Sórdida y ansiada normalidad

Marcos García, Guillermo Rodríguez //

“Hoy me he preparado como si saliera de fiesta”. Es la primera frase que pronuncia mi amigo nada más pisar la calle. Descubro entonces que la liturgia de ducha y reggaeton ha sido la culpable de hacerme esperar en el portal. La tarde “tonta y caliente” de Estopa se debía parecer bastante a Zaragoza el 5 de marzo de 2021. Ese mismo día de 1838 el pueblo zaragozano se alzó contra los carlistas. Y en esa misma fecha de 2020 no sabíamos que el cielo iba a caer sobre nuestras cabezas.

Se juntaron las ansias de normalidad con el sistema económico español, siempre ávido de personas que ocupen las terrazas. El camino hacia el centro de la ciudad podría ser el de cualquier día prepandémico. Mi amigo y yo llegamos a la conclusión de que nuestro nicho de mercado periodístico sería un podcast en el que describiríamos con prejuicios a la gente que nos encontráramos. De repente, un Porsche cruza Gran Vía a mucha velocidad.

– Tiene dinero

– Eso es que vende droga

– O juega en el Zaragoza

El bar que pretendemos ocupar toda la tarde se encuentra en la frontera con el barrio de la Magdalena. Allí donde los precios bajos de la cerveza atraen por igual a estudiantes y gente de mal beber. Somos la avanzadilla del grupo y encontramos una mesa libre en la terraza, que ya es un hervidero a las 4 de la tarde. La dueña del bar nos recibe, desinfecta la mesa y dedica unas palabras a mi amigo, fiel cliente del lugar, que hace ya un tiempo que no iba por ahí. 

Llega la primera ronda, sin necesidad de esperar al resto. Dos personas se ausentan un momento y una tercera, ataviada con un gorro y un chándal roído, aprovecha la ocasión para apurar de un trago los restos. Esta sordidez será la tónica de la tarde en toda la ciudad. Aquí es habitual ver a los empleados descargar garrafas de cinco litros de vino tinto del maletero de un Mercedes blanco, impoluto, conducido uno de los empleados.

A escasos 400 metros se aprecia un ambiente, en apariencia, diferente. Y precisamente esa es la clave de este juego: la apariencia. A escasos 400 metros, se respira un ambiente, en apariencia, muy distinto, ese que huele a colonia y está repleto de maniquíes de tiendas de Inditex. En mitad de la zona de bares del centro, se encuentra el Patio del Plata, un espacio del mítico bar de espectáculos de cabaret, pero ocupada por el público juvenil de la discoteca Kenbo, que descansa cerrada en la terraza colindante. Un patio que, desde la hora del vermut, solo resuella por alguna mesa vacía que ya está reservada. Este lleno absoluto a las tres de la tarde no parece gustar a un grupo de siete chavales que ve muy claro el terreno donde pasar la prometedora tarde de viernes festivo, pero que no parece comprender el “no” por respuesta, un síntoma que comparten todos los hijos de papá. Después de una larga y surrealista conversación con un camarero en la que el empleado intenta explicarles una cuestión tan simple como la falta de espacio, deciden irse a regañadientes y con caras de perdonavidas. 

Al rato regresan con el claro objetivo de cumplir sus deseos. Esta vez sí están de suerte: dos mesas han quedado libres. Tras un par de peticiones a modo de sugerencia para cambiar la mesa a otros grupos y poder estar juntos, ahí se plantan, en medio de una de las terrazas más cotizadas del centro de Zaragoza. Están en su salsa, en su ambiente, rodeados de los suyos, con sus tupés, sus pitillos y sus polos o camisas entreabiertas. Las zapatillas en vez de los náuticos nos indican que estamos ante un intento de cayetanos

De vuelta a la Magdalena, la tarde avanza al mismo ritmo que las botellas vacías y las copas se amontonan en las mesas. La gente se aferra a sus sitios porque perderlos significa irte a casa. Y en medio del caos sigue la dueña del bar, controlando la plaza con la mirada de los mil metros. No le tiembla el pulso para invitar a marcharse a un grupo de gente, lo que propicia que nuestro amigo rezagado tenga una silla. Está acostumbrada a lidiar con la parroquia de jóvenes, bebedores sociales entrados en años y personas que tienen en esa terraza su segunda residencia.

En el Patio del Plata, la dinámica parece la misma, pero más cínica. Las botellas de Verdejo pasan fugazmente por las mesas de los recién llegados para cambiar pronto a los cubatas; un intento de muestra de estilo que termina en el vulgar vermú torero de siempre. La tentativa de aparentar clase parece haber acabado cuando uno de ellos ha comenzado a morder el cuello de una botella de vino, tratando de arrancar la cápsula con los dientes. O puede que haya sido cuando ha descorchado la botella mirando a uno de sus compañeros y gritando “¡Ha sonado como el coñito de tu hermana cuando me la follo!”, mientras el resto de la banda suelta semejantes carcajadas que se oyen desde la Magdalena. O quizás haya sido al servirse la botella y beberse las copas de vino como si de chupitos se tratase; un arte que ni el que encuentra una fuente en medio del desierto. Como depredadores, los machos alfa marcan su terreno cantando rancheras y demás canciones que solo ellos tienen la poca vergüenza de seguir a grito pelado: “Con dinero y sin dinero, hago siempre lo que quiero”. Muchos de los que les rodean sonríen tímidamente. Mientras, niegan con la cabeza. Sus gestos revelan la envidia que les provocan. Se muerden los labios para no lanzarse también con los cánticos. Quieren formar parte de ese escuadrón del escándalo machirulo.

La hipocresía llega a su cúspide al acudir varias chicas a las mesas de los protagonistas. Sí, aunque parezca mentira, chicas: en femenino y en plural. A veces llegan de una en una y otras, de dos en dos; siempre cumpliendo las “estrictas” normas de seguridad del local. Parece que esas dos mesas se han convertido en el epicentro de la terraza; además de las jóvenes, los camareros no paran de acudir, cada vez con peor cara, con copas y chupitos. En uno de estos encuentros, uno de los camareros amenaza con echar del recinto a dos de sus clientes más distinguidos por fumar por enésima vez en la terraza. La advertencia acaba en discusión, y la discusión, en destierro. Tarjeta roja. Por fumar en una terraza, la menor de las tonterías que habían hecho, aquel grupo acaba siendo expulsado, como Al Capone cuando fue detenido por evasión de impuestos. Después de aquello, el Patio del Plata vuelve a la normalidad, como si un grupo de borrachos dando el cante en un bar no formase parte de ella.

En la Magdalena queda una hora para pagar la cuenta y dos para el toque de queda. Toca hacer frente la última ronda de chupitos y emprender el camino a casa. Los empleados del bar desalojan con paciencia la terraza y desvían el flujo de personajes ebrios hacia el paseo de la Independencia. Se juntarán con los de los demás bares, como El Plata, a lo largo de la avenida.

La vuelta a casa se parece bastante a las de hace un año, con la salvedad de la hora. No ha amanecido. De hecho, ni es de madrugada. Esto provoca una escena que en condiciones normales nos haría preguntar “¿A dónde van esos desgraciados?”. El grupo de El Plata vuelve a casa. Los amigos de la Magdalena se dividen cuando varios optan por seguir la fiesta en una casa, hasta que termine el toque de queda. La cincomarzada llega a su fin. Zaragoza se apaga antes de tiempo con el interrogante de cuánto podrán durar estos días. Al final de la jornada solo sacamos en claro que la normalidad se parece bastante a ver gente dando tumbos pasada de copas. La sordidez acabó resultando ser el indicador más fiable de la cotidianeidad.


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