Solentiname, el paraíso sandinista que maravilló a Cortázar

Texto y fotografías: Carmen Grau Vila//

Solentiname y Managua, enero de 2015

 

La carretera a San Carlos está desierta por las protestas en contra del Gran Canal Interoceánico de Nicaragua. A pocos kilómetros del último pueblo portuario del lago Cocibolca -la extensión de agua dulce más grande de Centroamérica y en cuyo vientre habitan tiburones únicos- se encuentran El Tule y San Miguelito, zonas afectadas por la ruta del canal y donde las Navidades de 2014 más manifestantes han dormido en comisaría. La policía ha sofocado los tranques y quejas de estas pequeñas poblaciones campesinas, temerosas de perder sus tierras. En Managua nadie recomienda viajar. Al grito de “fuera chinos”, los opositores se han levantado tras la televisada puesta en escena del presidente nicaragüense con la empresa china encargada que, a mediados de diciembre, anunció las obras. Mi investigación sobre el canal me lleva, sin embargo, a querer conocer quiénes habitan este lago.

Tras seis horas de tierras volcánicas y campos de ganado me topo con un policía en San Miguelito. Saluda amablemente, toma mis datos y se despide con el autóctono “que le vaya bien”. Piedras en la vereda, cristales rotos y un silencio engañoso informan que días antes esto fue un violento escenario. Al llegar a San Carlos, rodeada de verde selva, los colores pastel de la nueva imagen del gobierno sandinista de Ortega dan la bienvenida. El puerto es un hervidero de pangas, autobuses, vendedores, militares y hombres mayores ebrios. Los horarios y medios de transporte rumbo a las islas del lago o navegar el río San Juan, frontera natural de Nicaragua y Costa Rica, resultan inexactos por fin de año. Llamo a un celular. Responde afablemente Esperanza. Está en el puerto, que la busque, partimos ya. Alcanzaré Solentiname a bordo de La Estudianta, una pequeña embarcación a motor que va cargada de bidones de agua y que, como más tarde revelará mi anfitriona, da nombre a su objetivo primordial: educación para todos.

Navegando a bordo de La Estudianta, camino a Solentiname (1)
Navegando a bordo de La Estudianta, camino a Solentiname

Solentiname, archipiélago de treinta y seis islas del lago Cocibolca, es poesía de paisaje y en sus lugareños. Dicen que quien no visita Solentiname no conoce Nicaragua. Reserva de aves, casa de pintores primitivistas y bastión sandinista desde los setenta, fue descrito por Cortázar como “la visión primera del mundo”. La Estudianta bordea islotes mientras contemplo los secretos naturales que esconde el país centroamericano más grande y caluroso. Navegando sin más horizonte que el extenso lago, uno cree encontrarse en un mar picado puesto que Aníbal, capitán de esta panga reivindicativa, ha de estar atento a los vaivenes del oleaje. Nos cubrimos con lonas oscuras para minimizar el impacto de las miles de gotas que salpican. Somos un punto negro que avanza en la inmensa masa de agua de más de 8.000 km². Tras media hora de ensueño paisajístico, atracamos.

El Hospedaje La Comunidad, situado en la pequeña isla Mancarrón, me abre sus puertas para el fin y comienzo de año. La encargada de tan remoto lugar es la misma Esperanza. Tiene sesenta y pico años, es ágil y de ojos avispados. Autóctona de Solentiname, se crió descalza y consciente de la necesidad de salir de la miseria que en aquella época abundaba en la isla. Un día, allá por los años sesenta, llegó el Padre Ernesto Cardenal, poeta, sandinista y más tarde Ministro de Cultura que haría todo lo posible por cambiar el rumbo del país para dejar atrás las injusticias.

Esperanza aprendió con él. Y en la revolución sandinista sería una guerrillera más. “Perdimos a muchos”, lamenta, “pero también ganamos mucho”, sonríe. Hoy, este paraíso pequeño y amable que es la comunidad, es testigo del esfuerzo por traer las necesidades básicas: sanidad y educación. Ella se encarga de lo último: “Llevo a cabo el proyecto que todos soñamos y que algunos no lograron ver”, matiza.

Isla Mancarrón, Solentiname (1)
Isla Mancarrón, Solentiname (1)

Esperanza charla alegre, pero suena una alarma en el trasfondo de su voz. Han avanzado mucho, pero no todos los niños tienen acceso a estudiar. Para seguir adelante tuvieron que abrir la comunidad al hospedaje de turistas. Una nueva generación que ella lidera trabaja duro. Cocinan, limpian, navegan, guían. José, de veintipocos, serio y eficiente, es el encargado; el Chino, que rebosa humor y picardía, le ayuda; Aníbal, más mayor y recio, va con la panga. Con los dólares que aquí aportan los viajeros, la educación y las necesidades, como ella las llama, van cubriéndose. Eso y la ayuda básica que viene de la cooperación. “Sin esos fondos, quién sabe”, suspira. Pero es optimista: “Encontraremos la manera, siempre lo hemos hecho”.

La discordia aquí tiene forma de hotel. Paseando uno se percata de la invisible lucha interna que divide el reducido espacio isleño. El famoso Hotel Mancarrón era antes parte de la comunidad, como así proclaman carteles en el lindero. Esperanza se apaga cuando cuenta que la dueña del hotel es amiga de la compañera presidencial Murillo y que por eso se lo han quedado. Esta sí que es una batalla perdida, percibo. Más allá del fructuoso negocio hotelero, seguramente el objetivo último del gobierno sea tener bajo control este reducto comunitario donde se alberga la voz sandinista original.

En la comunidad, sin recepción, con sus apartadas y pintorescas cabañas de madera y techos de zinc, es donde el paraíso terrenal existe. Los porches lucen hamacas hechas a mano que son balcones colgantes al lago. No hay tantas cabañas y apenas turistas; es difícil encontrarles en Internet, son más económicos, pero los platos que sirven en el comedor principal son aves de corral o pesca del lago y la cocina, situada en el centro. Es de leña como antaño. En ella laboran y se ríen los tres muchachos y, al caer la tarde, familia y amigos se unen.

Si Managua y la ruta hasta aquí está ensombrecida por el polémico canal, la pequeña isla vive atemporal. El canal no existe. Pregunto, pues. Esperanza radiografía la traición y ambición de Ortega, alejado del sandinismo inicial, para perpetuarse en el poder. “El canal es su sueño”, pero duda de la puesta en práctica. Aníbal, que además de panguero se descubre como un gran ornitólogo cuando me embarca a contemplar las aves que habitan los afluentes del lago, está preocupado por el ecosistema. “¿Qué ocurriría con las miles de aves y las aguas si por el lago circulan barcos con petróleo?”, se pregunta mientras maneja. “Es imposible de imaginar, todo esto se acabaría”. En sus ojos hay alarma y pena.

Iguana en Solentiname (1)

De hacerse realidad, barcos porta contenedores atravesarían el istmo centroamericano quedando unido el Mar Caribe y el Océano Pacífico en una obra de dimensiones mayores al vecino canal de Panamá. Es la escalada al desarrollo económico del gobierno de Ortega, ávido de atraer inversiones a uno de los países más pobres del continente. En la travesía se toparían irremediablemente con Solentiname.

El chino, que vive en otra de las islas con su familia, tiene miedo a perder su trabajo y marchar para siempre. Me presenta al matrimonio Arellano, pintores primitivistas que han logrado llevar cuadros de Solentiname por el mundo. Comenzaron como campesinos que pintaban su tierra. Maravillaron a Cortázar en su visita a las islas durante la revolución. Por entonces, la comunidad subsistía de la venta de estos cuadros y figuras de madera de balsa. Hoy, la pareja Arellano vive en una modesta casa, estudio y galería. “Este lo ha pintado mi nieta”, señalan uno. “Esta es la isla donde arriban aves migratorias de Canadá”. Las tonalidades brillantes y la armonía de los trazos reflejan en los bellos lienzos el alma primitiva de Solentiname.

Al atracar en el muelle se divisa la modesta iglesia, blanca y azul, sin cristales en las ventanas. Mosquiteras de colores enganchadas en los marcos de las ventanas la hacen todavía más original. Dentro, las paredes están decoradas con dibujos de animales a mano. Aquí surgió el alma y se fraguó la historia de esta comunidad de habitantes guiados por Ernesto Cardenal, que recaló aquí como Padre y ya nunca más se marcharía. Más adelante, en el centro de la gran arboleda que se abre, aparecen el museo y biblioteca, orgullo de la isla. Es aquí donde acabada la jornada, las familias se reúnen. Unos ocupan las mesas de madera, otros rebuscan en las estanterías y los más se conectan al wifi. Sí, hay internet gratuito desde la única antena que se erige.

Llegada la Nochevieja la calma de la isla es inmensa. A las nueve camino hacia el conjunto de casas de la diminuta población. En el bar esquinero tomo una Toña, la cerveza nacional. Suena música caribeña, pocos bailan. No es una noche especial.

Regreso a la cabaña con cuidado de no pisar los sapos nocturnos que salen al camino a refrescarse. Me sorprende la medianoche entre sueños. Con los primeros rayos de sol, Solentiname despierta al nuevo año tranquilo y dulce. Las aguas grises del gran lago bañan el silencio y las oropéndolas decoran con sus nidos colgantes los árboles frondosos. La buganvilla colorea el verde profundo de las islas. Los hibiscos revisten de elegancia algunos rincones. Los pollos y gallos continúan desperdigados por doquier.

La familia de iguanas que habita enfrente se solea entre las ramas. Los sapos ya se refugiaron. Los niños juegan libres. Los muchachos se lanzan al lago. Los perros persiguen pavos reales. Las hamacas bailan, junto con tucanes y garzas, en todos los portales. Los nicas más mayores se mecen observantes.

Hamaca en Hospedaje La Comunidad (1)

Esperanza me dice que si quiero, puedo conocerlo, un momento nada más. Entonces es cuando subo a saludar a Ernesto Cardenal, que descansa tras noventa años de vivencias en la casa arriba de la loma. Qué pensará este antiguo sandinista del canal, del gobierno de Ortega, de la evolución de su país. Puedo adivinar la dirección de sus respuestas, crítico al régimen actual. La casa es como las cabañas del hospedaje.

De su balcón cuelga, cómo no, una hamaca más. Me recibe tumbado en ella, balanceándose en camiseta blanca. Con la boina que tanto le caracteriza. La vista puesta en el lago, reposado. Y su mirada clara refleja todo un mar de historia.

Entrañable y sabia, también cansada. Le pido que no se levante. Quiero preguntar, pero no me deja. Es él quien quiere saber de los motivos que me traen a su país. Charlamos brevemente de Nicaragua, me sonríe afable y entiendo que es hora de marchar. Le dejo contemplando en calma el Solentiname original, el gran lago que acoge sus luchas y avances, el archipiélago desde donde no hacen ruido, pero han logrado llegar a toda Nicaragua. Le deseo, eso sí, un feliz año.

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