio de trabajar, darle algo de comida. Estaba lejos de elegir menú. “Yo saludaba al pueblo entero cariñosamente para que me dieran propina”, rememora. Y lo conseguía porque incluso un matrimonio con dos hijas le iba a buscar a casa para darle algo de dinero todas las semanas.
Además, su hermano mayor Esteban se había ido a luchar a la Guinea Española. Nadie sabía en su despedida que no volverían a verlo en 27 años. Desaparecido, sin contacto y sin realmente querer volver. En aquella base, aunque no le aseguraban un futuro, sí le prometían un presente. Era mejor que vivir en el pueblo.
Dosis de suerte y de cristal
A Rafael también le pareció mejor vivir en Alemania durante cinco años. Un sueldo mejor, una cama cómoda, un trabajo fijo. Pero había acudido allí con la intención de volver y, tras cinco años de emigración, en 1965, lo logró. A esta etapa, que se le podría llamar el “difícil retorno” a nivel nacional, le acompañó por primera vez un pellizco de suerte individual. Como ya había escarmentado por la confianza depositada en su hermana Patro mientras estaba en Hamburgo, terminó “regresando a España en tren con saquetes de dinero cosidos en la ropa interior”. Esto y su estancia de aprendizaje, le permitió empezar a trabajar en talleres mecánicos de barrio a la vez que se hospedaba “de alquiler” en casa de su hermana Carmen. “Pagaba todo”. Poco a poco, Rafael, como sinónimo de hormiga, consiguió el suficiente dinero como para tener esa casa con la que siempre había soñado y que había nombrado en más de una ocasión.

A esta suerte se sumó la persona que le acompañó en los siguientes capítulos de su vida. En un encuentro puntual de Rafael y uno de sus amigos de la infancia y del que, casualmente, había recibido noticias, apareció Rosario Aldea. Esta mujer de Brea de Aragón (Zaragoza) también era mayor y estaba soltera. Rosario guardaba en su retina el miedo de la guerra civil española y el remordimiento de haber culpado a un republicano durante la batalla cuando tenía ocho años. Buscaba lo mismo que Rafael, veía el futuro de la misma manera y no hizo falta más de un año para saber que estarían juntos por mucho tiempo y que formarían una familia.
Un pasado que marca el futuro
Aunque su relación frenó gran parte de las curvas de su vida, sus años en Alemania trabajando con tóxicos lo perseguían. Aquella exposición, lo estaba conduciendo hasta un cáncer de piel agresivo. Con los años, el cáncer ha desembocado en una enfermedad sin retorno: Síndrome de Sézary.
Sus picores, malestares, brotes y las pocas ganas de vivir lo tienen atado en la cama desde hace un año, aunque hay días en los que saca fuerzas, se incorpora y decide salir. Desde ahí, llamémoslo “su refugio”, pierde la noción del tiempo en repetidas ocasiones a pesar de que, en otras, todavía queda algo de cordura.
Esta desorientación, que no entiende de fechas importantes, también estuvo en uno de los momentos más cruciales de su vida. Rosario, con la que había cumplido 50 años de casados, fallecía a causa de un ictus irreversible. Él, en esos momentos, ni siquiera se dio cuenta. En su cabeza y en su mundo interior enjaulado en cuatro paredes no había sucedido nada nuevo y ha sido con el paso del tiempo cuando ha empezado a comprender la realidad a la que se tenía que empezar a enfrentar. Estaba en su cama, sin querer salir y sin saber qué día era.
En este último año, la adaptación está siendo difícil para todos. Rafael se centra gran parte del tiempo en las cucarachas que cree ver en el techo, puro fruto de su estancamiento temporal y espacial y del tic tac de relojes que no cuentan días, pero restan minutos. Y es que él, que siempre ha encontrado salvavidas en mareas altas, hace tiempo que se cuestiona si realmente ha vivido o ha sido un personaje más en la función.
El niño de pelo rubio con pañoleta, el joven que no pudo ir a clase y el adulto que escapó para construirse un futuro son parte de la historia de Rafael Pérez. Al final, fue uno de esos niños que nacieron tres años antes de la guerra civil y que la historia del país se ha encargado en guionizar hasta completar todas las páginas de sus vidas.