Guasaps, postureo y estulticia
Lucía Hernández//
“La cool ciudad aprovechaba su break. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de las notificaciones de los guasaps, que viajan de Starbucks en Starbucks, de KFC en KFC, de Fnac en Fnac, como tuits que se transforman en trending topics y que la red registra en sus códigos invisibles. Moderna, la muy actualizada y hípster ciudad, capital de la cultura en lejano siglo, hacía la digestión de los #GreenSmoothies con kimchi y de los #Cupcakes bajos en calorías, en sabor y difíciles de pronunciar, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar tecleo de los Mac, que retumbaba en los interiores de los áticos vintage, en los que sus habitantes sacaban con su palo-selfie fotos que después colgarían en alguna red social con el título de #NoFilter”. No es el comienzo de La Regenta del siglo XXI, pero bien podría serlo. No es nuestro día a día, pero poco le falta.
Si el tiempo de Ana Ozores se caracterizó por el chismorreo y la hipocresía social, el nuestro, sin duda, se singulariza por la supremacía de la tecnología: con los imponentes avances tecnológicos, los hombres nos supeditamos a la preeminencia de las máquinas y sucumbimos ante las exigencias que los profetas del momento nos dictaron. Entonces, la metaforización de fenómenos y elementos atmosféricos como la nube y el brainstorming —lluvia de ideas— se impuso, y los utensilios tradicionales desaparecieron como un éxodo de oscuras golondrinas, dejando paso a numerosos cachivaches imprescindibles que llegaron para hacernos la vida más sencilla. Algunos —muchos— lo consiguieron, pero no exentos de problemas. La falta de privacidad en internet, la incesante ludopatía que despiertan los demasiado sencillos y accesibles medios de apuestas online o la brecha digital abierta entre quienes se han adaptado a las tecnologías y los que se quedaron en el teléfono inalámbrico son solo algunos ejemplos de la otra vertiente del progreso actual. Una vertiente que ensombrece los grandes beneficios que ha deparado la tecnología y que resta libertad al pelotón, que no puede —ni aun queriendo— independizarse de ella: no sé quién, ni desde qué nave espacial opera, pero está consiguiendo que nuestra capacidad de decisión respecto a su uso sea cada vez más reducida. Hasta en la educación la tecnología se ha erigido como la disciplina dominadora, en un ascenso paralelo a la desacreditación de las humanidades, las únicas capaces de sembrar algo de cordura en este gallinero que ha cimentado nuestra sociedad.
Tampoco contribuye a nuestra independencia la profunda transformación de una cultura que, actualmente, adolece de “postureo”, consumismo y superficialidad. El inglés parece que ha llegado para quedarse —como Terminator— a nuestro precioso castellano, símbolo de la vieja Castilla y de una literatura inmortal, para nominalizar objetos o sensaciones que antes ni existían, ni se los esperaba. Hoy, los cantantes componen canciones a la intemperie, como si las escribiesen sobre el reverso de una servilleta, en una noche de botellón, don Quijote no cabalga por tierras manchegas porque han recalificado los terrenos para construir un inmenso centro comercial y el Lazarillo ya no se dirige a Vuestra Merced en una carta, sino que ahora cuenta sus penas en su canal de Youtube. Y, para colmo, el pijismo, la literatura hueca y la prosa-sonajero se han impuesto hasta en las cocinas y en los restaurantes, que han dejado de ofertar cocido madrileño y chuletón a la sal, para ofrecer castillo de foie sobre fondo cristalizado de manzana acompañado de un valle de gazpacho mediterráneo con una cascada de jamón laminado y nevada de sal…
Como demócrata y seguidora de la Ilustración, creo en el progreso y en el derecho de cada individuo de escoger el estilo de vida que decida, sin embargo, me niego a avanzar hacia una sociedad mediatizada y aburrida, que convierta nuestra vida en un día en la oficina o en la estancia en una sala de espera. Hípsters, pijos, bobos… siempre los ha habido y siempre los habrá, pero con otro nombre. En este caso, no se trata de un asunto de semántica, sino de semiótica. Resulta legítima, y muy beneficiosa, la distribución heterogénea de la sociedad, sin embargo, con algunas tendencias parece que está cristalizando la propensión inversa: el gran alcance de los medios de comunicación, unido a las circunstancias políticas y sociales actuales, está desencadenando el apego azaroso de los ciudadanos a inclinaciones con las que muchas veces no se identifican, pero en las que se sienten aceptados. El problema emerge cuando los actos, siempre que sean lícitos y legales, están dominados por causas banales como las de aparentar o posturear que mitigan las identidades individuales.
Centrémonos, por favor. Recuperemos la mesura necesaria, apliquemos todo por lo que hemos luchado hasta ahora y evitemos olvidar los viejos métodos y a quienes los inventaron. Quizá la tecnología empleada con prudencia e impuesta con inteligencia logre conjugar lo mejor de la tradición cultural anterior con el entramado de los nuevos tiempos. La pregunta es si algún día hallaremos el secreto de esa fórmula. De momento, para lograrlo, se aceptan todo tipo de ideas. ¿Hacemos brainstorming?