Svetlana Zakharova: acto IV. Muerte del cisne
Texto: Alba Fernández//
Incluso sin haber oído hablar de ella antes, solo con observarla, uno puede deducir a qué se dedica. Svetlana Zakharova tiene un cuello largo y delgado que se erige orgulloso sobre clavículas prominentes y desaparece bajo una mandíbula fina y marcada. Si se la mira solo de pasada, no sorprende confundirla con un cisne, con su cabeza pequeña y su elegancia al moverse.
Svetlana Zakharova es bailarina. Siempre lo ha sido. Nacida de una madre coreógrafa, su vocación estaba decidida desde antes de abrir los ojos por primera vez. Aunque la danza la ha acompañado siempre, no significa que llegar a ser prima bailarina -la distinción más importante en el ballet clásico- haya sido tarea fácil. No hace falta que ella lo diga, está marcado en todo su rostro.
Pómulos altos sobresalen lo suficiente para crear sombras en sus mejillas, que bajo las luces del escenario parecen confundirse por hoyuelos profundos. Este juego de oscuros y claros se percibe aún más en sus ojos. Svetlana tiene una mirada apagada, con los párpados cayéndole pesados como telones tras la última reverencia. El brillo característico en los ojos de una niña con tutú nuevo se ve reemplazado por ojeras acentuadas. Bolsas lóbregas dan la impresión de hundir sus iris grises en un agujero blanco delimitado por rímel y sombra de ojos cara.
Aún con rastros permanentes de fatiga adornando sus facciones, Svetlana da una apariencia de gracia y distinción con su postura y sus manierismos. Espalda estirada, hombros empujados hacia atrás y zapatos siempre cerrados para ocultar el destrozo inevitable que supone bailar sobre la punta de sus dedos cada día. Nunca vista sin tacones, su manera de andar podría ser parte de una coreografía.
Svetlana destila elegancia. Nadie lo cuestionaría si en otra vida hubiese sido reina o baronesa. Es fácil imaginarla sentada en un trono, con sus manos finas posadas una sobre la otra en su regazo y su rostro, impasible, regalando a sus súbditos las sonrisas más sutiles.
A pesar de tener el cuerpo que toda bailarina ansía conseguir y bailar con las mejores compañías del mundo, no peca de soberbia. Habla con humildad y, aunque asegura amar lo que hace, recuerda los sacrificios que conlleva esta profesión. Las secuelas visibles son solo la punta del iceberg.