L’ iniziazione del «626 Club»

Silvia Robert//

Un salón de arquitectura modernista que durante hora y media se convirtió en una sala de jazz. En concreto en el 626 Club, aquel local propiedad de Frank Sinatra en la película Pal Joey (1957). De él toma su nombre el disco que Maddison Pack presentó e interpretó el pasado 10 de febrero. Sin duda, el edificio de la Caja Rural de Aragón es un buen lugar para dar un concierto. Su entrada ya transporta a otra época. Igual que la alfombra roja de sus escaleras, los enormes espejos… El preludio de la gran pieza: el salón de actos.

El público se sienta, las luces se atenúan y en el escenario se iluminan, solitarios, los instrumentos. Al instante, sus intérpretes salen a su encuentro. Antes de que la música comience, otro sonido retumba por la sala. La grave y profunda voz, claramente educada para la radio, de Ángel Redolar Cortés. Sus palabras pertenecen al relato de Antón Castro -escritor y periodista aragonés- que recorre el disco a través de cada pieza. Es la historia de un periodista que acude a un club de jazz para escuchar a un grupo: “Cogí la grabadora y acaricié algunos libros […] y allá me fui. La aventura me hizo pensar, como no, en John Coltrane […], Billie Holiday, Ella Fitzgerald y en tantos otros… Charlie Parker”. Un argumento bastante familiar.

Warming

Clarinetista, contrabajo, pianista y batería. El sonido de todos estalla en una tormenta de fuerte viento, rápido y vertiginoso. El público permanece atento a tanta ida y venida. Un niño consigue seguir este ritmo frenético con sus manos.

Una vez que la voz calla, los instrumentos comienzan a contar sus propias historias. Como la de un hombre que sale de casa y una bocanada de aire lo golpea. De su bolsillo sale volando un papel. La carrera se da por iniciada. De un lado a otro, el hombre recorre calles, cruza esquinas y… casi la tiene. Pero se escapa. Sin darse cuenta, se adentra en una actuación. Unas 10 parejas moviendo pies, piernas y brazos. Entre los extremos de las faldas, girando y girando, atraviesa semejante festival y continúa la persecución.

Jittery

“Por un momento me pregunté: ¿Qué se dirán los instrumentos entre sí? ¿Podrían traducirse sus sonidos en palabras, en historias o serán solo trallazos de luz en la oscuridad de la noche?”, continúa narrando Redolar Cortés. El batería, Israel Tubilleja, sonríe con satisfacción a su compañero contrabajo, Ernesto Calvo. Este permanece absorto en sus cuerdas. A su lado, el pianista, Noel Redolar, levanta ligeramente la vista de sus teclas para fijarla en clarinetista, Javier Calvo. Otro intérprete concentrado, esta vez, en convertir el aire de sus pulmones en jazz.

Un ajetreo de notas y melodías vuelve, reaparece. Este, en cambio, se asemeja más a la caída incesante de filas y filas de fichas de dominó. Al principio las piezas parecen colocadas metódicamente, pero al caer se desata el caos. Un recorrido lleno de estrés que no puedes dejar de contemplar. Y, al final, el aparente desorden construye una pieza de música completa.

Maddy

Las ocho primeras teclas del piano bastan para conducir al público hacia una turbulenta historia de amor. Así lo escribe Antón Castro en su relato: “Creo que el pianista se ha enamorado”.

Una pareja que, quizá, se muda junta por primera vez. Los días transcurren suaves y delicados como la melodía, que poco a poco se intensifica. Un nuevo personaje aparece, el clarinete. Y seguido, la batería. Sus golpes son pasión lenta. Su platillo, un suspiro. De repente la imagen se hace oscura, se entristece y se complica. Todo se ha vuelto extraño y confuso, para los dos, o solo para uno. Uno que no entiende nada y al que sus pensamientos le atosigan. La música se vuelve a crecer, aunque la calma ya se intuye. Un dolor queda, que va sanando y que termina por diluirse.
“Su delicadeza nos envolvía, y sus compañeros parecían arroparlo: era su momento de máxima melancolía. El latigazo de su embriaguez sentimental”, concluye el escritor.

First song

Antón Castro continua con su relato, “el jazz es un temblor del alma y un registro sísmico de las emociones”. Así lo siento con First Song; la tormenta regresa tras la calma. La prisa, la carrera. A mi mente vienen esos días en los que el despertador suena, de manera atronadora. Te levantas de un salto, de igual forma de vistes y sales volando a desayunar. Abres la puerta y sal… “¡Un momento! ¿Me dejo algo? No… ¡Pues corre!”. En tan solo 10 minutos llegas a la estación de tren, en el momento justo para ver cómo se aleja. El traqueteo del bajo y la batería ambientan el desastre. “¡No hay tiempo que perder!”, piensas. Y, escaleras para arriba, te diriges a coger la línea de bus más cercana. Subes y descansas unos segundos, aunque en tus oídos sigue repiqueteando el sonido de la velocidad. Bajas y te reincorporas a la maratón. Esquivas a una persona, otra, otra más y otra. Agarras la puerta de la oficina y la abres con toda la fuerza que te queda en el cuerpo, a las ocho de la mañana y en estas condiciones. Y, escaleras arriba, haces el último esprín y caes rendida en la silla. La giras y quedas frente al ordenador. “Qué comience la jornada laboral”, gritas con los brazos en alto como símbolo de victoria.

Black sound

El contrabajo llena por todo el salón. Una bocanada de aire tras la tremenda carrera. Su música te traslada a un club de jazz, oscuro, cuya única luz está posada en el escenario sobre el contrabajo. Unas palabras del escritor aragonés encajan perfectamente a describir su sonido: “El llanto seco, el canto grave y enigmático del instrumento”. La presencia del piano y la batería se intuye, aunque bastante difuminada. Como el humo de los puros reflejado en la tenue luz de aquellos viejos locales de jazz.

Pink sauce tears

De pronto, el salón se convierte en un ring de pelea. Los combatientes, las baquetas del batería. Una lucha interna que, inevitablemente, provoca la caída de una lágrima. Esta se posa sobre una pestaña, se aferra a ella. Su salida trae la serenidad, al menos por algún tiempo. La pelea continúa, las pestañas se agitan y la lágrima cae. Un cosmopolita melodía acompaña su recorrido por cada poro de la mejilla. Una tristeza que se vuelve quejido con la aparición del clarinete. Como bien afirma el escritor aragonés en su relato, Israel Tubilleja “conoce las claves, la suavidad y la cólera”.

626 Club

He de confesar que llevo esperando este momento desde el comienzo de la actuación: escuchar esta pieza. Como se puede intuir, no es la primera vez. Este es el efecto que provoca su combinación de notas, el deseo de oírla en bucle. Las primeras notas son como una caricia, la de las manos guitarrista sobre las cuerdas de su instrumento. Unas notas delicadas que te envuelven, como las cortinas de hojas que te rozan al caminar por el bosque. A esta dulzura se suma el clarinete, prometiendo bienestar y… aparece la batería, el contrabajo y el piano. Dejas el bosque para adentrarte en la metrópoli de la mano del clarinete; pero esta vez sin agobios, una ciudad algo más tranquila. No obstante, la naturaleza y su belleza reaparecen. Tras más idas y venidas, ambos sonidos se funden. Una curiosa y eficaz unión, como la del piano y el clarinete. “La música les hace endiabladamente felices y […] trasladan su alegría y su vitalidad al público”, narra Ángel Redolar Cortés. Estas palabras condensan la esencia de la pieza.

La música cesa y, tras ella, la voz también se apaga. Entonces quien se enciende es el público y sus aplausos, que abarrotan el salón. Tras tanto jazz una queda abrumada, sin palabras. Por ello recupero, una vez más, la acertada expresión del escritor de esta historia, que se entreteje con el jazz de Maddison Pack: “Llevo muy adentro los primeros acordes […] que marcaron el camino: silbo, calentamiento, agitación, melodía nítida, que se volverá recurrente y que vuelve a sonar con la decisión de un abrazo una y otra vez en este club de jazz”. Así esta última pieza que resonó por aquel salón modernista, también lo haría una y otra vez en la mente de los asistentes los siguientes días.

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