El país donde fiesta y responsabilidad van de la mano
Carlota Martínez//
Cuando hablamos de open air en España muchos pueden pensar que nos referimos a cualquier tipo de actividad al aire libre: tomar algo en una terraza, montar en bicicleta por el parque, dar un paseo… Pero ¿es lo mismo para los extranjeros?
Para la mayoría de los europeos, no. En concreto, hablar de open air en Alemania supone un ritual que mucho tiene que ver con el orden germano y poco con la seriedad a la que nos tienen acostumbrados. Muchos pensarán que se trata de un intento de fiesta al que nosotros, los españoles, no tenemos nada que envidiar. ¿Quién puede ganarnos cuando hablamos de beber y salir? La respuesta es clara: nadie. Yo también lo pensaba.
En uno de mis viajes a Colonia, la ciudad responsable de que me enamorara de estos eventos, asisto a uno de ellos. Hacía mucho que no iba, casi un año. Los open air suelen prepararse esporádicamente. Bueno, con una o dos semanas de antelación y cuando el tiempo lo permite. No olvidemos que hablamos de los más cuadriculados del continente y que más anhelan el sol.
Antes de ir, me preparo. “Gafas de sol, dinero, llaves, manta y chaqueta para más tarde. ¿Algo más?”. Meto todo en la mochila y acudo al punto de encuentro con el resto: un supermercado Lidl. Mientras espero, veo entrar y salir a cientos de jóvenes con sus grupos de amigos. Algunos de ellos ya borrachos, otros los miran deseando estarlo. Todos son altos, la mayoría rubios y con ojos azules. Sí, muy estereotipado. Por un momento creo que estoy en la entrada de una discoteca de Mallorca, pero luego me doy cuenta de que sus pieles no están quemadas.
Dentro del supermercado los trabajadores no dan abasto. Van y vuelven por los estrechos pasillos con cajas de cerveza para enfriar en las neveras. Otros reponen salchichas y pequeños panecillos que, conforme siguen entrando los jóvenes, van desapareciendo. Una vez en la caja hay que ser cuidadoso. ¿Recuerdan las barras que separan las compras en las cintas del supermercado? Aquellas cuya función cumple un simple espacio y quedan abandonadas a un lado de la cinta. Si visitan el país germano, úsenlas. Se ahorrarán la amenazadora mirada del resto de clientes que le rodean.
Una vez pagado y empaquetado todo en bolsas de papel a contrarreloj (qué rapidez tienen las cajeras alemanas), el camino es fácil. Una gran muchedumbre crea una fila que, lejos de parecer un caos, es ordenada y respeta los semáforos. Unirse a ella es el camino más rápido hasta el open air que hoy se celebra en Aachener Weiher, el parque universitario.
Una vez allí, sálvese quien pueda. Hay quienes prefieren poner su manta cerca de la música y quienes prefieren alejarse más y poner la suya propia (mi elección). En el caso de escoger la primera opción, prepárense para el techno alemán, al que poco estamos acostumbrados en España.
El parque parece un campo sin fin. La hierba está bien cuidada, el lago es de agua cristalina, los árboles no tienen pintadas ni están agujereados, no hay colillas por el suelo… Un ambiente que muchos tememos cómo va a acabar después del evento.
Desde lejos puedo ver grupos de amigos sentados en círculo sobre grandes mantas. Todavía me sorprende ver cómo realizan barbacoas en mitad de un parque público, con el peligro que esto conlleva. Sin embargo, siento una extraña tranquilidad al saber que quienes las realizan son alemanes. En teoría, responsables.
En cada grupo, la organización es la misma: uno pone la música, otro hace la carne, otro prepara bocadillos y los ofrece, otro saca y reparte las cervezas de la nevera portátil y el resto, disfruta. Sí, disfruta. ¿Qué hay mejor que una tarde soleada entre amigos con una cerveza fresquita, un bocadillo recién hecho de la barbacoa y la música que le gusta? Pocas cosas se me ocurren.
Los grupos son diversos, pero todos tienen algo en común: beben Kölsch, la cerveza de Colonia. Las más populares son tres: Reissdorf, Früh y Gaffel, pero existen once variedades más. De dos en dos van pasando jóvenes directos del kiosk, pequeñas tiendas donde las venden. Juntos, transportan enormes cajas con más botellines para sus amigos.
“¡Prost!”, se escucha. Dos grupos de gente se juntan. Parece que no se conocen de nada, pero no importa. Al fin y al cabo, los alemanes no son tan cerrados. Se disponen unos delante de otros, parece que van a batirse en batalla. Uno de ellos trae una pelota. “¿Van a jugar al balón prisionero?”, me pregunto. No, van a jugar al Flunkyball, el juego que nunca falla en un open air alemán. Consiste en tirar una botella de cerveza situada en el medio utilizando una pelota. Mientras el otro equipo corre a incorporarla, los otros beben de las botellas de cerveza que tienen a sus pies. El primero que se las acabe, gana. Ahora entienden por qué no puede fallar en un open air.
Poco a poco va cayendo el sol. Algunos prefieren quedarse en el césped hasta que anochezca. Otros siguen la música techno y se adentran en el open air, que no es más que una discoteca al aire libre. Dentro, el espacio es pequeño e incluso agobiante, a pesar de que alzando la vista puedan verse las primeras estrellas de una noche despejada.
La fiesta acaba. Muchos pensarán que son las seis de la mañana, que amanece, pero no. Son las diez de la noche y todo el mundo entiende que es hora de apagar la música y trasladarse a otros bares de la ciudad donde no molestar a los vecinos. Por lo que salen tranquilamente y se dirigen hacia la misma calle: Zülpicher Strasse, donde continuará la fiesta.
Antes de marcharme, observo. El lago está tranquilo e igual de cristalino. El césped limpio y los contenedores llenos. Varias personas sin hogar abandonan el parque con enormes bolsas de basura llenas de botellines de cerveza y de plástico. Más tarde irán al supermercado y, por cada botellín de cristal que lleven, ganarán ocho céntimos, mientras que, por cada botella de plástico, les devolverán veinticinco céntimos.
Parece utópico, pero es así. En Alemania es posible la fiesta responsable. Alcohol, limpieza y reciclaje son compatibles. En esto, los open air, sí superan las fiestas españolas.
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