Familia, toros y vida de un recortador

Sergio H. Valgañón//

Jorge Cortés comparte, desde su infancia, la pasión por el festejo popular con su hermano David. Los dos sueñan con saltar juntos a la plaza en cuanto la pandemia se lo permita. 

Jorge Cortés aparece por el portal a toda velocidad. Pide perdón por la tardanza, aunque solo se retrasa dos minutos. Confiesa que ha tardado en vestirse y que casi se deja la cartera. Ha elegido un jersey de color claro, que se pelea por retener sus músculos, y unos vaqueros desteñidos que se ciñen por sus piernas conforme se acercan al tobillo. De calzado, unas zapatillas blancas. Su cuerpo no alcanza el metro ochenta, pero impone. Cuenta que nunca había ido al gimnasio hasta la semana anterior, que su genética y su vida le habían ayudado a mantenerse en forma. 

Su reciente inscripción en un club deportivo para hacer pesas y abdominales tiene una explicación. Jorge ha superado todas las pruebas de acceso al ejército y espera una llamada a mediados de mayo. Si todo sucede como él desea, en menos de un mes pondrá rumbo a alguna provincia española para comenzar su instrucción como militar. Siguiendo los pasos de su padre y de su hermano Sergio, el menor de los Cortés sonríe cuando habla del ejército. Su sonrisa, que solo se puede intuir por culpa de la mascarilla, parece enorme, de esas que rara vez desaparecen de la cara. 

Enérgico en parado, indica el camino a seguir. Su andar resulta tranquilo, casi lento en comparación al torbellino que bajó corriendo por las escaleras. Durante el paseo, incide en las ganas que tiene de comenzar su formación como soldado. Ha visto vídeos en YouTube y ha hablado con sus familiares sobre lo que se encontrará en sus primeros días en el ejército. Lamenta que la pandemia le obligue a pasar, cada dos meses, unas semanas en casa. Aunque las caminatas y el trabajo de campo seguirán la tónica habitual, la teoría la aprenderá desde su habitación con clases online. Bromea: si echa de menos la instrucción, no le quedará más remedio que emular el monte con el salón de casa. 

El salón no está como siempre. Los cojines están desordenados y la mesa central está fuera de sitio. Alguien la ha movido. Los dos ocupantes de la estancia son los culpables: David y Jorge. Catorce años el primero, apenas cuatro el segundo. Se sonríen y se admiran, aunque nada brilla más en el hogar que la mirada que el benjamín dirige a su hermano mayor. Sin hablar, se separan. Dos, tres metros de distancia entre ambos. David se acerca a una de las paredes del salón. Jorge, pequeño como es, se hace con el centro de la sala: la habitación del prestigio queda dominada por el menor de los Cortés Esteban. 

Los pasos hasta el lugar adecuado son firmes, seguros, sabedores de un ritual que nunca ha visto. Conoce al dedillo todo lo que tiene que hacer y cómo lo tiene que hacer. Llega al punto marcado. Da una vuelta sobre sí mismo con calma, tranquilo. Su vista se cruza con las cortinas, los cuadros, el espejo, la televisión, la librería y las paredes. Su recorrido del perímetro termina en la última esquina, en la que David le espera.

Jorge clava los pies. El hermano mayor hace una señal y se acerca a la carrera. La cabeza de David vuela, con los índices a modo de cuernos, hacia el pecho de su hermano. Jorge da un minúsculo paso a la derecha. Cuando David está a punto de alcanzarle, vuelve a su posición inicial. Ha pasado. Olés y aplausos. 

La tarde es larga. Al primer quiebro le seguirán mil más, acompañados de recortes, esquivas y amagos de rodillas. Una y otra vez, sin descanso, puliendo una técnica que aún no ha visto ante vacas o toros. Aún quedan muchos años para demostrarlo, pero Jorge Cortés ya es recortador.

En las fiestas de Albalate del Arzobispo, como en tantos pueblos, la plaza de toros es protagonista. Chavales con falta de adrenalina y exceso de cerveza saltan al ruedo en busca de una carrera que les haga sudar. De encontrarse con un revolcón, la vaquilla no les hará daño, pero les dará horas de risas para la noche. 

Los festejos populares tienen requisitos de admisión. Para bajar a la plaza y permanecer en el ruedo durante su celebración, deben haberse cumplido al menos los dieciséis años. Si se tienen amigos, no se mira el carné de identidad.

Quiebro de Rodillas Jorge Cortés (1) Con solo diez años, Jorge Cortés está en la arena de Albalate. Escucha los comentarios de la grada, los ánimos de alguno de los vecinos y el temor de muchos otros. Junto a la puerta, su hermano David pide un becerro pequeño, a la medida de Jorge. La conversación entre los dos es simple: el mayor da las indicaciones, el pequeño las asume. David le avisa de la velocidad, de que debe aguantar hasta el final, de que lo mejor es apurar la retirada hasta que no haya más remedio. Jorge, con las dudas de la primera vez, parece un periodista de vieja escuela: qué va a pasar, cómo sé lo que tengo que hacer, cuánto va a durar, cuándo me retiro, por qué no ha salido el animal todavía. 

Como en el salón de su casa, Jorge ejecuta a la perfección su tarea. Paso lateral, amago, quiebro. Quieto en su sitio, tímida ovación del respetable. David culmina el sueño: las fotos que se perdieron mostraban al hermano pequeño, con los brazos en alto y los dedos marcando la señal de la victoria sobre los hombros del mayor. Jorge Cortés ya tenía su primera salida por la puerta grande. 

El paseo termina en un bar. Cerca de su casa, de estreno, no lo conoce mucho. Tras cruzar el umbral, es otro hombre. El lento caminar de las calles se transforma con los tres pasos rápidos y directos hacia la barra. Como el toro, Jorge se tensa cuando está encerrado. 

Mientras el camarero se acerca, a él ya le ha dado tiempo a elegir lo que va a tomar, preguntar a su acompañante, sacar la cartera y revisar en el teléfono los últimos mensajes recibidos. La decisión de hoy es firme: vino. El tinto es uno de sus últimos descubrimientos. Lo bebe desde hace poco, desde que frecuenta las excursiones por el campo con algunos compañeros y amigos, también aficionados al festejo popular. 

En la mesa, apoya la copa, pone en silencio el móvil y se quita la mascarilla. No le gusta el complemento estrella de la nueva normalidad. Acostumbrado a los paseos por el monte y el trabajo al aire libre con el rebaño de su hermano, le molesta tener que llevarla. El campo le da la oportunidad de olvidarse, aunque sea por horas, de la extraña situación generada por el coronavirus.

En cuanto el festejo popular aparece en la conversación, el nombre de su hermano David vuelve a escena. Confiesa, una vez más, su admiración. Lo eleva a la altura de ídolo, el máximo reconocimiento existente. No se olvida tampoco de su hermano Sergio quien, en palabras de Jorge, es el único que ha dejado tranquilo a sus padres. Más formal y estudioso que los otros dos, el mediano nunca ha sentido atracción por el mundo taurino. La única vez que se acercó a una plaza fue de fiesta con sus amigos: Jorge lo cuenta entre risas, como el que analiza, desde la visión de un experto, la primera faena de un aficionado

Jorge y David Cortés (1) Después de dos sorbos rápidos, se acuerda de María José y Luis, sus padres. De Luis habla poco. Porque Luis habla poco. Sin embargo, las broncas más contundentes y las collejas -merecidas, confiesa- las reparte el padre. María José, mujer enérgica, solo vio a David un puñado de veces recortando. El miedo y el sufrimiento generados al ver a su hijo mayor frente al toro le hicieron dirigir todos sus esfuerzos a evitar que los dos pequeños se acercasen al ruedo. Con Sergio funcionó; con Jorge, las pruebas evidencian que no. Con la más fuerte de las carcajadas, el benjamín de los tres hermanos cuenta el duelo del que salió vencedor: su madre le repetía, día y noche, que jamás pisaría una plaza de toros. Desde aquella tarde en Albalate, Jorge vive en una victoria

A la difícil edad de los trece años, uno quiere hacer todo cuando no se puede hacer casi nada. Se quiere contradecir a los adultos, escapar de casa y cumplir los sueños. Jorge Cortés puede presumir de haber tachado las tres cosas de la lista en una misma mañana.

La puerta quedó entreabierta. Sergio venía de fiesta, cansado. La semana de las fiestas del Pilar agota a cualquiera. Jorge se percató del descuido de su hermano: apuntaló el maniquí de almohadas y cojines, lo cubrió con las sábanas y salió de la habitación. Enfiló el pasillo, abrió ligeramente la puerta y se escurrió al rellano. Escondido tras un pilar, escuchó como su madre cerraba con llave, maldiciendo la loca cabeza de su hijo mediando. Un minuto después, Jorge echó a andar.

Voló por los pasillos de la comunidad y bajó las escaleras a saltos. Se abrochó la cremallera. Hacía frío, pero aquel día la chaqueta no tenía que abrigar. Comprobó sus bolsillos una vez más: teléfono, llaves y doce euros. Uno, para comprar el pan y completar la excusa al volver a casa; los otros once, para conseguir una entrada a las vaquillas de la mañana en la Plaza de la Misericordia. 

Cogió el autobús cerca de casa. En ninguna parada dudó de su cometido. El transporte público juntaba a los más trasnochadores, que buscaban un lugar donde desayunar, con los más madrugadores, que se dirigían al festejo popular más popular de las fiestas del Pilar. 

Bajó en la parada indicada. Hizo fila junto a sus compañeros de viaje para comprar la entrada. Pagó. Recogió el billete. Subió hasta las filas intermedias. Desde ahí, disfrutó del espectáculo: la música, la fiesta, el sueño y las vacas generan un clima único en la fría mañana otoñal zaragozana. Cuando uno de los animales resultó de su agrado, bajó hasta la primera hilera de asientos. Miró a ambos lados, en busca de un policía o de un chivato que pudiesen frenar su cometido. El único que se enteró de su acto fue un anciano que celebró, junto a su nieto, la valentía de Cortés. 

En el burladero, subieron las pulsaciones. Evitando las dudas, que siempre son malas consejeras, saltó a la arena. Tiró la chaqueta y llamó a la vaca. Los otros jóvenes, en una mezcla de generosidad y locura, le ayudaron. Con el animal enfrentado, Jorge le chistó un par de veces más. Se miraron a los ojos. La vaquilla aceptó el reto y salió disparada hacia él. 

El inicio de siempre: paso lateral a la derecha, amago, vuelta a la posición inicial. El final, como nunca: su cuerpo voló un par de metros, dio una vuelta de campana y cayó con el cuello torcido. La vaca insistió sobre Jorge, como el profesor que repite la misma lección con un alumno. 

Fue a la enfermería de la plaza obligado. Allí, un policía local, vecino de Albalate, le puso en contacto con su familia. Unos minutos después, su padre le dio el mayor rapapolvo de su vida, mientras Jorge intentaba que las heridas llenas de agua oxigenada no se pegasen con la ropa. Al día siguiente, en clase, fue ídolo, motivo de chistes y pasó la mayor parte de la jornada enseñando las marcas de guerra.

Aquella mañana de las fiestas del Pilar, cuando pisó por primera vez el coso de la Misericordia, Jorge Cortés aprendió dos cosas: la primera, que las vaquillas utilizadas en el festejo popular tienen mucha experiencia y que se saben casi todos los quiebros posibles; la segunda, mientras comenzaba el eterno castigo de sus padres, que no es bueno ejecutar planes tan increíbles en la primera adolescencia. 

La frontera en 2020 no es una puerta. Los límites de las comunidades autónomas separan hoy, por culpa del coronavirus, a la ciudadanía española. No es un impedimento para Jorge y sus amigos recortadores, sus nuevos compañeros de aventuras.

Una vida saltando burladeros les ha hecho aprender a evitar obstáculos. Con cierta facilidad, incluso. Por eso, cada fin de semana recorren diferentes territorios de la geografía nacional en busca de un par de toros, cinco vaquillas y un lugar donde comer. Como el deportista de élite que necesita de los mejores rivales para mantener el nivel, el recortador necesita seguir en contacto con el toro para ser el mejor en la plaza.

La organización es sencilla. Unos mensajes de teléfono móvil, una fecha elegida y un precio acordado. Y un documento firmado, para evitar cualquier problema con las autoridades policiales: unos días son agricultores, otros pastores, otros peones de campo. Lo que sea para mantener la llama del toro viva.

Con estas escapadas románticas, ganan todos. El ganadero ingresa una cantidad de dinero considerable, y más en un año en el que los festejos taurinos han desaparecido. Los animales evitan la muerte, salida obligada de muchas ganaderías ante la imposibilidad de mantener con vida a las vacas. Y el recortador disfruta del campo, de su rival, de la actividad física y del entrenamiento. Grandes carteles se aproximan para Jorge, que lamenta no haber podido competir en las fiestas del Pilar, pero mira con ganas las Fallas de este verano. 

Jorge Cortés Goyesco (1) En los ruedos clandestinos, los hermanos Cortés se retan: si David apura, Jorge apura más; si Jorge arriesga, David arriesga más. Vítores de compañeros y aplausos de los organizadores se suceden. Los dos se aconsejan y se ayudan, pero siempre se exigen lo máximo. Con orgullo, presume de que solo ellos se atreven con toros y cuenta que los demás no pasan de las vaquillas.

En esta extraña época, Jorge mantiene viva la ilusión y, gracias a estas improvisadas escaramuzas, la técnica ante el toro. David, por su parte, quiere volver a las andadas que le hicieron campeón de España hace una década. En el horizonte, el sueño de los hermanos Cortés y la pesadilla de su madre: David y Jorge, mano a mano, recorte a recorte, compartiendo toros en la Plaza de la Misericordia. 

Muestra contento algunas fotos. En ocasiones vestido de goyesco, en ocasiones en chándal. Las imágenes se suceden: toros de todos los colores y de todos los tamaños rozan el costado de Jorge. A veces de pie, a veces de rodillas, algunas serio, otras con cara de asustado. La cámara capta cómo Cortés esquiva al animal y lo mira por encima del hombro, con la mezcla justa de admiración y chulería que se necesita para meterse en una plaza.

Los vídeos resultan aún más espectaculares. Un par de chillidos o un compañero colocan al toro en fila. Quinientos kilos de masa aceleran en busca del fino cuerpo de menos de ochenta. El quiebro, la especialidad de la casa, frustra al astado que frena poco antes de llegar a la pared. Gritos de amigos en las capeas secretas, ovaciones atronadoras en aquellos festejos previos a la pandemia. Después, solo queda la figura de Jorge en el centro de la plaza.

Termina la copa, pide la cuenta y paga. Recoge la cartera, le devuelve el sonido al móvil y se pone la mascarilla. El ritmo acelerado le dura hasta la puerta del bar: el camino a casa volverá a ser lento. Deja los toros encerrados en la taberna y vuelve a hablar de la instrucción y de sus aspiraciones dentro del ejército. Promete enviar un par de fotos -terminará enviando tres decenas, con algún vídeo, y pidiendo perdón por la tardanza-. Se despide con la misma sonrisa de siempre, oculta de nuevo por la mascarilla. Sube las escaleras del portal a toda velocidad. Desaparece. Como en las mejores faenas taurinas, todo queda como al principio. 

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