Bea Royuela: una luz que te parte en dos
Elena Álvarez//
La de los domingos
Es domingo. Bea todavía no ha visto que ha salido el sol porque no ha levantado la persiana. Es domingo en Zaragoza. Bea todavía no se ha dado cuenta porque le cuesta abrir los ojos los fines de semana por la mañana. Es domingo en casa de Bea. Es domingo en San Bruno. Bea recuerda que es poeta. Se está preparando.
Ya pasan de las once y sale del portal de su casa. Se dirige a su destino andando a buen paso. A juzgar por su aspecto, es un poco hippie. Y va cargada. En su mano derecha, un carrito; en su espalda, una mochila pequeña; en su pecho, una riñonera. Su pelo largo del color de la tierra pierde tonos de oscuridad gracias a la acción del sol. Sus ojos, del mismo color, quieren esconderse bajo el flequillo ladeado hacia la derecha que cubre su frente. Está sonriendo. El carrito, que llama la atención porque está customizado, se le hace pesado (no por kilos, sino por tiempo cargado) y tiene que bascular, cambiándolo de vez en cuando entre sus dos extremidades. Su contenido es sorprendente, cuanto menos: lleva una silla y una mesa de aluminio, un roll-up (una especie de cartel publicitario) y una máquina de escribir. Su mochila la llenan unos cuantos filtros de café, bolis, una libreta, una licencia y una taza. La más pequeña de sus cargas guarda sus objetos más personales: móvil, cartera, llaves.
Han pasado 20 minutos –Las Fuentes no está tan cerca de la plaza de San Bruno como parece– y Bea llega al final de su camino. Es domingo en San Bruno, y el mercadillo que llena este rincón de Zaragoza lleva casi dos horas en marcha. Bea monta su chiringuito. Saca la silla, la mesa, el roll-up y la máquina de escribir. Saca los filtros, la libreta, los bolis y la taza. Por fin, se sienta. La mascarilla impide ver su cara, pero un divertido boceto de ella en el roll-up a sus espaldas nos permite hacernos una idea. “Poemas al gusto. Bea Royuela” – se lee.
Bea nació en 1991 en Teruel. Tiene 30 años y, por cosas de la vida, ha acabado viniendo aquí. Sus dos metros cuadrados de suelo le valen para crear arte. Bea escribe poesía, pero no es una poesía cualquiera.
– ¿Cómo funciona esto?
– Tú me dices una palabra y yo te improviso un poema con la palabra que me has dado.
La cara de este joven es el combinado de sorpresa y admiración. Le dice una palabra. Quiere un poema de amor porque su chica vive lejos.
– ¿Me quedo aquí o te dejo a tu marcha?
– Como quieras. Llevo cinco años haciendo esto, estoy acostumbrada a todo.
El chico se queda. Bea lo agradece porque si se hubiera marchado, habría venido otra persona, provocando, lo más seguro, su distracción. No es por ser mala –de hecho, Bea es todo lo contrario–, pero prefiere que sus clientes no se alejen para que los clientes potenciales esperen su turno con calma.
Su máquina, negra con motivos y dibujos en rosa y azul pastel, está que echa humo. No han hecho falta más de cinco minutos para que el poema esté acabado. Son diez versos.
– ¿Cuánto cuesta?
– La voluntad.
El chico deja cinco euros en la taza y comienza a leer el poema. Cada verso se le clava más. No es triste, pero es un diamante: duro y precioso. ¿Cómo ha podido captar tanto en tan poco? Se nota que no quiere llorar, pero sus pupilas se convierten en cristales que miran a Bea y no necesitan decir nada más que: “Gracias”.
Desde septiembre, Bea va los domingos a la plaza de San Bruno. Se sitúa donde, en los meses más fríos, da un poco más el sol. De frente tiene la catedral de La Seo. Cualquiera querría esas vistas. Se coloca durante una hora y media para todo el que quiera un trocito de poesía en un filtro de café. Dice que le da la sensación de que la gente necesita un abrazo sin brazos, pero con palabras escritas. La pandemia también ha afectado al arte, cómo no, y ahora solo unas cinco o seis personas pasan cada mañana por su puesto. Antes eran más.
Es domingo en San Bruno, pero también lo fue en Las Armas. Ahí comenzó su andadura con la máquina de escribir, donde estuvo dos o tres años hasta que decidió cambiarse. Sin embargo, sigue tanteando cómo hacer su trabajo más atrayente. La poesía no está en boca de todos, y es difícil que se acerquen a su mesa. Por eso, ha ido cambiando su decoración. Mucha cosa, poca cosa, solo la máquina. Al final, la disposición de su tablero es esta: filtros de café a un lado, móvil al otro –para hacer la foto al resultado final–, taza para dejar el dinero y librito para firmas. En este último, que no todos usan, los afortunados que consiguen un poema escriben dedicatorias y sus sentimientos al leerlo. Bea no necesita más.
Pero lo que no saben sus clientes es la debilidad que le provoca, en el fondo, crear.
– ¿No te sientes sola?
– Sí. A veces. Sola e insegura, sobre todo.
El mejor momento, sin duda, es dar el poema y recibir respuesta. Pero no todo es un camino de rosas. Bea pasa vergüenza, le da cosa. Siente muchísima presión, a pesar de que nadie nunca le haya puesto una mala cara. ¿Le gustará? ¡Qué mal! He hecho un juego de palabras de mierda. Esto ha sido demasiado arriesgado. Me he pasado.
Después, nada de lo que piensa se convierte en realidad. Una vez entregado el poema, todos quedan satisfechos.
Partir
en cuerpo y alma
partir.
Partir
deshacerse de las miradas
piedras opresoras
que duermen en la garganta.
He de partir
no más inercia bajo el sol
no más sangre anonadada
no más formar fila para morir.
He de partir
Pero arremete, ¡viajera!
– Alejandra Pizarnik
“Cronopio de Royuela”
Bea tiene unos años menos y está a punto de subir al humilde escenario del Candy Warhol. No sabe si es la primera, la tercera o la quinta vez que se sube. Todas parecen la misma. En la mano izquierda, su poema –que ha preparado con anterioridad en casa–; en la derecha, el micrófono. No hay demasiada gente, visualiza a su pareja de aquel momento. Él la mira orgulloso. “Tranquila”. También hay gente que ha visto alguna otra vez. Son conocidos y, cuando acabe, aplaudirán y la apoyarán.
Un minuto y medio arriba, pero Bea lo ha sentido como menos de treinta segundos. Se acabó. Bea había recitado el poema veinte veces en casa, y tardaba tres minutos. ¿Otra vez he corrido? Menos mal que nadie se ha dado cuenta de las cosas raras que hacía su cuerpo cuando procedía a ser el centro de las miradas. No le temblaba la voz, pero las manos, sí. La próxima vez va a pedir un atril para no tocar el papel.
– ¿Cómo te sentías?
– Sentía muchísimo miedo. Pero era muy corto.
Las jams poéticas, previas a las slams que organiza ahora la asociación Noches de Poemia en la ciudad, fueron de los primeros contactos que tuvo Bea con la poesía. Al principio, le daba miedo. Después, también, pero le gustaba. Había buen rollo. Al final, dejó de hacerlo. Se dio cuenta de que no se escuchaban tanto entre ellos, aunque la intención estuviera. “Era un poco: yo he traído mi mierda, vengo a leérosla, pero cuando subís no os escucho.”
– ¿Era pesado?
– Todos van con la misma cadencia, el mismo ritmo. Se hace monótono. No había experimentación, no había cosas nuevas.
A Bea le gusta salirse de los esquemas. A pesar de que su poesía es breve porque su cabeza es esquemática, sus manos necesitan experimentar, su mente es un torbellino. Necesita el cambio, la chispa, la ruptura con lo establecido. Por eso, escribe poemas en filtros de café. Encima, con una máquina de escribir, casi una reliquia. Y, además, en tiempo récord.
La idea de Bea nació de Momento Verso, un grupo de chicos que se juntaban en Madrid y llevaban a cabo este proyecto. Su lema: “tú me das el tema, yo te hago el poema”. Los conoció en blogs de literatura y no dudó en hacer lo mismo. La poesía llevaba rondando en su cabeza y en su vida ya un tiempo suficiente. Así nació el antecesor de “Poemas al gusto”: Cronopio de Royuela.
Julio Cortázar tiene un libro (de tantos): Historias de cronopios y famas. El fanatismo de Bea por Cortázar en ese momento y su encuentro con la sensibilidad de los cronopios –“unos seres verdes y húmedos” según el autor– y sus historias, la llevó a encauzar el nombre de su proyecto. El apellido de Bea es Royuela. Jugando con el título de Rayuela, también del mismo autor, lo encontró: era el comienzo de algo grande.
Bea tiene algo en su cabeza que no consigo descifrar. Piensa de otra manera, no es convencional. Es creativa con todos sus sentidos. Me pone un ejemplo que recuerda de un curso con Daniel Rabanaque (poeta zaragozano). Imagina que relatas el camino más corto de tu casa al Pilar. Lo tienes. Ahora cuéntame el más largo. ¿Cómo lo harías?
La respuesta de Bea: “simplemente alargar las palabras”.
Deee miii caaasaaa aaal Piiilaaaar…
Así funciona su mente. Sin rodeos.
Ella sabía que debía aprovechar este don. En un momento dado, sabía que debía seguir adelante con su proyecto de “Poemas al gusto”. Le iban saliendo bolos, iba a Las Armas, le contactaban para eventos. Estaba creciendo y tenía que decidirse por focalizarse en ello.
– ¿La gente de tu alrededor te apoyó?
– Mi familia, gente cercana, todos. Pero perdí una amiga.
Desde que comienza su relato hasta que acaba, Bea se muerde la piel que recubre sus labios en un tic inconsciente que denota el dolor que todavía siente al contarlo. Eran inseparables desde los catorce. Todo juntas, diez años de amistad. Lo habían vivido todo junto a la otra. Pero llegado el momento, Bea necesitaba un apoyo que su amiga negó. Era preferible buscar un trabajo de verdad. Cansada de ceder y, unido a otros problemas que atacaron su relación, esta terminó. “Fue uno de los momentos más duros de mi vida”. Bea fuerza una sonrisa.
Cada final es un nuevo comienzo. Así que, como cada experiencia, esta sumó algo a la vida de Bea. Seguramente, este recuerdo se habrá colado en algún poema que le hayan pedido sobre amistad o sobre dolor. Esa mitad suya que deja caer en sus versos, que unida a la mitad de la persona a la que tiene frente a su máquina, crea un momento mágico.
Además de escribir para los demás, también guarda versos para sí misma. Algunos los comparte, otros los recita, otros nunca verán la luz. Pero sí, escribe. El tema no tiene que ver con una palabra que alguien le ofrece. Lo medita. Puede estar en su cabeza días, semanas, meses hasta que decide salir y convertirse en palabras. Estos poemas requieren una maduración mucho mayor. Más tarde, autoevaluación y corrección.
– ¿Sobre qué temas escribes?
– Sin darme cuenta, hago poesía social. Me gusta hablar de las personas, de lo que nos pasa, igual de lo que no ha hablado nadie. También me encanta hacer poesía con humor.
Qué lejos está mi abuela, aquí dándome la mano.
Mi abuela no sabe
cómo suena un Whatsapp
Mi abuela no sabe
que chatear no lleva vino, ni tilde
Mi abuela no sabe
a qué sabe un McFlurry
Mi abuela no sabe
escribir en un Mac
Mi abuela no sabe
cómo comerse el sushi
Mi abuela no sabe
cuánto pesa un Smartphone
Mi abuela no sabe
hacer running con Quechua
Mi abuela no sabe
cómo se ve en BluRay-3D
Mi abuela no sabe
bailar el ElectroLatino
Mi abuela no sabe
a qué hora es el Peliculón
Y yo, que sí lo sé
y tú, que sí lo sabes
no sabemos cómo suena la sirena
que preludia el bombardeo.
-Bea Royuela
Primer y último verso
Esta es Bea el año que acabó segundo de Bachiller – ¡de ciencias! –. Cumplió los 18 ya en febrero, tiene ganas de marcharse, de abrir su mundo, todos sus amigos se marchan de Teruel. Pero no ha aprobado Química. No se puede presentar a selectividad. Estudiará esta asignatura todo el verano. ¡Qué rabia! Llegado el momento, tanta focalización le valió para dejar el resto de materias a un lado. Suspendió selectividad. “La lie parda”.
Bea decide mudarse a Zaragoza con su tía, quien más tarde le cederá el piso para ella sola. Bea empieza un Grado superior de Informática.
– ¿Tenías claro lo que querías hacer?
– Nunca he sabido lo que quería hacer. Siempre me he guiado por lo que me gustaba y me apetecía en el momento.
Sin embargo, el destino no quiso que le terminara de gustar, no quiso seguir profesionalizándose en algo que no le apasionaba. Selectividad, otra vez. Ahora, aprobada. Y, por cosas de la vida, un comentario de una amiga le llevó a meterse en Filología Hispánica. Entre risas, me cuenta que ni siquiera sabía lo que significaba eso. Pero menos mal que entró.
A partir de entonces, las letras no han desaparecido de su vida. Con 14 o 15 años ya le picó el gusanillo de la escritura. Se dio cuenta de su creatividad, de que le apasionaba escribir bien, bonito. Aspiraba a textos cerrados, con sentido, y estéticos. Pero la vergüenza siempre acechaba como una serpiente y su manzana. Nunca enseñaba sus escritos, utilizaba trampillas para no sacar todo lo que era ella de verdad.
– ¿En qué sentido?
– La estrategia de usar el humor ha sido para que no parezca tan verdad lo que escribo, no sacar todo lo que quiero decir. No desnudarme del todo.
Los pasos pequeños los tuvo que dar en su madurez. “Atrévete”. El miedo a poner una palabra malsonante en un poema, a rescatar un sentimiento real, a desenterrar las emociones. Luego, confiesa, puedes decir que todo es mentira, un invento. El secreto queda entre tú y el papel.
Bea es una persona que se sabe sacar las castañas del fuego, es independiente y fuerte. Se excusa diciendo que ella tuvo suerte porque cuando se mudó a Zaragoza tenía a su tía, y sus padres estaban cerca. No estaba sola. Qué humilde, yo lo escucho mientras sigo viviendo con mis padres y en mi ciudad natal.
– ¿Tienes algún mantra?
– De un texto cortito de Borges me quedo siempre con la última frase. “Así que uno planta su propio jardín y decora su propia alma, en lugar de esperar a que alguien le traiga flores.”
A Bea la poesía le llegó de repente y le cambió la vida. ¿Quién le iba a decir a aquella Bea, el 12 de diciembre del 2015, cuando por primera vez usó aquella máquina que rescató del trastero de sus abuelos, que le iba a traer hasta aquí? Nunca tuvo miedo del futuro, “lo que tenga que venir, vendrá” por bandera, divergente nata.
Ahora tiene entre manos el proyecto de un libro recopilatorio de todos sus poemas. ¿Cuánto le costará escoger solo cien de los mil que tiene guardados?
– ¿Son poemas para ti o para la gente?
– Son poemas que he escrito para la gente. Todo el libro es para ellos. Son suyos. Es el recopilatorio de momentos mágicos que he vivido durante estos años.
Es un impulso
una chispa, casi un grito
hay quien se ha quemado
con solo nombrarla
hay algunas que quemaron libros
hay algunos que quemaron sus nombres
pero ella,
la poesía,
es un relámpago
una luz
que te parte
en dos.
– Bea Royuela