La luz se hizo en Edimburgo
Texto: Mage Doria. Imagen principal: The Edinburgh International Festival//
Como si de una concentración masiva se tratara, miles de personas se reúnen en torno al Usher Hall de Edimburgo, una sala de conciertos considerada por los edimburgueses el centro neurálgico de la vida musical de la ciudad. Una reputación que ha acompañado a este edificio desde que en 1947 fuera inaugurado por el compositor alemán Bruno Walter y la Orquesta Filarmónica de Viena en la Primera Edición de la mayor concentración de Artes Escénicas del mundo: el Festival Internacional de Edimburgo, también conocido como Fringe.
Son las 9.50pm del 3 de agosto de 2018. Frente a la fachada del Usher Hall una oleada de curiosos, con móvil en mano, se prepara para capturar cuanto ocurra ante sus ojos. Aguardan impacientes. Ansiosos. Alerta. Al igual que un cazador determinado que no está dispuesto a dejar escapar a su presa. Entre el gentío se escuchan diversas conversaciones y los quejidos de algunos pobres “desdichados” que, mientras hacen probatinas, se lamentan porque la escasa resolución de sus teléfonos no les permite congelar la realidad con la nitidez que ansían.

De pronto, el bullicio se interrumpe por una voz mecánica que, a través de un altavoz, da la bienvenida a los asistentes y les desea que disfruten del Aberdeen Standard Opening Event Five Telegrams, un evento que se celebra cada año en la capital escocesa para marcar el inicio del Festival.
¿El mensaje de esta edición? La conmemoración del centenario del fin de la Gran Guerra y el homenaje a los jóvenes soldados escoceses que participaron en ella.
¿El medio? El de siempre. Un vídeo mapping de 30 minutos de duración en el que se proyectan imágenes en 3D sobre la fachada de un edificio, al tiempo que una música de fondo hace de director de orquesta, marcando los cambios de secuencia entre las imágenes.
***
Empieza el espectáculo. Al principio, silencio. Solo silencio.
De pronto…
¡PRUM!
Suena la primera nota y la fachada del Usher Hall se impregna de varias figuras coloridas que giran en torno a su eje.
De nuevo, ¡PRUM!
Al igual que una planta que se ramifica, la figura inicial se va expandiendo dando lugar a más y más imágenes en movimiento que, al ritmo marcado por la música, se contonean como dos lenguas de fuego animadas por el viento. En apenas unos segundos la fachada del edificio se convierte en una explosión de sombras, luces y colores. Una danza psicodélica cuyo ritmo resulta difícil de seguir para el ojo humano. Sin embargo, eso no impide que el asombro y la fascinación se reflejen en la cara de los asistentes, que aferrándose a sus móviles, tratan de inmortalizar esta emulsión de color que bien podría pasar por una obra en movimiento del conocido artista urbano Okuda San Miguel.

Treinta minutos. Treinta minutos de flashes, luces y magia. Suena la última nota y como si se hubiera corrido un telón invisible, las imágenes van desapareciendo de la fachada del edificio. De pronto, la oscuridad. Cualquiera diría que es el fin, que todo ha acabado. Sin embargo, esto no ha hecho más que empezar. El Aberdeen Standard Opening Event era la señal. Un año más El Festival Internacional de Edimburgo está en la calle. Del 3 al 27 de agosto la ciudad se inunda con todo tipo de arte: teatro, comedia, espectáculos infantiles, monólogos, cabaret, música, danza, circo, y toda expresión artística imaginable. Durante 24 días artistas procedentes de todo el mundo se congregan en la ciudad para producir más de 3.000 espectáculos. Desde primera hora de la mañana hasta que cae la noche. ¿Las opciones? Inmensas. ¿Y las localizaciones? Variadas. El arte se cuela por cada resquicio e invade museos, teatros, salas de conciertos, bares. Y, por supuesto, la calle. Porque ese era el objetivo del Fringe en su creación (1947): llegar a cada rincón y hacer olvidar a la sociedad los desastres de la II Guerra Mundial. Ser esa luz que, a través de la creatividad, difumina las sombras e insufla cierta esperanza en la razón y el espíritu humanos.
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Luz. El hilo conductor siempre es la luz. 10 de agosto de 2018. Las luces del Aberdeen Standard Opening Event han sido remplazadas por pequeños focos que, ahora, iluminan el escenario de la sala de actuaciones Assembly Rooms. En escena The 7 Fingers, una compañía de teatro canadiense que mediante una mezcla de teatro, circo, baile y acrobacias presenta el espectáculo Réversible, la historia de una generación anterior cuyas vivencias han dado lugar al mundo en el que vivimos hoy y quizá sean la clave para un mañana mejor. Un mundo donde las acciones más cotidianas pueden dar lugar a un espacio “reversible”, a un universo completamente nuevo lleno de belleza, emoción y esperanza.
La puesta en escena resulta muy sencilla. Tan solo una pared movible, fragmentada en tres partes, que simula la fachada de una casa con varias puertas y ventanas. Puertas y ventanas que los ocho integrantes de la compañía de teatro abren y cierran continuamente, como si fueran un túnel que los transportara hacia otro lado. Y lo hacen con movimientos perfectamente coordinados, jugando con la ilusión óptica y la agudeza visual del espectador.
Tras una breve sinfonía de portazos y corrimientos de cortinas, los protagonistas desaparecen tras una de las puertas. La estructura móvil se hace a un lado y en escena aparece una joven de sonrisa pizpireta, llevando un mono beige y portando entre las manos tres aros hula-hoop. Mira al público y sonríe. Sonríe como una niña traviesa, orgullosa de ser la conocedora de un secreto que, por fortuna, puede compartir.
Suena la música y esa ninfa de rostro angelical eleva los aros hacia el cielo e inicia una danza en la que su cuerpo se contorsiona, adoptando posturas imposibles que hacen dudar de que posea un esqueleto. Al tiempo que se contonea, los aros se deslizan por cada miembro de su cuerpo. Cabeza. Brazos. Pies. Y no precisamente en ese orden. Los espectadores permanecen en silencio, boquiabiertos. Quizá, hipnotizados por el movimiento circular de los aros. Quizá, extasiados ante tal dominio de la flexibilidad y el equilibrio. Varios sentimientos convergen ahora mismo en el Assembly Rooms. Ternura. Emoción. Nostalgia. Pero también vértigo. Una sensación que se incrementa cuando dos miembros de The 7 Fingers realizan acrobacias en el aire, utilizando como base un sube y baja. Una plataforma inestable en la que debes confiar por completo en la destreza de tu compañero ya que tus movimientos dependen de ello. Durante 5 minutos estos aventurados optan por pasar más tiempo en el aire que en tierra firme. Realizando piruetas que ponen en entredicho la existencia de la fuerza de la gravedad y que alteran mi noción del tiempo. 5 minutos. Un período que siempre me había parecido insignificante pero que, al parecer, puede durar una eternidad y que hoy ha sido el tiempo que he necesitado para apreciar la magnitud de la palabra “artista”.
Artista. Según una de las definiciones de la Real Academia Española (RAE): “Persona dotada de la capacidad o habilidad necesarias para alguna de las bellas artes”. A mi juicio, un ser difícil de clasificar, capaz de hacer y deshacer, de emocionar y desestabilizar provocando sentimientos hasta entonces no experimentados.
Tras una última acrobacia, ambos artistas se dejan caer sobre el suelo para tomar aire y disfrutar de algo que, tras cinco minutos en continuo movimiento, debe considerarse el mayor de los regalos. La pausa. El descanso. El silencio.
Un silencio que apenas dura unos minutos y que se interrumpe por el traqueteo de unos tacones que golpean el suelo con fuerza, reivindicando su presencia en la sala. Ante mis ojos, un torbellino pelirrojo de ojos azules, pestañas kilométricas y una barba increíblemente cuidada, envidia de cualquier hipster que se precie. Con un bamboleo de caderas y una voz coqueta se presenta ante los asistentes a la Fiesta del Museo Nacional de Escocia. Ella es Gingzilla, “una combinación detonadora entre Ginger y Godzilla” que hoy viene dispuesta a seducir a todo aquel que se cruce en su camino. Y lo hace a golpe de Rhythm and Blues, interpretando la canción “No Diggity” (1996), de Blackstreet.
Shorty get down, good lord
Baby got ‘em up open all over town
Strictly biz, she don’t play around
Cover much ground, got game by the pound
Getting paid is her forte
Each and every day, true player way
I can’t get her out of my mind
I think about the girl all the time […]
I like the way you work it
No diggity, I got to bag it up, bag it up (x4)
Un conocido tema al que con un marcado estilo gangsta se atreve a añadir una frase propia.
“I am queen to serve, not a queen to scam”.
Al parecer, ella es la reina. Y lo sabe. Una reina que se gana el corazón del público con su interpretación de “Someone to Fall Back On” (2005), del compositor de teatro musical Jason Robert Brown. Una sutil balada cuyos acordes se acallan poco a poco con el resonar de los tambores.
¡Pa-pa; pa-ra-pa-pa-pa-paa!

26 de agosto de 2018. Asembly Hall de Edimburgo. Sobre el escenario, Soweto Gospel, un coro góspel de origen sudafricano que en esta edición acude al Fringe para rendir homenaje a Nelson Mandela, celebrando así el centenario del nacimiento del líder sudafricano y su lucha por la libertad. Vestidos con ropajes tradicionales y valiéndose de sus voces, un bongo y un teclado, el conjunto sumerge a los espectadores en un viaje que les lleva desde los tiempos de la segregación racial hasta lo que hoy es Sudáfrica. Mediante una mezcla de ritmos de góspel africano, espiritual y reggae, el coro hipnotiza a un público incapaz de entender el dialecto en el que se interpretan la mayoría de las canciones pero que, sin embargo, se inclina continuamente hacia delante desde su butaca, como tratando de acercarse cuanto le sea posible a la maravilla que está sucediendo ante sus ojos. Acompañando sus voces con marcadas coreografías y gestos continuos, Soweto logra transmitir una combinación de serenidad y fuerza. Una fusión que alcanza su apogeo durante la canción que da cierre al espectáculo, “Freedom”, y en la cual el coro da las gracias a Mandela por mostrarles el camino y guiar a Sudáfrica hacia la libertad.
Rolihlahla Mandela, Freedom is in your hands,
Show us the way to Freedom in this land of Africa,
Rolihlahla Mandela, Freedom is in your hands,
Show us the way to Freedom in this place,

No hace falta más. Tras apagarse la última voz, el público despierta del hechizo en el que se encontraba, y casi de forma automática, se pone en pie y realiza una ovación, creando una atmósfera en la que conviven infinidad de sentimientos. Una atmósfera en la que se respira principalmente respeto y agradecimiento por lo que acaba de ocurrir en la sala.
***
—Mage, Mage. Despierta. Has acabado tu turno, ya puedes irte a casa.

La voz de mi manager se cuela tímidamente en mis oídos, sacándome del ensimismamiento en el que me encontraba al recordar la maravilla que contemplé ayer en el Asembly Hall. Es lunes, 27 de agosto de 2018. Son las 9.30pm. Recojo mis cosas y me encamino hacia casa, paseando por la Royal Mile, una calle céntrica que durante el Festival ha acogido varias actuaciones diarias y que ahora está prácticamente desierta. Continúo mi camino y alcanzo los jardines de Princes Street, donde una muchedumbre que apenas me deja avanzar permanece clavada en el suelo, dirigiendo la vista hacia arriba. Sigo su mirada y observo como un estallido de luces y colores decoran el cielo para gusto de los espectadores. Deben de ser los últimos fuegos artificiales de los más de 100 000 que se lanzan durante el Virgin Money Fireworks Concert, el evento que cada año clausura el Festival. Con una mezcla entre expectación y curiosidad analizo lo que ocurre a mi alrededor y solo veo a un público fascinado, que con móvil en mano, trata de capturar “el momento”. Sonrío para mí misma y cuando la última luz desaparece del cielo solo pienso en lo divertido de la historia. Tras la luz, la oscuridad. Y así, tal como vino, el Fringe se ha ido.