La encomienda: el extrañamiento y la rutina agrietada

Andrea Aragón

Margarita García Robayo presentó el pasado miércoles su nuevo libro, La encomienda, en la librería madrileña Lata peinada. La autora colombiana habló, entre otras cosas, sobre las preocupaciones reflejadas en la obra, sobre la maternidad, la pertenencia y el futuro.

A las siete menos veinte de la tarde, Lata peinada ya estaba casi llena. Situada en el número seis de la calle Apodaca, en el barrio de Malasaña, y enfrentada al estudio de tatuajes La mano zurda, la librería especializada en literatura latinoamericana desprendía color. Desde la acera, el azul intenso de su puerta, los tulipanes amarillos que la rodean, el escaparate con portadas teñidas de rosa y verde; desde dentro, un pasillo con paredes de páginas y lomos, estanterías que rozan el techo repletas de novelas, libros de no ficción y poemarios. Al fondo, frente a la caja-bar, Margarita García Robayo esperaba a las siete en punto.

Puerta
Librería Lata peinada. Fuente: Lata peinada

La autora colombiana, nacida en Cartagena, presentaba su nueva novela, La encomienda (Anagrama), en una conversación con la librera Sara Fernández. Sentadas de espaldas al escaparate, con una jarra de agua fresca, dos ejemplares del libro y frente a más de veinte personas que podían beberse una cerveza por dos euros, abrían la charla con un debate sobre la intimidad. Voces reconocidas de la literatura, como la argentina Mariana Enríquez (Nuestra parte de noche, Bajar es lo peor), asocian la escritura de Margarita con el intimismo. Y ella está de acuerdo y en contra al mismo tiempo, porque “ponerle nombre a las cosas es castrante, incomoda y simplifica, funciona igual que los prejuicios en la vida”. Afirmaba que le molestan las categorías y que, una vez establecidas, pueden dar lugar a malentendidos por su abstracción, por la falta de matices, y suelen predisponer el acercamiento del lector a una novela

Los temas de la escritora colombiana son tan amplios como su obra (Tiempo muerto, Cosas peores, Las personas normales son muy raras) y oscilan entre la memoria y el pasado, la incertidumbre del futuro, la familia o el territorio. Al preguntarle por el uso de la primera persona en La encomienda, Margarita comentaba, entre tandas de gente que entraban a la librería, que era una elección formal. Para ella la novela ha supuesto un desafío en cuanto a la forma, porque el contenido, la idea, estuvo claro desde el principio. 

Explicaba que hizo un “esfuerzo especial” para que lo dicho se entendiese más y la primera persona le pareció la opción más acertada para contar esta historia. La de una joven con una vida rutinaria, llena de pautas establecidas, alejada de su país natal, postulante a una beca y que padece el “vicio de la introspección”. Según Margarita, es una narradora que “observa, reflexiona y construye”, y la novela habla de su proceso de ruptura, de los cambios repentinos que agitan y desestabilizan su vida. A través de las cavilaciones de la protagonista, el lector también medita con ella, consiguiendo lo que la escritora pretendía, usar la primera persona “con vocación de nosotros”, porque bien usada puede tener una “mirada política de una experiencia”.

Lejos
Margarita García Robayo durante la presentación de La encomienda. Fuente: Andrea Aragón

La escritora argentina Leila Guerriero (Teoría de la gravedad, Frutos extraños) señala que Margarita “es un sofisticado sistema de capas”, y coincide con la percepción que la propia autora tiene de su novela. La clave de La encomienda es que el foco no es individual, no ilumina una parte concreta de la trama sino toda en su conjunto. “Se pone y se aleja, porque todo está pasando, todo importa”, aclaraba la colombiana. La narración es por eso intrincada, con diferentes historias que vinculan a la protagonista con su pareja, con una amiga ausente, con su madre y hasta con la gata del vecindario. En función de con quién se relacione, la protagonista va cuestionándose la vida, incluso su propia existencia, como cuando mira al animal “para comprobar que el pozo en los ojos de la gata nunca se queda quieto” y dice “Por eso me hace distinta cada vez que me asomo”. 

Después de un trago de agua, la conversación derivaba en el lenguaje. Margarita señalaba que la narradora mantiene una “relación fracturada” con el lenguaje, que aun siendo su herramienta de trabajo en la agencia de publicidad, le genera múltiples contradicciones. Es “una relación psicótica”, según la escritora, porque la protagonista desprecia su trabajo, llegando a comparar el oficio de escribir con el “esfuerzo que empeña una garrapata en alimentarse y sobrevivir entre depredadores”, pero, al mismo tiempo, no puede prescindir de él. En otros momentos, incluso se cuestiona el uso que hace de las palabras, porque dice cafetería y no bar, pero dice vereda en vez de acera. Son esas contradicciones las que hacen que se mantenga en un “limbo”, que “no pertenezca a ningún lugar”, contaba Margarita.

La maternidad es otro de los puntos fuertes de La encomienda. Plasmada en la madre de la protagonista o en Susan, la vecina, y su hijo León. “El parentesco es un hilo invisible, toca imaginarlo todo el tiempo para recordar que está ahí”, dice la narradora. Porque se expone una relación fría con la madre, de distanciamiento y silencios, de dureza: “esta señora es mi madre, pero yo no recuerdo la sensación de ser su hija”. Así es como se debate el pasado de la joven, su historia, sus relaciones familiares, una época anterior plagada de lagunas y recuperada a brochazos: “puede que no sea un recuerdo sino una fantasía”. 

Cerca
Sara Fernández y Margarita García Robayo. Fuente: Andrea Aragón

Margarita explicaba después que escribió la novela durante la pandemia, y al preguntarle sobre la sensación de encierro que se extrae de sus páginas, respondía que no se dio cuenta de eso hasta el final, cuando ya estaba escrita. Es un efecto de claustrofobia, donde todo queda encajonado: una encomienda de la hermana que parece imposible de abrir, la protagonista encerrada en sí misma, en su cabeza y en su piso, la madre apresando una historia que nunca llega a revelarse. Y así es como la charla, acompañada de un repiqueteo de teclas desde la caja registradora, continuaba con las posibilidades. La autora hablaba del edificio que aparece en el libro, uno a medio construir frente a la terraza de la protagonista, y decía que es “un lugar de posibilidades” porque “solo contiene su posibilidad, es un símbolo de algo que no fue”. De nuevo, un encierro, se contempla el horizonte futuro confinado en el esqueleto de un edificio, y Margarita lo extrapolaba a todo: “Somos envases de posibilidades que nunca vamos a saber si serán o no”. 

Antes de pasar al turno de preguntas de los asistentes, la autora mencionaba un último asunto esencial en La encomienda: el territorio. Como ella, su protagonista es una colombiana residente en Argentina. ¿Tejer o cortar el hilo? Y Margarita diferenciaba entre identidad y pertenencia, porque “la identidad es de dónde vienes, pero la pertenencia se construye”. En el caso de la narradora, como no sabe su origen, se llena de huecos y de porqués, de vacíos pasados, y como tampoco pertenece a ningún sitio porque, como ella piensa, vivir en ese país “es un accidente, bien podría ser cualquier otro lugar”, Margarita explicaba que “está estancada, ni puede irse ni puede regresar”, le es “imposible avanzar”. Pero también anunciaba, como un eco esperanzador, que ese estancamiento, como la joven, como su vida, es un poco contradictorio, porque la mantiene en estático pero la prepara para un cambio, para un movimiento, es “un procedimiento de una transformación”, relataba Margarita, una señal de que “algo va a pasar”. 

Después Margarita, arrullada por una ronda de aplausos, daba las gracias. Ya con música de fondo y una copa de vino tinto, la colombiana recibía a los lectores, puestos en fila, partiendo la librería en dos, esperando su turno para hablar con ella y conseguir una firma en la contraportada de La encomienda.

Portada libro
Portada de la novela La encomienda, de Margarita García Robayo. Fuente: Andrea Aragón

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