Graduado en incertidumbre

Alba Fernández//

Vas al colegio, pasas al instituto, terminas el Bachillerato, te enfrentas a la Selectividad, te estresas porque no entiendes cómo funciona la ponderación de las asignaturas, buscas cuál es la nota de corte de este año y… ¡Uf! Has entrado a la carrera que querías. Por fin eres universitario.

A partir de ahora todo será mucho más fácil. Estudiarás lo que te gusta, no llamarán a casa si te saltas alguna clase y ¡hasta irás a fiestas universitarias! De esas con los vasos de plástico rojo y cerveza de sobra.

¿No?

No del todo.

Para empezar, si quieres que esto ocurra, tienes que pagar. Y, vale, 1.000 euros de matrícula no está tan mal si lo comparas con los 30.000 que pagan en las universidades americanas. Pero sigue siendo dinero que, desde luego, no vas a recuperar con las prácticas no remuneradas que tu carrera oferta. Aun así, los pagas porque es tu educación y eso es lo más importante. Es lo que siempre te han dicho mamá y papá. 

Cuando pasa el verano y por fin comienzan las clases, todo es bastante emocionante. Nuevos amigos, materias que parecen interesantes, tomas apuntes con el ordenador como en las películas y encima tienes muchas menos horas de clase que en el instituto. Estás encantado.

Pero esta ilusión es pasajera. A medida que los meses se hacen más fríos, la emoción de las primeras semanas se empieza a disipar y te das cuenta de algunas cosas que no te gustan demasiado. Como que algunos de tus profesores solo vienen a clase a leer las diapositivas y que, cuando no entiendes un concepto y reúnes la valentía para levantar la mano y preguntar, te miran con desprecio. Te humillan por no saber. Y dejas de levantar la mano.

Tus amigos nuevos, con los que parece que has entablado una amistad genial, te proponen trabajar juntos para realizar los, más o menos, 200 proyectos grupales que os han asignado de tarea (cortesía del Plan Bolonia). Aceptas encantado sin saber que el júbilo será fugaz. El trabajo es duro y tus compañeros no siempre se lo toman en serio. Es desalentador y no puedes evitar sentirte frustrado. 

Tú tampoco estás exento de culpa. No sabes muy bien de dónde sacar toda la información que necesitas y citar en formato APA es una verdadera pesadilla. La amistad se resiente un poco más con cada evaluación continua. 

Antes de lo que te esperabas llega la época de exámenes y de repente echas de menos el instituto, cuando todo lo que tenías que estudiar estaba en un libro de texto, bien redactado y coherente. Ahora los apuntes los tomas tú y lo cierto es que algunos de los que escribiste a las ocho y media de la mañana no tienen demasiado sentido. 

Te levantas temprano para ir a la biblioteca pero cuando llegas a la universidad ya están todos los sitios cogidos. Te toca volver a casa donde tus vecinos están de obras y tu hermano pequeño tocando la flauta (y te preguntas si las clases de música en primaria son de verdad necesarias).

Estudias como puedes porque, al igual que la mayoría de tus amigos, tienes que equilibrar las clases con el trabajo y no te queda demasiado tiempo libre para hacer otras cosas importantes, como ducharte o comer tres veces al día.

Cuando acaban los exámenes y te dan las notas has suspendido dos. Y piensas “no, no, no, por favor”, porque con tantos créditos no te van a conceder la beca y no puedes permitirte pagar segundas matrículas. Y la peor parte es que ya ni siquiera te gusta tu carrera. 

Elegiste mal cuando tenías 17 años y estabas bajo la presión de “esta elección marcará el resto de tu vida”, ¿quién iba a decir que en esas circunstancias alguien podría equivocarse?  Estás exhausto y tienes muchas ganas de abandonar. Sin embargo, no lo vas a hacer. Porque solo hay algo peor que no haber ido a la universidad: haber dejado la universidad. 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *