Las muertes luminosas de Leila
Texto: Sara Millán. Fotografías: Leila Amat//
La fotografía es una forma de capturar la luz y la esencia de la realidad. Roland Barthes, Susan Sontag, y otros muchos especialistas han debatido sobre estas cuestiones. ¿Este arte capta el momento tal y como es? ¿Lo falsea o lo altera? Esa cuestión no ha sido solucionada, y queda dependiente de la subjetividad de cada uno. Pero hoy, lo que importa, es la realidad de Leila Amat.
Leila se desangra en un desierto de tierra cuarteada. Una vez su madre le dijo que se mata en sus fotos porque no se puede matar en vida. A través de sus venas fluyen amapolas que empapan la sequedad del suelo, fundiéndose con él. Se pinta los labios del mismo rojo desafiante que los claveles de su Andalucía natal. El rojo es su color favorito, hace juego con la sangre y parece querer decir “mira, pese a todo sigo aquí, aguanto”. Procura no abusar de él, pero a menudo incendia sus imágenes y ataca directamente al espectador. Es vida y muerte, fragilidad y fortaleza, pasión y tristeza; binomios indisolubles con los que juega en sus fotografías
Es muy sencillo charlar con ella. Cuando habla de su infancia y de su abuela le sale el acento andaluz. Su niñez transcurrió en Sevilla, y en su obra hay mucho de esa ciudad: los caballos, las naranjas, la luz dorada… De ella misma emana esa luminosidad. El piercing que parece dos pecas perfectamente alineadas al lado de su ojo izquierdo es hipnótico. Si Klimt la hubiera conocido, la habría convertido en alguna versión alternativa de sus ondinas con media cabeza rapada. Sus fotos tienen mucho de mediterráneo, pero también encierran algo más oscuro y atávico. Suena Arvo Pärt de fondo. Las notas de Silentium funden su esencia con el imaginario de Leila Amat.
Empezó en la fotografía a través de la cámara analógica de su padre. Ha hecho fotos desde siempre, pero fue durante la carrera, filología hispánica, cuando empezó a hacer algo más cercano a su trabajo actual. Entrar en el psiquiátrico fue lo que marcó su futuro: la depresión le mostró que se quería dedicar de manera definitiva a la fotografía. No la considera una de las artes más excelsas -por encima están la música o la literatura-, es su herramienta de supervivencia, su vía de escape. Aunque tenga la espinita de realizar algún proyecto cinematográfico, para ella este es su arte, el más pequeño, frágil e íntimo. Ni siquiera le gusta trabajar con grandes series: concibe cada escena como un pequeño cuadro independiente. Plasma con imágenes todo lo que no puede decir con palabras. Leila, como Eva Luna, piensa en imágenes congeladas en una fotografía.
¿Hay que ser infeliz para crear?
Aunque la fotógrafa ha encontrado varios ejemplos de artistas satisfechos, reconoce que la mayoría de las veces el arte surge a la hora de plasmar un conflicto. Su fotografía ha ido cambiando a lo largo de los años, desde una época más oscura hasta la actual, llena de luz. Esos primeros momentos fueron los marcados por su depresión y las estancias en psiquiátricos. Al igual que James Rhodes en su autobiografía, a los psiquiátricos los llama “extraños infiernos patrocinados por las industrias farmacéuticas”. Ella añade a esto un círculo vicioso: mientras más demuestras que tu estado de agonía y angustia va in crescendo, más días te toca estar encerrada.
Cuenta que son cárceles. Cuando entras en un psiquiátrico te lo quitan todo: la ropa, los objetos personales… incluso los libros, porque puedes cortarte las venas con las páginas. Te despojan de todo lo que amas. Te atan, te obligan a comer, a tomar pastillas… Eres como una especie de autómata. Detrás de una enfermedad mental está una industria farmacéutica a la que le dan igual tus problemas.
Ella seguía sufriendo y lo único que hacían era narcotizarla, lo que además le ha generado una adicción. En octubre de 2013 dejó las pastillas. El único centro en el que podía hacer fotografías era un infierno igualmente, pero tenía un horario de visitas más amplio. Su padre le llevaba la cámara, hacía las fotos, le quitaba la tarjeta y en el portátil ya podía manipularlas. Luego tenía que volver a llevarse la cámara. Así es como pudo sobrevivir a ese lugar.
Pese a la dureza de estos recuerdos, lo cuenta con aplomo y serenidad. Habla de la correoterapia, neologismo con el que describe el momento que sigue a sus gritos y llantos. Ese en el que los celadores y “seguridad” se apresuran para atarla a la cama de manos, piernas y cintura. Siempre con guantes, como si fueran leprosos. Los internos tenían una broma particular: cuando alguien te pregunte, di que estás estupendamente para salir. Su último encierro fue cuando estuvo casi un mes en coma, tres meses después de conocer a su pareja, Guille. Fue cuando su madre se plantó y dijo “basta de psiquiátricos, porque ya ha entrado en tropecientos y no funciona”. A partir de ahí hizo un pequeño esfuerzo. Menciona la canción Somebody I used to know, de Gotye, en la que dice: You can get addicted to a certain kind of sadness. Puedes ser adicto a determinado tipo de tristeza. La angustia es adictiva y muy cómoda cuando no tienes fuerzas. En la tristeza tienes dos opciones: meterte en la cama y no querer salir o luchar. Un día decidió que iba a salir de la cama aunque fuera a rastras.
“Cuando tienes una depresión eres una especie de agujero negro de energía negativa que lo absorbe todo”. Es consciente de que estar al lado de una persona con depresión profunda es el infierno. Quienes no la dejaron ni un momento sola fueron sus padres y Guille. Piensa que los que están apegados a una persona con una enfermedad mental y aguantan hasta el final, aunque no estén obligados a ello, son héroes. En ese último intento de suicidio, su hermana le dijo a Guille: “mi hermana lleva ya catorce intentos de suicidio, está muy pallá y lleváis tres meses; aún tienes tiempo de salir corriendo. Esto no tiene una solución a corto plazo”. Y Guille respondió como muy sorprendido: “si Leila y yo estamos juntos en esto”. Sin conocerla de nada decidió no abandonarla. Comenta que ha sido una persona muy fuerte, con la capacidad de no contagiarse de su energía negativa.
«Te haces experto en aniquilarte»
“Cuando alguien intenta suicidarse está en un momento no racional, dominado por un sentimiento de agonía. Es como una venda en los ojos: no ves. Te da igual tu entorno, el dolor que puedes causar a tus espaldas, los familiares que dejas…”. Conoce pocos suicidios que se hayan hecho de manera racional. Otra cosa es una enfermedad mental como es la depresión, en la que el suicidio es una obsesión permanente. Quería tener un botón, apretarlo y acabar con todo. No es que quisiera suicidarse, poca gente quiere. Lo que quería era dejar de existir, dejar de sentir dolor. No fue eficaz porque siempre se intentaba cortar las venas o tomar pastillas. El último intento casi funcionó porque mezcló un medicamento de liberación prolongada con somníferos, con lo que no pueden hacerte un lavado de estómago.
Leila piensa en el suicidio como un acto humano de elección trascendental y sublime. Cree que con tan solo pensarlo ya le marcamos un pequeño pulso a la vida, sin conformarnos con las leyes de la existencia. Nunca ha tenido miedo a la muerte, solo teme que sea violenta o con dolor . No es creyente, y supone que habría lo mismo que antes de nacer: nada. Le parece una culminación de la vida. Puede que su madre tuviera razón cuando le decía que se mata en sus fotos porque no puede matarse en vida. “Bienvenida sea la fotografía si podemos matarnos a través del arte; déjame al menos esa vía.” En su trabajo, la muerte es un modo de descanso, un escape al dolor. Si son naturales, las víctimas parece que están dormidas, sin signos de violencia, en un entorno idílico. Si no son naturales, aparecen dando la espalda, ocultando el rostro.
Sus fotos siempre ocultan algo más de lo que se ve a simple vista. Una mujer flota sin esfuerzo sobre las aguas, pero en una segunda mirada, adviertes que en vez de pies tiene manos, y que su reflejo muestra algo muy diferente. Frente a un piano, ella misma se sienta con el cuerpo recogido en un gesto íntimo. A través de la puerta, en el suelo, asoman unos brazos que parecen arrastrarse hacia ella. Sobre la encimera de la cocina, una joven nínfula se acerca las manos ensangrentadas a la boca con expresión de inocencia. Dice que mientras trabaja, sale de sí. Además de una forma de evasión, es una exploración de sí misma. A veces también es interpretación de un mundo que no termina de comprender y que necesita explicar con arte.
Diferencia entre autorretrato, registro fidedigno de lo que es realmente, e invención de personaje. Además de convertirse en demiurgo con la fotografía, Leila disfruta escribiendo. Sus creaciones tienen capacidad de regeneración, pueden dotar al ser de un nuevo yo. Ella es todos sus personajes y a la vez ninguno. El ser humano nunca deja de interpretar, la vida a veces es un posado: “desde contar una mentira, hasta ser educado con alguien que nos cae mal”.
Leila se siente muy identificada con lo que está haciendo en la actualidad: autorretratos de embarazada. Le gusta sobre todo uno en el que está con el torso desnudo, las manos llenas de tierra y una planta saliendo del ombligo. Desde que espera a su hija no tiene ataques de angustia muy severos, siente que esta nueva etapa la va a transformar. Sin embargo, reconoce que de vez en cuando “se pone muy dramas”, y en esos momentos su autorretrato favorito es La aristócrata suicida, en la que aparece muerta flotando en un río. Pero admite que hace tiempo que no se fotografía muerta, ahora trata el amor con Guille, la felicidad… «¡Bien Leila!» -se felicita dándose una palmadita optimista en un hombro-.
Leila empezó a hacer desnudos con mucha naturalidad. Para ella es sinceridad, verdad, naturaleza despojada de complementos, un retorno a lo más primigenio. Al contrario de los desnudos que solemos encontrar en artistas y fotógrafos, Leila escapa de la hipersexualización y la cosificación femenina. Ella muestra a una mujer libre en su cuerpo. Su madre, Margarita, se los toma con filosofía. Aunque reconoce que no le gustan mucho, los valora cuando están hechos con un poco de sutileza. Arguye que piensa así porque no tiene mente artística: “no puedo opinar, porque es como si alguien que no entiende de medicina opinase.”
Existe la idea engañosa de que el cuerpo de la mujer es el más bello que existe. El tabú en torno al cuerpo masculino tiene que ver con que no se ha atendido a la mirada de las mujeres. Sin embargo, hay muchas fotógrafas que han capturado su mundo, del que forman parte sus parejas, sus hijos… pero se ha invisibilizado su obra y nunca se han visto esos musos. Por el cliché de que el hombre no puede ser débil, ni exponer su fragilidad al desnudo, sus modelados han sido más herméticos. Por eso me sorprenden fotos suyas en las que los hombres aparecen en situaciones asociadas tradicionalmente al posado femenino. En este caso, su muso es Guille. Pretende acabar con todas las características de masculinidad que se imponen a los hombres. Intenta ver a la persona con una emocionalidad compleja, con inquietudes, preocupaciones, momentos de recogimiento, que son sensibles, que a veces son frágiles… Cree que en ese aspecto tenemos muy pocas características definitorias de género. Somos personas, e intenta retratarle como una persona en cualquier momento de su vida.
Le tiene especial cariño a la primera foto que se hicieron, en la que aparecen atados con lana roja. Está hecha en el piso compartido que ella tenía en el madrileño barrio del Pilar y cuenta la primera locura de la pareja: se fueron a vivir juntos a la semana de conocerse. Siente esta foto como una premonición. La primera de muchas en las que aparecen unidos como siameses de mente. En ríos, en páramos, tocándose, mirándose, acunándose… la lista es larga, y da cuenta de años llenos de luz y alegría. Guille, por su parte, tiene otra foto predilecta. En ella aparecen tomando té en un campo árido bajo un cielo que anochece. En este retrato familiar no podían faltar los otros dos miembros de la familia: Milka y Menta. Sus dos perritas corretean siempre a su lado; donde no entran ellas, no entra Leila. Y en ocasiones entran donde no deben; en su afán por acompañarla se han colado en muchas de sus fotos y ahí se han quedado. Milka posa como una profesional, Menta es más esquiva, y la pareja bromea con que se parece más a Guille.
Sus fotos tienen algo de Friedrich. El humano es pequeño en esa naturaleza imparable, y sin embargo lo protagoniza al dotarlo de sentido con su mirada. Para ella la fotografía en exteriores es un triunfo, representa la salida de los psiquiátricos, es un símbolo de apertura y reconciliación. Respeta mucho a la naturaleza, en toda su belleza y su peligro. Uno de sus grandes símbolos es el agua, que tiene el poder tanto de darnos la vida como de arrebatárnosla. Es el ciclo de la vida, con una especie de brutalidad y un punto de dolor entre depredador y presa.
Cuando le dicen que no deja claro qué quiere transmitir con cada foto, cita a Duchamp: “es el espectador quien hace la obra de arte”. Aunque sean escenas de libre interpretación, a veces se pregunta si ha hecho bien en mostrar de forma casi constante a mujeres frágiles y débiles, pero como todo el mundo, ella no es siempre fuerte. Los humanos estamos hechos de dualidad, de luces y sombras. Se lamenta de lo que ha hecho sufrir a sus padres con esas sombras. Querría regalarles la luz, todos los colores. Pero ya lo hace. Sacar a la luz una idea. Capturar la luz en una fotografía. Dar a luz una vida… Todo son cesiones de una parte de sí misma para la creación de algo nuevo. Todo son regalos inciertos. Todo son pequeñas muertes luminosas. Al final, todo es luz.
*Las fotografías que ilustran este artículo son parte de la obra de Leila Amat.