El lado humano del boxeo
Texto: Jesús Ángel Soler Rubio//
Para unos es un deporte y para otros una salvajada. El boxeo, más allá de todo su repertorio de combinaciones, se convierte en una filosofía de vida para quien lo practica. Muchos, tal vez desde la ignorancia e incomprensión, lo tildan de violento, pero desconocen los motivos que llevan a alguien a enfundarse los guantes y subirse al cuadrilátero. Guerreros que muestran su alma y alcanzan la paz a base de puñetazos.
Golpes, sudor, cansancio, sangre, más golpes, horas de entrenamiento, dietas, más golpes, dolor. Ingredientes que todo púgil que se precie conocerá. Sí, boxeo. El noble arte de las dieciséis cuerdas. El deporte amado y odiado a partes iguales, que no deja indiferente a nadie. Su práctica fomenta el desarrollo interior y ayuda a encontrarse con uno mismo.
Todo el mundo, en mayor o menor medida, ha escuchado hablar de boxeo, sabe lo que es un cuadrilátero, y es consciente de que puede asestar golpes y puñetazos. Plasmar su ira o su enfado con el puño cerrado. El puño es al boxeador lo que el cincel al escultor. Arte al fin y al cabo. Siempre rodeado de polémica, los medios no han dudado en manchar su historial cuando han tenido ocasión. Pero lo cierto es que detrás de cada púgil hay una historia, un motivo y una razón que merece ser escuchada. Tal y como afirma la escritora Joyce Carol Oates, en su libro Del boxeo, este “proporciona una válvula de escape a la rabia de la juventud marginal, que puede ganarse la vida por sus propios medios peleándose entre sí en lugar de luchar contra la sociedad”.
Los golpes de la vida
¿Qué clase de sujeto decide subirse a un ring a intercambiar golpes con un adversario, al que ni conoce, y poner su pellejo en juego? Aquel que tiene motivos para hacerlo. Todas nuestras decisiones tienen un origen, y apostar por un deporte como el boxeo merece que haya una. El miedo, la inseguridad y los complejos son solo algunos de los detonantes que impulsan a un ser aparentemente pacífico a convertirse en alguien capaz de enfrentarse a todo lo que se interponga en su camino. Otros –y otras- tan solo boxean por combatir la adversidad cuando se encuentran en tierra hostil, tal y como comenta la periodista Silvia Cruz.
El aspecto físico también es digno de tener en cuenta. A todo el mundo le impresiona un cuerpo musculado y atlético. Saltar a la comba, ejercicios de intervalos, interminables sesiones de abdominales y asaltos de tres minutos que parecen no tener fin son algunas de las herramientas que todo centro de entrenamiento pugilístico otorga para moldear la figura de aquellos que lo deseen. No obstante, quienes acuden a boxear solo para moldear su figura pronto abandonarán la senda de este duro deporte.
La sociología se encarga de distinguir entre agresividad y violencia, y ambos conceptos deben estar claros a la hora de hablar de boxeo. Se entiende como agresivo aquello innato, natural y concebido por la genética, mientras que cuando se tacha un acto de violento se hace mediante la percepción social y la concepción que se tiene de él. Entonces, ¿es el boxeo agresivo? Sí, como cualquier otra práctica deportiva donde sea necesaria cualquier destreza física y una dosis mínima de adrenalina. Pero, ¿es violento? Aquellos que nunca se hayan enfundado en unos calzones, vendas y guantes afirmarán que sí. Pero quienes conozcan lo que se siente al pisar un cuadrilátero y librar un asalto, aunque solo sea de entrenamiento, lo negarán. El presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, al recibir el Premio Nobel de la Paz en el 2009, afirmó que “la guerra es necesaria para alcanzar la paz”. Esta declaración bien puede aplicarse a todo púgil: para estar en paz consigo mismo deberá librar una guerra atroz contra sus miedos y su adversario.
La mente del guerrero
La inseguridad y la falta de confianza acompañan a todo aquel que un día decide pisar un gimnasio y acudir a recibir clases de boxeo. Este deporte, además de una tremenda carga física, está dotado de una carga moral superior. Te enseña a mover tu cuerpo con destreza, a dar golpes certeros y esquivar con rapidez, a protegerte de las embestidas de tu oponente. Pero también te prepara mentalmente, no solo para el combate en el ring, sino para cualquier asalto de la vida. El mejor ejemplo contemporáneo de esta reflexión lo encontraremos en el personaje que Sylvester Stallone creó, Rocky, que lanza puños y mensajes motivacionales a partes iguales en sus películas. “No importa lo fuerte que golpeas, sino lo fuerte que pueden golpearte”. Queda demostrado que se trata de resistir y superar las adversidades.
Los complejos se superan a base de largas sesiones de entrenamiento, de empapar la camiseta en sudor. Los nudillos se agrietan, aparecen marcas de sangre, y la nariz cada vez se desvía más. Pero nada de eso importa. Pese a que desde fuera se perciba como una tortura, en el interior de todo boxeador se produce una transformación que persistirá a lo largo de toda su vida. El pugilismo es como andar en bicicleta: nunca se olvida.
En la mente de todo guerrero, que es así como debe llamarse a los practicantes del noble arte de las dieciséis cuerdas, aparecen una serie de normas propias del Hagakure, el código samurái de Yamamoto Tsunemoto: “Morir no está permitido, abandonar tampoco”. El sepukku, su más famoso ritual suicida, era la forma de despojarse de la vida pero conservando el honor intacto, tal y como se puede ver en El último samurái o Cartas desde Iwo Jima.
La luchadora de artes marciales mixtas, Ronda Rousey, tras la derrota a manos de Holly Holm, afirmó recientemente que lo primero que pensó cuando se despertó en el hospital fue en suicidarse. El motivo fue el tremendo K.O. y la soberana paliza de directos de izquierda que la actriz de Mercenarios 3 recibió.
Las reglas de este deporte impiden que se luche hasta lograr la muerte del contrario, pese a que ha habido casos en los que se ha llegado a ese extremo. Puesto que por la mente del entregado luchador no va a pasar el abandono, recae en el árbitro o en el entrenador la misión de saber cuándo se debe parar un combate, aunque esto es muy complicado y no siempre se acierta. El púgil lleva grabada a fuego en su mente la norma que regía a los soldados espartanos cuando partían hacia la guerra: “volver con el escudo o sobre él”. O lo que es lo mismo, luchar hasta el final y morir con los guantes puestos.
Mención especial merecen en este aspecto los combatientes aztecas. Bravos guerreros conocidos por su valentía, por su agresividad y por elevar a cotas inhumanas el umbral del dolor. Solo basta con ver cómo quedó Margarito tras su enfrentamiento contra Pacquiao en 2010, que bien podría estar en La edad de oro del boxeo, el libro de crónicas pugilísticas del periodista Manuel Alcántara. Pese a las múltiples heridas, el mexicano aguantó el tipo durante los doce asaltos e incluso buscó noquear al filipino. Posiblemente la derrota le doliese más que las heridas, pero el honor que ganó no tiene precio. Actualmente, mientras Pac-Man se prepara para su último combate, el Tornado de Tijuana regresa a los cuadriláteros “para que sus hijos vean quién es su padre”.
Queda en evidencia que la fortaleza del boxeo no reside en el cuerpo, así como tampoco en la dureza de los puños, sino en la mente. En el interior de todo luchador existe una fuerza, un instinto, que le hace único y a la vez le equipara al resto de su especie. Entra aquí en juego El arte de la guerra, de Sun Tzu, que establece en una de sus doctrinas que las batallas se ganan antes de librarse. Lo mismo podría decirse de los asaltos en el cuadrilátero: aquel guerrero que sea capaz de visualizar la victoria, y de creer que va a hacerlo será, con mucha probabilidad, el que salga ganador de la contienda.
Valor y ética del pugilismo
Aquellos que desconocen este deporte se llevan las manos a la cabeza cuando ven un combate, o simplemente imágenes de luchadores en plena acción a través de los medios. Rápidamente se tiende a tachar a los púgiles de bárbaros, violentos, asesinos, como si de gladiadores romanos se tratase. Sin embargo, el boxeo está plagado de valores que enriquecen a aquel que lo practica como deportista y como persona. En definitiva, el boxeo te hace más grande.
¿Cuántos acuden al cuadrilátero como refugio de sus penas y males? ¿Cuántos ocultan sus miedos y complejos con los golpes? Probablemente, todos. El pugilismo es la mejor vara de hierro para enderezar un árbol que se tuerce. Canaliza la ira de forma honrada y limpia, bajo la tutela de un maestro. El noble arte ha servido de trampolín a muchos para dejar atrás malos hábitos. Por ejemplo, Bernard Hopkins, que continua en activo, fue condenado con diecisiete años a dieciocho de prisión. Tan solo cumplió cinco. Al salir decidió que quería dar un cambio radical a su vida y lo hizo a través del boxeo.
Quizá el caso más conocido sea el de Mike Tyson, que solo estuvo controlado y estable mientras estaba sobre un ring, pese a que pareciese lo contrario. Cuentan que a Iron le encantaba cuidar palomas, y su primer combate en la calle lo libró porque otro chico mató a una de ellas, cuando solo tenía doce años. Un acto de defensa y de amor contra un maltrato animal. El resto de su vida estuvo marcada por sus triunfos en el cuadrilátero -que le llevaron a ser campeón de los pesos pesados con dieciocho años- y sus fracasos fuera de él. El boxeo demuestra de nuevo que se hace necesario para algunos individuos cuya fiera interior tan solo puede ser domada por el tacto de los guantes.
El deporte de los puños es mucho más que golpes, fintas y esquivas. Son horas de entrenamiento y dedicación física y mental para así ser capaces de batir al rival más fuerte, que es uno mismo. Aquel que logra canalizar sus fobias, amontonar los motivos que le llevan al ring y plasmarlos en directos y ganchos, triunfará. No se trata, por tanto, de un deporte violento, sino que es el más humano de todos. El único que muestra realmente cómo es el interior de cada uno; que saca a relucir el auténtico carácter de cada luchador.
El dinero y la fama no son las mejores recompensas, sino la gloria de sentirse ganador en la batalla diaria contra la vida. Avanzar y superar los miedos, dejar atrás el pasado y olvidar los errores que en su día se pudieran cometer. En definitiva, demostrar que se está vivo, que todavía se sigue teniendo alma.