Jesús Alegre, en la piel del otro

Texto: Sara González//

El diccionario de la Real Academia Española define «inmersión» como la «acción de introducirse plenamente en un ambiente determinado». Esta es la pasión de Jesús Alegre, un hombre ya jubilado de 63 años, aunque parece que haya vivido cien por las veces que su corazón emocionado e intrépido ha subido la intensidad de sus pulsaciones. Desde muy pequeño se ha caracterizado por su inmensa curiosidad por lo desconocido, un deseo o inquietud que le ha llevado a descubrir facetas que jamás habría pensado. 

Podía imaginarlo, pero no lo sabía con certeza. Jesús Alegre, con 35 años recién cumplidos, estaba a punto de vivir una de las aventuras que, sin duda, más le conmocionaría. Y esta no sucedería por casualidad, sino como una decisión consciente.

Una fría mañana de febrero, Jesús se puso la ropa más vieja y zarrapastrosa que tenía en casa, se calzó las zapatillas que usaba para trabajar en la granja y se ensució la cara.

Después, caminó hacia la terraza porque fue lo primero que se le pasó por la cabeza y metió las mano en uno de los maceteros, sin importarle en absoluto la vida de la planta que había en su interior. Su mujer se sorprendió. “¿Qué haces, amante?”, le comentó. “Amante” era el término cariñoso que siempre usaba cuando sospechaba que estaba tramando alguna de las suyas.

Aunque ya estaba curada de espanto de otras situaciones, de vez en cuando “su amante” tenía la capacidad de sorprenderla. Ese día, ella ya sabía la idea que su marido tenía en mente desde hacía mucho tiempo, pero todavía no le había advertido que sucedería en ese momento.

Por último, se colocó un gorro de lana para evitar que alguien lo reconociese y puso rumbo a la Hermandad del Refugio de Zaragoza. Pasó una semana (el máximo de días permitido) durmiendo en una cama fría, con sábanas agujereadas, dentro de una habitación en la que apenas entraba la luz del sol. 

Jesús preparado para irse al refugio.
Jesús preparado para irse al refugio.

Conoció a mucha gente que mendigaba en la ciudad, pero también a otros que viajaban por España de refugio en refugio y aprovechaban el derecho de desplazamiento gratuito al que podían optar si lo solicitaban.

Por primera vez en mucho tiempo, pasó miedo; miedo de que uno de los jóvenes del refugio, “con la mandíbula desencajada y bastante pasado”, decidiese tomarla con él y, aunque estuviese inconsciente por su estado, le hiciese daño. 

  • ¿Y tú, de donde has salido? –me preguntó uno de ellos cuando me vieron por primera vez.
  • ¿Yo? –cabizbajo y con voz débil- Es mi primer día aquí… Las cosas me están yendo bastante mal últimamente. Estoy en la ruina.
  • ¿Quieres cristal? 
  • No, no, ya es suficiente por hoy- “Tenía tanto miedo que lo primero que se me ocurrió decirle es que me había drogado ya. Hasta yo mismo me sorprendí después de haber dicho eso”. 

Al séptimo día, Jesús tuvo que abandonar el refugio. Podría haberse ido antes, pero, “ya que estaba”, prefirió aprovechar al máximo la experiencia. No sin antes tender la mano a uno de sus compañeros. 

“Durante esos días vi que un hombre bastante mayor y que llevaba ya varios años mendigando se aprovechaba de lo poco que tenía un muchacho senegalés. Yo observaba cómo lo chantajeaba y el joven ni se inmutaba”.

  • ¿Cómo te llamas? –le pregunté. Nada. Solo silencio.

“No me dirigió la palabra en toda mi estancia. Era siempre su “amigo” el que hablaba por él. Si hubiese sido yo mismo en ese momento, le habría insistido para que me contase algo más de su vida, pero no era cuestión de mostrarme tal y como soy para no levantar sospechas”.

Le prestó el dinero suficiente para que pudiese recoger lo poco que tenía y marcharse lejos de quien lo manejaba como si fuese una marioneta. 

“Al principio, el muchacho se apartó y puso cara de querer contarles a todos que no era como ellos. Que era imposible que llevase tanto dinero encima. Eran 200 euros, suficiente para llamar su atención y que llevaba por si acaso”.

Pero cuando le explicó que lo había robado (una mentira piadosa), lo aceptó y lo abrazó. En ese momento, Jesús supo, una vez más, que había merecido la pena arriesgarse a vivir una aventura, que no acabaría en el refugio. No satisfecho con todo lo vivido y ansioso por exprimir al máximo su papel de mendigo, decidió terminar el día en la calle, pidiendo limosna en la Plaza del Pilar y tomándose un café gratis en un bar a costa del camarero, que se compadeció de su pobreza. Vivió siete días en la piel de un mendigo. 

“Al llegar a casa, abracé a mi mujer y fui corriendo a dar un beso a mis hijos. Me sentía pleno y agradecido con lo que la vida me había dado. Esa noche apenas dormí y eso que estaba ‘canso perro’. No paraba de darle vueltas a qué estaría haciendo aquel hombre al que ayudé. ‘Ojalá tenga suerte’, pensé”.

Una aventura. Detrás de otra. 

Nunca se ha arrepentido de haber tomado esa decisión. Ni esa, ni ninguna. Hace dos años se aventuró a hacer el Camino de Santiago solo a dos meses de que se celebrase la boda de su hijo pequeño. No le importó demasiado, ya que tenía confianza plena en que no iba a pasarle nada. Regresaría sano y salvo, quizás con algunos kilos menos. Por el contrario, su mujer y su nuera quisieron matarlo cuando se enteraron de su decisión.

Salió una mañana de mayo muy temprano con su mochila a cuestas y un bastón herencia de su padre. Aunque en el primer tramo no se encontró con demasiados peregrinos que le acompañaran en el camino, kilómetros más tarde pudo experimentar la esencia del mismo: conocer personas, historias y vidas. Tras muchos kilómetros, días enteros pasados por agua y algún que otro susto, Jesús llegó por segunda vez a Santiago. 

Hora de la siesta a la sombra de un arbusto.
Hora de la siesta a la sombra de un arbusto.

“Me emocioné como la primera vez cuando vi la catedral. Me pesaban las piernas. La noche anterior apenas había dormido, nervioso e inquieto en el albergue, en el que compartí habitación con otros 19 peregrinos. Estaba agotado, los años no pasan ‘en balde’ para nadie. Pero después de haber llegado hasta allí, tenía que seguir”.

Años más tarde, le picó la curiosidad de saber cómo sería la vida de un testigo de Jehová y poco tardó en ponerse en contacto con un grupo para unirse a ellos. Durante varias semanas, les acompañó en sus reuniones, de casa en casa (como manda la tradición) para predicar su palabra y asistió a varias de sus celebraciones. 

Jesús siempre ha ido en busca de historias emocionantes, pero también de aquellas que seguramente para cualquiera no tengan nada de especial. Una afición que ha podido perseguir, en parte, gracias a su oficio como propietario de su granja, que, aunque “esclavo”, le ha permitido viajar y emprender todas sus aventuras sin obstáculos.

Lo que más le llena es conocer a gente que ha optado por un modo de vida diferente, como Mariana y Javier, que viven al día y sin rumbo. Vidas como la de aquella familia nómada con la que se topó una tarde al salir de trabajar y con la que tuvo la suerte de poder compartir unos días. Nada más verlos, Jesús no lo dudó. Fue a casa, se cambió de ropa, cogió un melón y varias barras de pan y salió raudo y veloz en su búsqueda. 

Eran seis: dos niñas, sus progenitores y sus dos caballos. Venían de Huelva y se dedicaban a trabajar el cuero, con el que elaboraban accesorios y partes de herramientas que vendían de pueblo en pueblo. 

“Contaban con los recursos suficientes para tener una vida sin lujos pero acomodada, porque la familia de la mujer era de empresarios. Pero cuando la pareja se conoció, decidieron empezar a vivir de la naturaleza, como siempre habían querido, sin depender de nada ni de nadie. Eso sí, eran muy felices a pesar de lo poco que tenían”.

Anduvo con ellos un par de días e incluso envió las fotos que tomó a las respectivas familias de sus nuevos compañeros de viaje por correo para que tuviesen noticias de sus hijos y sus nietas, ya que no disponían de ningún medio para comunicarse con ellos.

“La verdad es que me quedé con ganas de saber más de su historia. Entonces, les propuse encargarme de mandar algunas fotos a los abuelos. Así que me dieron su dirección de correo y les escribí. Me respondieron dándome las gracias y preguntándome cómo estaban, pero no mucho más. Una pena. A saber dónde pararán ahora. Algún día me acuerdo de ellos, sobre todo de las niñas, eran muy simpáticas”.

Estas son algunas de las historias que hacen que Jesús tenga tantas ganas de vivir. Historias que le obligan a sacar el cien por cien, que hacen que se le erice la piel o que le llevan a caminar el triple de pasos al día para terminar durmiendo al raso. 

Jesús, listo para dormir bajo las estrellas.
Jesús, listo para dormir bajo las estrellas.

En otra de sus aventuras, decidió realizar una trashumancia. Siete días en los que recorrió kilómetros de cañadas junto a un pastor y sus ovejas en busca de pasto, cerca del Pirineo aragonés.

Jesús no hubiese tenido la posibilidad de contar estas experiencias sin haberse sumergido en la vida de los protagonistas de cada una de ellas. Transformándose en uno de ellos, física y mentalmente. Siempre con actitud y ganas de enfrentarse a cada uno de estos retos que tanto le han llenado A la pregunta de qué es lo próximo que tiene pensado hacer, lo tiene claro: irse de gira con un circo ambulante.

Piel de camaleón

Jesús vive sus aventuras con la misma piel de un periodista que se introduce, mediante un proceso de inmersión, en una realidad paralela. Un profesional que trabaja un periodismo de interpretación que, como apunta la periodista María Angulo en su libro Inmersiones, opera sobre la realidad para dar testimonio. La inmersión nos abre la puerta a un mundo cuyo paisaje estaba ahí pero no veíamos, al menos no en toda su complejidad. 

Por ejemplo, si Jesús fuera uno de estos periodistas, emplearía las siguientes inmersiones para denunciar aquellas cuestiones que no funcionan bien. Sería una suerte de Günter Wallraff en Con los perdedores del mejor de los mundos o de Magda Donato, que también se hizo pasar por indigente y pasó por lugares de acogida y casas de comidas a principios del siglo XX, como recoge en sus Reportajes vividos. Inmersiones periodísticas fundamentales que les permiten destapar irregularidades. Mentiras que descubren verdades. La verdad de Jesús pasa por otros canales, por el deseo de experimentar en carne propia y de conocer otros mundos.

Jesús sigue al pie de la letra el modus operandi de ciertos periodistas que, además de informar, anhelan interpretar y reproducir una determinada realidad. Cambia por completo su vestimenta, su aspecto e incluso su personalidad para intentar parecerse a los personajes que viven en ese ambiente en el que quiere indagar. Como un camaleón que se camufla ante sus presas para no ser devorado.

Y es aquí donde reside el riesgo de fracasar, de ser reconocido por un entorno al que no perteneces. Un entorno que se sentiría decepcionado y engañado. Y, por ende, riesgo de llegar a un punto en el que el nivel de inmersión sea tan alto que olvides lo que estás haciendo y el porqué. De tal forma que no sepas cuál es tu rol y tu labor bien sea como periodista o como aficionado que es Jesús. Tal y como apunta la reportera Lisette Poole, “cómo se es parte de la historia es clave tener cuidado para no entrar a cambiarla. Hay que mantener el rol del espectador que ve y vive la historia para luego contarla.” 

“Lo hago porque me llena, me gusta y disfruto aprendiendo de los demás. Amo conocer a gente nueva, conocer sus historias y llevarme un trozo de cada una de ellas en cada aventura”, asegura Jesús.

Cada vez que se enfrenta a una nueva experiencia vuelve a nacer. Y vuelve a aprender: de una sonrisa, de una conversación, de un personaje roto. Y vuelve a recordar el sentido de la vida. Y, todo, con un único objetivo: ponerse en la piel del otro. 

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