Marian Ibarz, una vida marcada por el ballet
Alicia Sánchez Beguería//
Marian Ibarz ha sido peluquera desde los 14 años. Siempre había querido ser bailarina pero su padre nunca le dejó. No obstante, su tenacidad, su fuerza de voluntad y un golpe de suerte hicieron que acabara peinando a figuras importantes del mundo de la danza como Arantxa Argüelles, Trinidad Sevillanos o Marta Ruíz Estambres. Fue la primera y la única peluquera que tuvo el Ballet de Zaragoza; acompañaba a la compañía a todos los viajes, veía todos los ensayos y representaciones y vivió el cierre del Ballet con la misma tristeza con la que lo hicieron los bailarines.
Marian Ibarz se había acostumbrado a que una parte de su casa estuviera repleta de tocadores, de lavabos apilados y de botes de tinte de todos los colores. Siempre le había parecido divertido que su hogar fuese mitad peluquería. No le incomodaba el rugido constante de los secadores o el timbre estridente del teléfono que sonaba cada cinco o diez minutos. Pero aquella tarde no se sentía con ánimos para escuchar todo ese barullo incesante. Enchufó el tocadiscos que tenía en su habitación, posó su aguja sobre los surcos negros de un vinilo y se recostó en la cama. Eligió a Chopin, uno de sus pianistas favoritos. Las notas surgían del aparato con suavidad y delicadeza, conseguían calmar su mente, pero no su cuerpo; sus pies se movían al compás de los sutiles sincopados hasta que, como un resorte, saltó de la cama y comenzó a danzar y a dar saltos por toda la habitación hasta quedar exhausta frente al espejo de pared que la observaba, cómplice. Pasó unos segundos contemplando aquel reflejo y salió disparada por el pasillo que daba al salón de belleza donde estaba Miguel, su padre, trabajando. Entró en él y, tras saludar a las clientas —muchas de ellas americanas que vivían en la base—, fue hacia su padre.
— ¡Papá, papá, quiero hacer ballet! — exclamó.
— Marian, eso es para las hijas de las señoras, no para la hija de un peluquero.
A Marian le pareció un argumento razonable y decidió que pasaría todas las tardes bailando en su cuarto. No era muy buena estudiante pero las horas que pasaba en la escuela se le hacían más amenas pensando que después podría hacer lo que le apasionaba. Sin embargo, ya a los 14 años tenía claro que no quería seguir estudiando y sabía de sobra que la única alternativa de futuro que tenía —al menos a corto plazo— era ayudar a sus padres en la peluquería. Esa misma noche Marian lo habló con ellos y al día siguiente comenzó ya a aplicar algunos tintes, a lavar cabezas y a llevar la caja. Era un trabajo sacrificado, sobre todo a esa edad, pero lo afrontó con la entereza y el valor que le caracteriza y poco a poco fue cogiéndole gusto a ese oficio que, en realidad, la había elegido a ella.
Tras un aumento significativo de la clientela trasladaron la peluquería de la Plaza Aragón, en pleno centro de Zaragoza, a la Calle Félix Latassa, cerca de la Gran Vía. Por entonces tenían una plantilla de trece personas y Marian tuvo que hacerse cargo también de los cortes y de los peinados para bodas y otras celebraciones. Apenas tenía tiempo para salir con sus amigas y perdió el contacto con muchas de ellas, pero aprendió lo que significaba la vida y lo que costaba ganársela. También conoció y se enamoró profundamente de la persona con la que se casó algo más adelante, en 1969, y con la que, años más tarde, tuvo a sus dos hijos: María y Miguel.
Pese a que siempre había sido una mujer alta y delgada, tras dar a luz a su segundo hijo comenzó a aumentar de peso y ya no se reconocía cuando se miraba en el espejo. No se sentía bien con su aspecto físico y decidió apuntarse a clases de gimnasia de mantenimiento en el estudio de María de Ávila, con la que entabló una buenísima amistad. De hecho, Lola, que así solía llamarla su círculo más cercano, en muchos finales de curso pedía a Marian que peinara a las niñas antes de salir a escena.
El Ballet de Zaragoza
Lola fue a la peluquería de Marian hasta sus últimos días. Iba con bastante asiduidad y en alguna ocasión le comentó que era muy probable que se abriese un Ballet en Zaragoza, que el proyecto estaba ahí, sobre la mesa. La peluquera le escuchaba con atención; como apasionada del ballet le encantaba la idea pero no podía evitar pensar que quizás solo se tratase de una de las múltiples promesas electorales que se quedaban en eso, en promesas.
Una tarde de 1982 —siempre lo recordará— cuando fue a su clase de gimnasia de mantenimiento, Lola le dio la noticia: había tenido una reunión con Sainz de Varanda, el por aquel entonces alcalde de la ciudad, y habían acordado que unos meses más tarde se crearía el Ballet Clásico de Zaragoza con alumnos de ese mismo estudio. A la peluquera le dio un vuelco el estómago del que no se pudo recuperar hasta unos segundos después de escuchar la siguiente frase:
— ¿Nos ayudarás con los peinados?
Como era de esperar, Marian accedió encantada. El primer día los nervios la acompañaron hasta ese ballet que tantas veces se debatiría entre la vida y la muerte. Comenzó haciendo peinados para las fotografías de los catálogos y, más adelante, peinando a las niñas para los ensayos y enfrentándose a la tensión que conllevaban los propios espectáculos. No estaba acostumbrada a hacer recogidos en 12 minutos —la pausa que había entre acto y acto—, aquello era como una carrera de relevos: puro trabajo en equipo.
Muchas veces ponía a las niñas en fila en su camerino y ellas mismas se iban soltando y abrochando los cerca de cincuenta corchetes que adornaban algunos de los maillots. Otras, tenía que dejar de lado la peluquería y hacer pajaritas con bolsas de basura para los músicos que se las habían olvidado.
El Teatro Principal se volcaba ante los bailarines y cada vez más espectáculos colgaban el cartel de “completo”. Acudían personas mayores, jóvenes, escuelas y todas acababan maravilladas por la calidad que tenía el ballet, por la vitalidad de sus bailarines y las sonrisas que esbozaban, por los elaborados recogidos y por la originalidad de su vestuario.
Aunque detrás del telón el ambiente era bien distinto. La danza clásica, pese a la delicadeza de sus movimientos, requiere una gran disciplina y una enorme fuerza mental. Antes de salir al escenario cada bailarín llevaba a cabo su propio ritual. Arantxa Argüelles, por ejemplo, se ponía a jugar a las tabas, algunos apagaban la luz de su camerino y se quedaban a oscuras y en silencio hasta que llegaba la hora de salir al escenario, y a otros, en cambio, les daba por hablar. Pero los nervios nunca desaparecían del todo, y Marian siempre estaba ahí, detrás de ese telón de terciopelo granate para escucharles y para tranquilizarles. Siempre tenía incienso en el camerino y a Xabi Irurzun, por ejemplo, tenía que darle masajes en la cabeza y pasarle las varitas aromáticas por todo el cuerpo para que se calmase antes de salir a bailar.
En los momentos previos a la función se desataba el caos, era como una especie de explosión de adrenalina, de voces que ensordecían el ambiente, una maraña de nervios que aceleraba las pulsaciones pero que, paradójicamente, hacía que el tiempo desfilara más lento. Marian llamaba una a una a todas las bailarinas, cogía la caja donde guardaba las horquillas, los postizos, los coleteros de cada una de ellas y, como si formara parte de una precisa coreografía, mojaba el pelo rizado, cardaba el liso, daba forma al rebelde y adornaba el débil. Después, iban abandonando una a una la estancia camino al escenario y se iban colocando detrás de la línea blanca que les correspondía. El telón se abría, lento, muy lento comparado con sus vertiginosos latidos y se hacía el silencio, unos segundos, antes de que la música empezase a sonar y lo llenase todo.
La energía parecía embriagar el ambiente, parecía impulsar las puntas de sus pies y girar con ellos en resueltas piruetas, parecía inclinarse y alzarse por encima de sus cabezas. Pero durante los recesos toda esa fuerza se disolvía, los bailarines atravesaban las bambalinas casi sin aliento, exhaustos y, en algunos casos, al borde del desmayo, e ingerían litros de agua antes de volver a salir a escena y sonreír con más fuerza incluso que antes.
La institución pasó por las manos de diferentes directores durante sus 23 años de vida, muchos de ellos vinculados con el mundo de la danza. Nació con María de Ávila en el año 1982, pero un año más tarde Lola fue nombrada directora del Ballet Nacional de España y el Ballet Clásico de Zaragoza quedó a cargo de Cristina Miñana hasta 1989. Fue entonces cuando pasó a denominarse Ballet de Zaragoza e inició una nueva andadura con Mauro Galindo en la que se mezclaban montajes muy vanguardistas con ballets clásicos de la época romántica. Bajo la dirección de Galindo la compañía se vio por primera vez sentenciada a muerte debido a la falta de medios materiales y a las escasas subvenciones que recibían. En 1997 Arantxa Argüelles tomó las riendas del Ballet y le insufló la bocanada de aire fresco que en ese momento le faltaba. Estrenaron obras clásicas como Giselle, la favorita de Marian, que narraba una trágica historia de amor entre una joven campesina y un duque ya prometido que se hacía pasar por plebeyo para declararle su amor.
Los bailarines del Ballet de Zaragoza viajaron de la mano de Arantxa Argüelles por Alemania, Estados Unidos, Cuba, Portugal… siempre acompañados de Marian, como si fuera un miembro más del cuerpo de baile. Salía del teatro sobre la una y media de la madrugada y de regreso al hotel comía unas lonchas de jamón de york o una manzana y se iba a dormir hasta las ocho y media o nueve de la mañana del día siguiente, cuando regresaba al teatro. Eran días agotadores en los que no tenía apenas tiempo para descansar ni para pensar, pero estar lejos de casa le hizo ver la realidad desde otra perspectiva y le ayudó a sacar fuerzas para enfrentarse a uno de los momentos más duros de su vida.
Sabía que las cosas con su marido no iban del todo bien, así que cuando regresó del último viaje decidió hablar con él. Este, como tantas otras veces antes, le pidió que dejara el ballet, algo que Marian no estaba dispuesta a hacer por nada en el mundo. Junto con sus hijos y su trabajo en la peluquería, era lo único que la hacía feliz y que ayudaba a que su mente se mantuviera activa. No encontraba solución a sus problemas matrimoniales, y tampoco sabía siquiera si amaba al hombre que tenía delante, pero sacó todo su coraje y le dijo tajante:
— Me voy a Berlín, tú te quedas con los niños y espero que cuando vuelva ya no estés en esta casa.
No había acabado de pronunciar esa frase y sus pies ya estaban yendo hacia la escalera, no quería mirar atrás y, una vez que cerró la puerta llamó a Arantxa Argüelles, que entonces se encontraba en Berlín y le comunicó su decisión. Casi sin darse tiempo para pensar cogió un avión rumbo a Alemania, y nada más llegar a Berlín se dirigió a la ópera donde estaba trabajando Arantxa. Durante cuatro días solo se movió de la butaca cuando cerraban la ópera; veía una función detrás de otra, se dejaba mecer por las distintas melodías, prestaba atención a las historias —en su mayoría trágicas—, y sonreía con cada aplauso del público. No necesitaba nada más, aquello era todo lo que necesitaba para curar la herida. El ballet, una vez más, le había salvado la vida.
El final del Ballet y de la carrera profesional de Marian
El 25 de diciembre de 2005, justo antes de que los bailarines subieran al escenario, les dieron la noticia: el Ballet se cerraba. Aquel telón cuyo bamboleo parecía eterno en muy poco tiempo se bajaría para siempre y esa iba a ser una de las últimas funciones para muchos de ellos. En el camerino nadie podía contener la emoción, pero de cara al público —como ocurría siempre— las lágrimas se transformaban en sonrisas, en ágiles zancadas y en pasos medidos a la perfección, unos pasos que se alargaron hasta el 30 de junio cuando, bajo la dirección de Patsy Kuppe-Matt, la compañía dio su adiós definitivo al Teatro Principal. No había vuelta atrás, el gobierno municipal lo consideraba «un modelo agotado».
Muchos de los bailarines lucharon por continuar en el mundo de la danza clásica pero otros sabían que su carrera acababa allí, que jamás volverían a pisar un escenario. Marian se dedicó en cuerpo y alma a su peluquería pero no perdió el contacto con casi ninguno de esos niños a los que había acompañado y había visto crecer durante los 25 años en los que Zaragoza había sido un referente mundial del ballet.
En 2011 decidió jubilarse, pero ni siquiera su retirada podía estar alejada del espectáculo. María, su hija, la llamó por la mañana y le dijo que tenía entradas para ir a ver una función de danza que había esa misma tarde en el Teatro de la Estación. Lo que Marian no sabía era que su hija había organizado todo aquello y cuando llegó allí quedó impresionada. Sentados en la sala de espectáculos se encontraban todos sus familiares y compañeros de profesión y cuando se abrió el telón todos los bailarines que habían formado parte del Ballet de Zaragoza interpretaron a su Giselle más especial. Ahí fue cuando, entre lágrimas de alegría, Marian Ibarz descubrió que no le hacía falta nada más, que el ballet se lo había dado todo.
…una historia preciosa.