Edwige, la chica sin país
Ana Baquerizo//
Es la casa más colorida en la que he estado nunca. Los tonos corales y bermellón salpican sin piedad las paredes y algunos muebles cuidadosamente colocados para aprovechar el espacio de este pisito de La Magdalena. Se trata de un céntrico barrio zaragozano, de mayoría inmigrante y de locales alternativos. Aquí tiene su hogar Edwige Wella (Pagouda, 1978), una joven togolesa de cuerpo grácil –un tanto desgarbado– y espíritu robusto. De apariencia naíf y actitud valerosa.
Estamos en el salón, sentadas frente a dos grandes cuadros tribales. Ella misma ha decorado la casa con motivos africanos en cada rincón. Un gato regordete y peludo se pasea del sofá a la mesita, con actitud despótica. Luego, se retuerce buscando el regazo de su dueña. «Este es Prudence, el rey de la casa», confiesa risueña. Cuando lo adoptó, tenía problemas en una pata. Ahora, ocupa el espacio del sofá que nos separa a Edwige y a mí mientras ella lo acaricia con mimo, una y otra vez.
Al mismo tiempo, los rayos de sol se cuelan por la ventana, desdibujados por unas finas cortinas carmesí. Entran en el salón e iluminan su rostro oscuro de niña buena. A lo largo de sus 35 años, esta joven ha vivido en tres países y ha conocido otras tantas formas de vida. «La verdad es que una termina sin ser ni de aquí ni de allá», admite con resignación. Ha salido al extranjero y, al conocer otras realidades, ha cambiado su escala de valores y aspiraciones personales.
La vida de madre soltera la ha convertido, a ojos de sus compatriotas, en una mujer rebelde. Dos conceptos que, cuando van juntos, asustan a los togoleses no tanto por molestos, como por insólitos. No se había casado cuando tuvo a Nadège, su primera y única hija –la niña de sus ojos, la misma a la que regaña durante la entrevista por querer salir a la calle sin abrigarse lo suficiente–. Por supuesto, Edwige sabe que su estilo de vida acapara miradas y comentarios en su tierra, especialmente desde que se separó: «Todo el rato me preguntan, ‘y, ¿cuándo te casas?’ ¡Tienen mucho afán de casarme! Pero yo les digo: ‘¿no me veis bien así o qué?’”.
Su semblante muestra una media sonrisa que deja al descubierto sus dientecillos separados. Interpreto que lo cuenta a modo de anécdota: ni rastro de enfado en su simétrico rostro de tierna chiquilla. Para ella, es natural. Conoce muy bien la estrechez de miras de su gente y, meditabunda, aclara: “Porque allí ellas piensan que no son capaces de vivir solas y hay muchas mujeres africanas aguantando lo inaguantable porque nunca han pensado que pueden estar mejor solas”. Edwige tiene un discurso pausado y reflexivo. De vez en cuando, se detiene para encontrar la palabra adecuada en un correctísimo español. A pesar de no seguir los estándares de vida que le corresponden por su origen, recuerda con cariño su infancia en Lomé. Y, aunque ser la mayor de cinco hermanos le obligara a ejercer de niñera mientras su madre vendía legumbres en el mercado, su expresión cambia por completo al rememorar sus «juegos y fechorías». Dirige la mirada en otra dirección para dejar fluir los recuerdos: «He sido una niña muy feliz. No tenía las cosas materiales que puede tener aquí mi hija pero recuerdo jugar en la calle y cosas especiales que solo he vivido en Togo».
-¿Qué cosas son esas?
-Por ejemplo, ir al colegio, que estaba algo lejos. Había que coger taxi. Allí, el taxi se comparte con tropecientas personas. Así, pagas poco dinero pero, a cambio, tienes culos empujándote por todas partes. Imagínate un coche de cinco plazas con más de ocho personas dentro…
No puede contener la risa mientras recrea la situación, gesticulando con garbo. Lo recuerda todo con detalle. Las anécdotas cotidianas y las ambiciones: “Desde pequeña soñaba con estudiar y trabajar, las mujeres no podemos quedarnos de brazos cruzados. Pero luego la realidad te pone en tu sitio y no hay trabajo y no hay sanidad. Si vas al hospital tienes que comprar los guantes o la jeringuilla para dársela al médico. Y si las mujeres tienen complicaciones en el parto, o pagan la cesárea, o ya puedes ir despidiéndote de ellas. Tengo conocidos a los que les ha pasado”.
La vida no es fácil en el Golfo de Guinea, una de las regiones más pobres del continente. Un área de unos 475 mil km2 en los que varios países minúsculos han acumulado durante décadas conflictos y golpes de estado en un vergonzoso historial que se traduce en subdesarrollo.
Precisamente fue la complicada situación política la que empujó a salir a esta joven del país en 1994, cuando tenía 16 años. Entonces, la comunidad internacional acababa de romper relaciones con Togo durante los siguientes diez años por el amaño de las elecciones de 1993, las primeras democráticas después de que la Agrupación del Pueblo Togolés (Rassemblent du Peuple Togolais) dejara de ser el partido único.
Demasiada inestabilidad para una niña que tenía una tía en Europa, dispuesta a acogerla. Edwige dejó atrás su casa. Primer destino: Alemania. «Mi tía decidió que fuera a allí. Alemania era muy distinta a Togo, me llamaba la atención todo: la ciudad grande, con los edificios grandes… Pero, sobre todo, la relación entre las personas, que era muy distante. Los vecinos no se conocían».
Pasaron seis años y la Edwige veinteañera vino a España para cimentar su vida definitiva. Al poco de instalarse tuvo a Nadège, que es ahora una simpática adolescente de 12 años, con el pelo lleno de trencitas y casi tan alta como su madre. El día en que empezó la Primaria quedará, imborrable, en el recuerdo de Edwige. Fue entonces cuando tomó la decisión que marcaría su futuro: la hija empezaría el cole; la madre, la universidad. Quería formarse, estudiar una carrera en la Universidad de Zaragoza. Le llamaba la atención ayudar a la gente así que le tocó trabajar y cuidar a su hija, a la vez que repasaba los apuntes de Trabajo Social.
-¿Cómo fue el primer día?
-Iba yo nerviosa perdida, me preocupaba mucho si iba a estar a la altura. Pero enseguida me di cuenta de que había también unas cuantas personas de mi edad, incluso más mayores. Me fui juntando con ellos y, poco a poco, fui adaptándome. Pero también me he relacionado mucho con los jóvenes. Ellos no me daban los años que tenía, decían que aparentaba menos [risas]. Para mí, los años de la universidad han sido una experiencia insuperable.
Es su gran orgullo. Me invita a seguirla hasta su cuarto. Allí, la orla de la promoción 2008-2012 acapara el protagonismo de una de las paredes, junto a la beca de graduación. Satisfecha, señala su retrato situado en el lado derecho, al lado del marco. Debajo, pone Piniwe Wella: “Es lo que figura en mi pasaporte pero siempre me han llamado Edwige. Es un nombre francés y, antes, en mi tierra, los nombres franceses no podían figurar en los documentos oficiales”.
Como todos los nombres africanos, el suyo está dotado de significado. Piniwe significa escudo protector, “y si alguien quiere hacerte daño, puede intentarlo por todos los medios pero no lo va a lograr”, recalca incrédula.
Ella ha tenido que protegerse muchas veces para evolucionar y llegar a ser una mujer independiente. Una independencia que le da su empleo como trabajadora social en Médicos del Mundo. En esta ONG, Edwige es el escudo protector de muchas mujeres que como ella, son migrantes. Al acabar la carrera, empezó como mediadora en el proyecto contra la mutilación genital femenina. Era la encargada de ir a los hospitales públicos de Zaragoza cuando nacía una niña de padres africanos. Les convencía de que no era lo correcto y les explicaba las consecuencias penales que se derivan de su práctica en España. Ahora, se dedica a la atención social en la oficina. Principalmente, orienta a personas en situación irregular que, desde la entrada en vigor del Real Decreto 16/2012, están excluidas de la atención sanitaria. A ella le gusta su trabajo, transmite ilusión por lo que hace. Pero también vive momentos difíciles en los que su condición de negra y graduada en Trabajo Social parece ser incompatible hasta para sus paisanos. “Algunos me miran desconfiados y preguntan, ‘¿dónde está la trabajadora social?’ Cuando les digo que soy yo, preguntan ‘¿pero no hay otra persona? A veces, me hace gracia pero muchas me da rabia. No puedes tener tantos prejuicios por el color de la piel, primero hay que dejar que te atiendan”.
Sus ojos almendrados y acuosos transmiten serenidad. Arquea sus discretas cejas de vez en cuando. Todos sus movimientos son dulces, como a cámara lenta. Asume lo que le toca vivir en el trabajo con cierta resignación pero también destaca la parte “gratificante”: “Noto que hay gente que no se fía la primera vez, pero luego ven que no es para tanto y ya solo preguntan por mí, por la morenita. Me agrada mucho que reconozcan mi trabajo, que vean que no pasa nada por tener otro color de piel. Al final, somos todos parecidos, perseguimos las mismas cosas”.
-Y tú, ¿qué persigues?
-Simplemente, vivir tranquila. Hablo mucho con mi hija sobre las situaciones incómodas que sufro y ella también ha experimentado algunas. Pero ojalá que la generación de mi hija sea diferente para dejarle desarrollarse como persona. No entiendo cuando le dicen “inmigrante de segunda generación”, ella no ha inmigrado nunca, solo conoce esto. Por muy integrada que esté, la sociedad se encargará siempre de recordarle que es diferente. Si cuando me pasa a mí me duele, con mi hija todavía más.
Su hilito de voz es ahora más contundente que nunca. Se queda en silencio y suspira amargamente. Parece que le cuesta hablar.
-Hay mucho desconocimiento acerca de nosotros, los africanos. Mira, te voy a contar algo que me pasó en una tienda. Vino una chica africana que no hablaba español y la mujer de la tienda ya me había visto muchas veces y me pidió ayuda. Me dice: ‘Por favor, ¿tú no hablarás el africano para entenderte con ella y me cuentas? Me quedé parada y le pregunté: ‘¿Qué es el africano? ¿Acaso tú hablas europeo? Entonces se dio cuenta de que no tenía sentido. Y mira, Togo es un país muy chiquitín y tiene 43 idiomas, ¿cuál de ellos quiere que hable? Pero no entiendo por qué les cuesta tanto entenderlo, en Europa también se habla francés, alemán, inglés… En mi tierra hay ciertas cosas básicas que la gente sabe decirte sobre Europa, pero no al revés.
Su aire indignado se suaviza poco a poco. El gato Prudence salta de un lado a otro con elegancia. Me queda una duda sin resolver.
-Y, ¿qué hiciste con la señora de la tienda?
-Le dije que lo sentía mucho pero que el africano no lo hablaba
La pregunta ha conseguido romper su seriedad. Edwige confiesa que se siente muy integrada aquí pero que, al mismo tiempo, sabe que no es de aquí. Tampoco de allá. “En mi país dicen que me he vuelto como una blanca por mi comportamiento. Y mira, yo respeto las cosas que hacen en mi tierra pero yo no vivo ahí. Seguramente, si estuviera allí, también tendría esa mentalidad, pero no es el caso”.
Una lucha que nunca acaba por llevar una vida que nadie en su familia va a conseguir comprender y, mucho menos, compartir. Ha sido rompedora en el momento más difícil y ahora tiene la vida que ella ha decidido. Un ejemplo vivo de que mujer, africana, cualificada e independiente son palabras que suenan bien juntas.
Autora:
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![]() Ciudadana del mundo, rebelde con -y por- muchas causas, fan de las historias de la gente corriente. Hace quince años, de mayor quería ser periodista. Ahora, además, soy activista por los derechos humanos y apasionada por los países del sur, aunque vivo en Londres.
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