Columnistas
Marcos García//
Me hace especial gracia el meme de la fiesta en la que todos se lo pasan bien menos una persona, en una esquina, que masculla algo. En mi caso sería “no saben que van a ser personajes de una columna”. La verdad por delante, debo decir que este planteamiento lo leí en un texto de Lorena G Maldonado hace un tiempo. A estas alturas todo está inventado, aunque sí es cierto que he puesto en práctica esa observación con la gente de mi entorno. No poder guardarte casi nada para ti es el mal endémico del columnista. Me ocurrió hace unos meses. Una amiga a la que no veía desde hace más de un año me contó su primer día de prácticas en un laboratorio. Lo que sobre el papel era modificar la genética de los alimentos acabó consistiendo en pelar zanahorias durante seis horas, hasta el punto de acabar con los guantes rojos. Ya tengo en borradores el “Lo siento, tenía que contarlo”, para disculparme con ella por WhatsApp.
Lo primero que me llamó la atención de Lorena G Maldonado es la “G”. Me apellido García porque mis padres me hicieron con cariño, pero sin saber de marketing. Con un apellido sugerente es más fácil ser columnista. Eso, o siendo una persona reconocida de la que se da por sentado su capacidad de articular opiniones por escrito. No negaré que hay buenos columnistas de autoridad, si los llamamos así. También es verdad que Los Punsetes escribieron “el mundo necesita conocer tu opinión de mierda” por algo. Frente al tremendismo, hace tiempo que me decanté por quitarle hierro a un asunto que ya es de plástico. Es lo que pasa cuando aprendes tu mayor lección de vida en una columna sobre el fútbol y las expectativas de Enrique Ballester: mantén un perfil bajo y, a nada que hagas algo bien, la gente te considerará un genio. Mejor no “fliparse”, como dice la juventud de ahora.
La pluma de Ballester tiene un componente especial. Es de esos columnistas que llenan sus textos con anécdotas que en el pasado resultaron dolorosas o traumáticas. Que una curva de tu pueblo lleve tu nombre por siniestrar ahí tu propio coche cuando eras adolescente duele menos con el paso de los años y además te sirve para perfeccionar esa historia. Es lo que tiene hacer de este género algo terapéutico y de reconciliación con nuestro pasado. Las desgracias encuentran su redención al ponerlas por escrito y pasan a jugar el rol de cabeza de cartel en las sobremesas. Sus protagonistas las desarrollan hasta alcanzar un grado de detalle digno del Ulises de James Joyce. En algunos casos son historias tan buenas como llenas de licencias poéticas (con elementos de ficción tirando a falsas, vaya), pero prefieres no parar ese frenesí narrativo improvisado. Esas personas son columnistas a su manera porque comparten el mérito de hacer de lo cotidiano algo extraordinario.
Decía Eduardo Galeano que somos lo que hacemos para cambiar lo que somos. También que recordar, del latín re-cordis, significa volver a pasar por el corazón. Escribió muchas cosas. Ninguna sobre el pánico de que te llamen “señor” al pasar por la valla de un colegio o que a la salida de un supermercado una abuela diga a sus nietas que se las va a llevar ese señor si no se portan bien. El señor eres tú en plena crisis de los 22. La vida pesa menos si la puedes poner por escrito.