El tiempo se paró en Oporto
Paula Per //
Todo lo que necesitaba saber sobre Oporto, aquello que no aparece en ninguna guía de viajes sobre la ciudad lusitana, me lo enseñó una vieja papelería situada en una de sus calles más céntricas. Visitar Oporto fue como entrar en la antigua tienda, un viaje al pasado. La modestia del anciano que la regentaba, su sosiego antiguo, elegante, y cierto aire inglés, pueden encontrarse en cualquier rincón de la ciudad.
He llegado. Me encuentro al final de la Rúa dos Clérigos y una pequeña tienda me llama la atención. Artículos de papelería viejos, casi de coleccionista asoman bajo una gruesa capa de polvo tras el cristal amarillento del escaparate. Quiero ver más. Abro la vieja puerta de madera tallada contigua al cristal. Un olor a cerrado me envuelve y el interior de esa antigua papelería de Oporto me lleva al pasado. El dependiente también es viejo. Un anciano de movimientos torpes acude a recibirnos con la amabilidad de quien acaba de abrir el negocio, pero –preveo– con decenas de años a sus espaldas.
Me llama la atención una carpeta de un antiguo equipo de baloncesto y decido comprarla; también un bolígrafo que no necesito. Todavía no entiendo bien la razón, pero quiero un recuerdo de ese lugar que no voy a olvidar. El anciano se dirige hacia la estantería. Trata de guardar el equilibrio y logra coger aquella carpeta y la limpia lentamente con un paño. Al pagar, el precio vuelve a sorprenderme. Se confirma que he viajado al pasado, ambas cosas apenas cuestan unos céntimos. Por eso, al abrir su caja registradora, esta rebosa monedas cobrizas, nada más. No hay billetes.
– Bom dia, obrigado
– Obrigada, bom dia.
Y salgo de la tienda. Algo me dice que cuando vuelva a Oporto ya no seguirá ahí.
Oporto, como la tienda que me dio la bienvenida, es una ciudad vieja y de tradiciones. El anciano, tan apegado a su negocio, fue el primero en demostrarlo.
El aire decadente de sus calles y la tranquilidad de aquellos barrios, que huyen de turistas con prisas occidentales, equipados con cámaras de última generación y cierto aire de superioridad, confirmaban la teoría.
Porto es vida tranquila en las calles, lugareños que hablan con un soniquete casi gritón y sin necesidad de teléfonos móviles. Es también tradición vinícola en las tierras regadas por el Rio Douro, rostros tostados por el sol y suelos empedrados, viejos, como los edificios que en estos se asientan, como el señor de la primera papelería. Es una ciudad envejecida, tanto por sus rincones como por quienes viven en ella.
Porto son francesinhas, una especie de sándwich gratinado relleno de embutido. Un plato que tiene más de reclamo para turistas que de tradición, con precios tan variados como la calidad de sus productos. Pero es, sin duda, pollo con arroz blanco servido en bandejas de acero de una churrasquería cutre que, probablemente, lleve más años abierta que los que los comensales somos capaces de sumar. Es también bacalhau o alheira, una salchicha creada por los judíos y prueba imborrable del tiempo en el que habitaron estas tierras atlánticas. Retales de la vieja Oporto fáciles de encontrar cuando uno se aleja de las calles concurridas y se deja guiar por la apariencia tradicional de un restaurante escondido. El camarero, además de ejercer de chef, acabó convertido en cómplice y guía de viaje.
El hombre, de tez morena y bigote, hacía por entenderme y yo a él.
– Desculpa, ¿cómo puedo llegar a Torre dos Clérigos?
– Vai para cima da rua e gire à esquerda.
Únicamente entiendo la última palabra, pero el resto se puede intuir. La ciudad está atestada de colinas con interminables pendientes que obligan al turista a adaptar sus pasos al ritmo de la ciudad.
En Oporto, decía José Saramago en su libro Viaje a Portugal, “las laderas se cubren de casas, las casas dibujan calles y, como todo el suelo es granito sobre granito, cree el viajero que anda recorriendo senderos de montaña”; y no le faltaba razón.
Teniendo tantas colinas, no sorprende que un emblema tan conocido del lugar, como es la Torre dos Clérigos, pueda encontrarse en lo alto de una de ellas. Así que salgo de aquella brasería y tomo la primera calle hacia arriba hasta que el cansancio aparece en mis piernas y mis ágiles movimientos se convierten en lentas zancadas que no desentonan con el ritmo de quienes me rodean. Giro a la izquierda y aparece, contigua a la Torre dos Clérigos, la iglesia de mismo nombre donde los lugareños asisten en silencio a una misa.
Sí, Oporto es también fe y rezos, ancianas vendiendo estampitas de vírgenes en las calles y numerosas iglesias como una parte más de esos resquicios del pasado que se niegan a abandonar el territorio. Como todos los productos de aquella primera tienda que, aún desfasados, resistían en sus estanterías. Supongo que, por mi cara exhausta, ellas también perciben que no soy portuense. Ya en el interior de la torre unas escaleras con más de 240 peldaños elevan al visitante a 75 metros de altura y descubren otra forma de mirar la ciudad. A un lado, y más pequeña todavía, queda el sitio donde empezaba este viaje.
La vida en Oporto nace en el Douro
“La verdad es que Oporto tenía un aire inglés, con sus fachadas victorianas de piedra gris y la gente caminando ordenadamente por la calle. […] Bajando por los callejones empinados de la ciudad baja comenzó a encontrar una animación que no sospechaba”. – Antonio Tabucci
El sol cae y los ladrillos que revisten las fachadas de la vieja ciudad se tornan en un tono anaranjado. Desde la Catedral de la Sé el bullicio que se puede apreciar en la animada Ribeira invita a bajar. En ella, las aguas del río reflejan la alegría de esa zona de Oporto atestada de bares. Parece que, en ese punto, la ciudad despierta de su letargo.
El Duero es, sin duda, un tesoro para el lugar. Cuidado y respetado a partes iguales. En él la imagen de las rabelas que se mecen en sus aguas evoca un pasado mercantil y pesquero.
En una de sus márgenes, una hilera de edificios viejos de colores custodia sus tranquilas aguas. En la otra, únicamente bodegas. De nuevo la tradición es la que impera en el punto más bajo desde el que se cimienta la ciudad. El Duero es tan importante para Oporto como para los portuenses. Éstos han crecido junto a él y, además, riega las tierras que cultivan.
Ou Rio que você vá Correndo
Meu Bem Que Eu adoro Levas
Você vai Águas como faltarem
Leva enquanto as lágrimas choro
Reza un cantante de fado grueso y con la camisa totalmente empapada por el sudor mientras busca el beneplácito de su público.
En una ciudad con tan importante presencia de un río, era de esperar que ésta también fuera reconocida por la imponencia y belleza de sus puentes, fechados en distintas épocas y de distintos estilos arquitectónicos.
Aunque Oporto no sería lo mismo sin sus vinos, tampoco lo sería sin el Ponte Luis I, un gigante de hierro que vigila todo lo que sucede a orillas del Duero. Sin embargo, pese a su tamaño, su aspecto frágil, envejecido y casi descuidado confunde y hace que se integre mejor en el resto de la ciudad. Desde este punto, hago eso que decía Saramago, “puede el viajero inclinarse hacia el aire y tener la ilusión de que todo Porto es Ribeira”.
En Oporto no es el tiempo el que pasa por la ciudad
No es el tiempo el que pasa, pasamos todos nosotros. Saramago, en el ir y venir de los viandantes, era capaz de adivinarle antepasados pescadores a la mujer que paseaba por las calles de Oporto y, si no habían sido pescadores, decía, serían calafates, carpinteros de ribera, tejedores de lonas y velas o cordeleros. Pero se olvidó de aquellos que trabajan las tierras atestadas de vides. Al igual que los tripeiros no olvidan esa parte de su pasado expedicionario, tampoco ignoran la tradición vinícola del lugar. Un vino que les convirtió en navegantes y que todavía hoy fabrican como ya lo hicieran sus abuelos.
También bordan la vid en sus trajes regionales, cantan fado en sus fiestas, mantienen la Avenida Dos Aliados, con sus edificios belle époque, el Mercado do Bolhão que se mantiene en pie haciendo equilibrios de malabarista, las calles empedradas del casco histórico que cae hacia el río a través de calles estrechas y retorcidas, monumentos de diferentes estilos que se entremezclan con plazas renacentistas o edificios neoclásicos como el Palácio da Bolsa. Pero Oporto va maquillándose poco a poco y, la ciudad donde todo tiene cabida, también hace un hueco para las nuevas construcciones de formas geométricas y perfectas como la Casa da Música o el Estadio do Dragão. Aquí la vida se vive a dos ritmos: ancianos pidiendo en las calles mientras los turistas gastan su dinero en zonas bulliciosas o familias fabricando vino casero en la misma calle donde se sitúan las grandes bodegas.
Decía Tabucci que esta ciudad conservaba ciertas tradiciones que en Lisboa se habían perdido. Probablemente tenga razón y sea también una de las ciudades portuguesas que menos ha sido alterada por el paso del tiempo.
Lentitud inherente
En la librería Lello, otro de los lugares más reconocidos de Oporto, un pedacito de la pluma de Vila-Matas cuelga de una de las paredes. Aunque son pocas las miradas que se detienen en ese punto del segundo piso de la librería, ahí enmarcadas aparecen las letras que Enrique Villa-Matas dedicó a la ciudad lusitana en una de sus visitas. Decía Villa-Matas que Oporto encarna la calma y la tranquilidad sinónima del sosiego antiguo, elegante, del que sabe que andar con prisas muchas veces lleva a errar. Las palabras de Villa-Matas vienen a confirmar lo que ya había vivido tras el primer contacto con la ciudad.
El viejo tranvía también corrobora lo que dice. Como prueba física de ese sosiego portuense, el artefacto recorre desde inicios del siglo XX y con la lentitud de quien no tiene un destino las diferentes calles que dan forma a la ciudad.
Es curioso, pero al igual que los lugareños no han logrado despegarse de esa parsimonia inherente al punto en el que se encuentran, tampoco lo han hecho del apodo tripeiros por el que se les conoce desde que, durante la expedición para la conquista de Ceuta, en el año 1415, éstos donaran toda la carne disponible en la villa a los expedicionarios embarcados quedándose sólo con las tripas para alimentarse.
Dice el refrán popular: “Lisboa se divierte, Coimbra canta, Braga reza y Oporto trabaja”. En esto último no puedo estar más de acuerdo, como también lo estará el anciano de la primera papelería que nos daba la bienvenida; porque Oporto hoy es eso, un puñado de restos de lo que con el esfuerzo de muchos fue. Y de lo que todavía es. Una ciudad a pedazos y que, sin embargo, atrapa.
Desde que pise tierra Portuguesa, por vez primera en 1981, en Elvas, y alrededores, me encantó tanto que cada año voy por todos sitios, conociendolo a lo largo y ancho.
Me encanta Portugal, y su gente, su comida, sus pousadas, y hoteles, muy limpios.
Obrigado, gracias