La verdadera magia de Harry Potter
Lucía Hernández//
Para algunos, el mundo de Harry Potter no ha terminado. Si formas parte de ese privilegiado grupo, tienes la oportunidad de visitar los estudios en los que se grabaron la mayoría de las escenas de las ocho películas donde, por 39 libras –unos 50 euros-, encontrarás el vestuario que llevaron los actores, bocetos de los más de 588 escenarios que se construyeron para la saga y muchos secretos más.
Hasta los diez años, los tres deseos que pedía cuando soplaba las velas de mi tarta de cumpleaños eran casi siempre los mismos: no madrugar para ir al colegio, beber todo el batido de chocolate que quisiera y veranear en Marina D’or, ciudad de vacaciones. Sin embargo, a partir de mi undécimo cumpleaños, la lista de anhelos se redujo a uno: ser bruja. Desde aquel tiempo, cada verano aguardaba, ansiosa, mi carta de Hogwarts, con la esperanza de que un extravío en Correos o un cambio en los Estatutos del mejor centro de Magia y Hechicería del mundo justificaran el retraso de mi invitación al famoso castillo.
Evidentemente, el mensaje nunca llegó. Durante los septiembres sucesivos, la decepción de una vocación no descubierta aumentaba al tiempo que menguaban mis ganas de practicar cualquier otro tipo de actividad, como jugar al tenis, tocar la flauta o despertarme cada sábado para ver La Banda del Patio. Cuando cumplí los quince tomé la decisión. A esa edad –pensé- Harry ya había cruzado el bosque prohibido, ganado la Copa de los tres magos y se había enfrentado dos veces al mago más tenebroso de todos los tiempos ¿Qué había hecho yo? Nada. En ese momento me di cuenta de que lo único que compartíamos el niño que sobrevivió y yo era nuestra condena a heredar calcetines de otros familiares. Él, del señor Dursley y yo, de mi hermana.
Asumida mi condición de muggle, abandoné la búsqueda de cualquier indicio que demostrara mi pertenencia al mundo mágico. Hasta que me enteré de que, a veinte minutos de Londres, en Watford, descansa sobre un terreno de 50.000 m2 el único reducto de magia conocido: cientos de escenarios y decorados, fabricados no solo de cartón y plástico sino también de recuerdos, de nostalgia y, ante todo, de fantasía. Obviamente, con veintiún años y con la ilusión de un renacuajo, decidí asistir.
Llegada a los estudios Leavesden
Como el Autobús noctámbulo que aparece por primera vez en Harry Potter y el prisionero de Azkaban, un autobús también de dos pisos fue el encargado de transportarnos, previo pago de cuatro libras por un billete de ida y vuelta, desde la estación de metro de Watford hasta los Estudios Warner Bros, que bajo el subtítulo de The making of Harry Potter reciben cada día a 5.000 visitantes. A diferencia del vehículo que recoge al Elegido en Privet Drive, el nuestro no rescataba a brujos en apuros abandonados a su suerte, sino que trasladaba a madres e hijos dispuestos a pasar un lunes inolvidable. Jóvenes de todos los lugares, parejas decididas a vivir la mejor de las citas y a tres jóvenes que, como Ron, Harry y Hermione, nos preparábamos para superar una nueva aventura. El cobrador tampoco era Stan Shunpike sino un afable inglés, empeñado en desterrar el fraudulento tópico –como comprobamos a lo largo de toda la estancia en Londres- de que los británicos andan sobrados de pedantería y faltos de buen humor.
Después de un breve viaje de quince minutos que a más de uno se nos hizo eterno, llegamos a lo que creí que era el Edén. La música que surgía del interior del edificio, casi del interior de mi memoria, así me lo confirmó. La canción que compuso John Williams, titulada Hedwig’s Theme, era de una belleza tan sobrecogedora que recordaba al canto del fénix Fawkes.
Al salvar el control de pertenencias, nos dieron la bienvenida multitud de fotografías de Harry Potter, Hagrid, Voldemort, Snape, Molly y Arthur Weasley, Sirius, Lupin o Draco, colgadas de lo alto de las paredes. Una señora aconsejaba no abandonar los abrigos en el guardarropa porque en el ecuador del recorrido habría muestras al aire libre, en las que podríamos pasar frío. Mientras, los ahí presentes, entre excitados y descontrolados, observábamos la primera habitación de Harry: la alacena. Más agobiante de lo que se muestra en las películas pero menos realista, conservaba los soldaditos con los que jugaba el joven mago y algo todavía más conmovedor: su inocencia.
Inocentes fueron también nuestras miradas cuando, tras un recibimiento triunfal -que evito describir para no arruinar la sorpresa a los sensatos que se resuelvan a ir- nos adentramos, al empezar el tour, en nuestro viejo hogar, como hombres sin patria que retornan a la que un día fue su casa para recorrer los rincones que conformaron su antigua existencia. Un grupo de apenas treinta personas entraba al Gran Comedor a volver a rememorar la historia en el sitio donde Harry descubrió que era, como sus padres, un auténtico Gryffindor. Que fuera el escenario que encabezaba la visita no significaba que fuera el que primero se construyó, pues las entregas iniciales de la saga se grabaron en el Christ Church Hall, ubicado en la Universidad de Oxford.
De la misma forma que en el Gran Comedor el Sombrero Seleccionador distribuía entre las cuatro casas de los fundadores de Hogwarts a los alumnos de 1º curso, el grupo de turistas que comenzaba el recorrido se fragmentó en dos grupos. Por un lado, los que se quedaron un rato más en aquel portentoso decorado y, por el otro, los que avanzaron hacia la siguiente parada: un conjunto de fotografías de los directores de las ocho películas. Chris Columbus, autor de la primera y de la segunda; Alfonso Cuarón, de la tercera; Mike Newel, de la cuarta; y David Yates que, aclamado por las piropos de unos y juzgado por los veredictos de otros, se hizo cargo de las cuatro últimas. El Estudio se ahorró incorporar a todos los directores que sonaron pero no llegaron a dirigirlas. Entre ellos, Steven Spielberg, a quien descartó J.K. Rowling por su voluntad de retratar a un Harry rubio, norteamericano y que acudiera al insti en bus al más puro estilo High School Musical.

El camino conducía a los fans de Harry Potter, más conocidos como Potterheads, por un corto pasillo a cuyos lados varias estanterías mostraban las pelucas de los actores, la comida, de plástico que se servía en los banquetes o el adhesivo de la cicatriz en forma de rayo del protagonista, a quien J. K Rowling creó con problemas de visión para demostrar al mundo la vulnerabilidad e imperfección propias de un antihéroe. A la derecha del retrato de la Señora Gorda, se hallaba el espejo de Oesed, que encima del cristal incorpora una inscripción –Oesedleñozarocutedencut se onotse- que leída al revés reza “esto no es tu cara, sino de tu corazón el deseo”, lo que explica que Dumbledore y Harry contemplaran en él a su familia resucitada. Y a su izquierda, uno de los bienes más preciados, las varitas de los magos y brujas más importantes de la saga, hechas a mano y cada una diferente del resto. El equipo de arte acabó hasta el gorro de Daniel Radcliffe, para quien tuvo que fabricar hasta 70 varitas. El joven Potter, que se debía de creer Ringo Star, las usaba en sus ratos libres como baquetas, movido por una vocación musical que culminó cuando aprendió a tocar la guitarra gracias a las enseñanzas de Gary Olman. El intérprete de Sirius Black no solo apadrinó a Radcliffe en la ficción; en la vida real le trasladó todos los conocimientos que pudo, de música, interpretación y de mujeres.
Otro personaje muy importante para la formación de Potter fue su director, Albus Percival Wulfric Brian Dumbledore, con quien compartió escenas inmortales en su despacho, uno de los escenarios más elaborados de todo el muestrario. El pensadero, la espada de Gryffindor o los incontables libros –guías telefónicas, en realidad, cubiertas por una tapa de cuero- forman parte del irresistible atractivo de esa atmósfera de sabiduría y ternura que armoniza con la personalidad de su propietario quien, pese a la opinión de sus haters, cuidó de Harry y lo quiso hasta el final.
A uno de los mejores magos de todos los tiempos hay que anotarle diez puntos más por confiar en el inigualable, complejo, descorazonador y admirable Severus Snape, cuya aula de pociones exigió a la producción tanto trabajo como el despacho del director. El reto era mayúsculo: conseguir trasladar el ambiente lúgubre y sibilino del espacio al espectador para ayudarle a oler la fragancia que desprende un caldero hirviendo…Y lo superaron con creces con los más de mil botes que ocuparon la sala y que contribuyeron a otorgarle verosimilitud. Etiquetados bajo nombres inventados de pociones como Amortentia, Suerte líquida o Filtro de Muertos en vida, los frascos se rellenaron con diferentes líquidos que los distinguían los unos de los otros. Sin embargo, los que bebían los actores contenían sopa.

Tras conocer esta ocurrencia, me enteré de que la escritora de la saga más vendida de la historia, que ya ha superado los 400 millones de copias, fue amenazada por su hermana. La menor de las Rowling desafió a la autora prodigio con dejar de hablarle si mataba a su personaje favorito, Rubeus Hagrid. El adorable guardabosques de Hogwarts sedujo a admiradores como Dianne por su lealtad, su ternura y por su original cabaña. Aunque el decorado interior del hogar de Hagrid se exhibe en los Estudios de Leavesden la cabaña, finalizado el rodaje de todas las entregas, fue destruida para evitar la invasión de las hordas de fans que se dirigían a ella. Su decorado interior, no obstante, se exhibe en los Estudios de la Warner. En ellos, aparte de la Sala Común de Gryffindor, las chimeneas del Ministerio de Magia, la Madriguera, Borgin and burkes o la mesa alrededor de la cual se reúnen los mortífagos en la Mansión de los Malfoy, se encuentran expuestos los seis Horrocruxes -más la foto de Harry, el Horrocrux que Voldemort nunca quiso crear-, de los cuales hubo uno –el guardapelo de Salazar Slytherin- del que se reprodujeron hasta 40 copias para las escenas en las que el trío mágico se esfuerza en destruirlo. Además, aunque J.K Rowling no se inspiró en nadie para el diseño de la personalidad de su villano, sí extrajo una práctica habitual de uno de sus parientes más cercanos. A la hora de seleccionar los objetos en los que Tom Ryddle ocultaría parte de su alma para alcanzar la inmortalidad, la autora inglesa se acordó de su hermana menor y del diario que escribía cuando ambas eran jóvenes. Una costumbre que Joanne censuraba porque consideraba peligroso volcar en un cuaderno todos los secretos de una persona, por si caía en las manos equivocadas.

Una de las características que unía a Harry con Voldemort era su capacidad de hablar pársel. Como el Elegido, intenté emplear el idioma de las serpientes para abrir la puerta de la Cámara de los Secretos. Después de pronunciar la famosa frase “ara ha siem” la puerta no reaccionó. En realidad, lo que la abría era un circuito mecánico que ese día estaba apagado. A pesar de la creencia popular, el movimiento que producen tanto esta entrada, como las mandrágoras o el Monstruoso Libro de los Monstruos funciona mecánicamente. Es decir, no se recrea por ordenador, como sucede con la animación de los dragones y del hipogrifo Buckbeak, que presume de ser el primer animal digital que ha defecado en la gran pantalla. La tecnología informática fue clave para la recreación, a través del croma, del campo de Quidditch o del Lago negro, cuya grabación -realizada dentro de un acuario rebosante de agua- se saldó con dos otitis para Daniel Radcliffe.

En la estación de Hogsmeade junto al Expresso de Hogwarts, visitamos el viejo Olton Hall de 78 años de antigüedad donde el joven mago interpretó su primera escena. En frente de la máquina de vapor, se localiza una réplica del Andén 9 ¾ de King’s Cross, la estación donde se conocieron los padres de la novelista y a la que se dirigía cuando le llegó la inspiración más importante de su vida. En un tren que salía de Manchester con destino a Londres, la escritora, sin saber cómo, ideó los personajes y la base de lo que más tarde se convertiría en un fenómeno literario sin precedentes que marcaría a varias generaciones.
En cambio, fue en un avión donde pensó los nombres de las casas de Hogwarts; una bolsa, sin usar, de vómito, le sirvió para anotarlos. Entonces no pasaba por un buen momento. Recién divorciada, sin mucho dinero y con la responsabilidad de cuidar y alimentar a su hija, cayó en una depresión que terminó reflejando en sus novelas con la figura de los dementores, esas horrendas criaturas capaces de absorber todo recuerdo feliz.
Tampoco fue fácil la publicación del primer libro. Después de recibir el rechazo de doce editoriales, Bloomsbury fue la única que se animó a sacarlo a la luz con la condición de que la autora firmara con sus iniciales –la K es en honor de su abuela paterna-. Pensaban que los chavales, persuadidos por prejuicios machistas, no se atreverían a leer nada escrito por una mujer.
No obstante, la decisión de publicar Harry Potter y la Piedra Filosofal por parte de la editorial no hubiese sido posible sin la intervención de una niña de ocho años en aquella época. La pequeña Alice Newton acostumbraba a leer todo lo que su padre, el fundador de la humilde Boomsbury, le traía. Se trataba de obras ya listas para su venta o de los últimos éxitos del mercado. Sin embargo, ese día de 1996, Nigel Newton ofreció a su hija un manuscrito de una escritora desconocida en cuyo talento nadie había reparado. Alice lo leyó y, una hora más tarde, le dijo “papá, esto es mucho mejor que cualquier cosa que haya leído”. Con esa frase la pequeña Alice acababa de cambiar la historia de la literatura juvenil.
Hoy, once años después, el mundo de J.K Rowling abarca la vida misma: todos sus olores, sus sensaciones y sus sabores, aunque el que produce la Cerveza de mantequilla es bastante decepcionante. No me defraudó, sin embargo, el escenario de Privet Drive, donde me tropecé con la historia de mi pasado. Porque fue ahí, en la casa número 4 del matrimonio Dursley, donde recordé la primera escena del cine de mi infancia.

En el jardín de los Estudios Leavesden, aparte del viejo hogar del tío Vernon, se ubican uno de los puentes de Hogwarts, el autobús noctámbulo, la fachada de Godrics Hollow, el Ford Anglia y la moto que Sirius presta a Hagrid. El término del trayecto se acerca. Pero todavía quedan dos sorpresas más: el callejón Diagon, henchido de más de 20.000 paquetes hechos a mano, y la maqueta de Hogwarts, que tardó siete meses en terminarse. Utilizada para grabar los exteriores del castillo, se erigió como una de las vistas más impresionantes del tour, donde revivimos todos los maravillosos acontecimientos de las películas. Al contrario de lo que les sucede a los verdaderos muggles, que cuando se topan con los terrenos del colegio solo ven un cartel que dice “aléjese, ruinas peligrosas”, nosotros conocíamos la magia. Después de media hora contemplando ese paisaje, llegamos al final de la visita, que reserva a todos los trabajadores de la saga un último homenaje: numerosas cajas de varitas con todos los nombres del equipo.
Con un agridulce sabor de boca, el mismo que aflora cuando se termina el último libro o la última película, llegué a la tienda de Harry Potter, donde se pueden adquirir todo tipo de productos: las grajeas de todos los sabores de Bertie Bott, bufandas, libros, cuadernos, peluches, varitas…En cuanto recordé la famosa escena de Harry en Ollivanders –que demostraba que de verdad era un mago-, compré la varita de Snape, mi personaje favorito, y la blandí con la fe con la que el propio Harry se lanzó a por su primera snitch dorada; con la fe del alumno que, sin haber estudiado, se presenta al examen esperando una revelación o un milagro. Pero no pasó nada. En realidad, no hizo falta. Porque la magia que transmitía la música de la entrada, la magia que despedían todos los rincones de aquel lugar, era mucho más emocionante y mucho más poderosa que el encantamiento que pudiera realizar cualquier mago.