En la salud y en la enfermedad con Kristina Braverman
Ricardo Lampérez//
Kristina hace honor a algunas letra ocultas en su apellido, Braverman, el cual debería cambiarse – y con razón- por ‘Brave Woman’
Fundido a blanco. Amanece en Berkeley, California. Ella despierta junto a su marido y sonríe en su interior; cuántas veces había temido no volver a despertarse junto a él. Va al baño, y antes de meterse en la ducha se observa a sí misma en el espejo. Se mira directamente a los ojos. Sigue costándole bajar la mirada y observar sus pechos, observar sus cicatrices. Se ducha y hace todo lo posible para empezar el día con buen pie. Hoy hace un año desde que recibió aquella llamada.
-Estábamos en la cocina. Fue Adam, mi marido, el que comenzó a llorar cuando el doctor me dijo que el cáncer se había ido para siempre. Nuestra hija pequeña nos observaba sonriendo sin saber qué estaba pensando. Tiene dos años, pero es muy lista. Seguro que se imaginaba algo.
Ella es Kristina Braverman: esposa y madre a partes iguales, y a tiempo completo. Nació en Cleveland, Ohio, hace 33 años. Tuvo cáncer de mama; “una etapa de mierda”, sentencia. Cuando le diagnosticaron la enfermedad tardó un tiempo en comprender todo lo que estaba pasando. Su cuerpo le repugnaba, y se culpaba a ella misma por esa situación. Dios no haría algo así, o quizás es que no existía. De todas formas, no frecuentaba la iglesia desde pequeña, desde esa infancia que no quiere recordar y de la que parece no querer hablar. “Mi madre, la de verdad, es la madre de mi marido; mi suegra”. Se toca la cabeza y acaricia el poco pelo que tiene. Sonríe. Huele a café con aroma de avellana.
-Una etapa de mierda, sí. ¿Sabes? El cáncer es esa enfermedad que todos dicen que es como una plaga, una pandemia. Que no solo te afecta a ti, sino que indirectamente toda tu familia y todos tus amigos tienen esa enfermedad- hace una pausa. Se acaricia la cabeza. Sonríe. -Es verdad. Mi familia lo pasó fatal. Fue muy duro el momento en el que les informé a todos de lo que ocurría. Todos me abrazaron, me dieron muchísimo cariño, y me decían que todo iba a ir bien. Esa fue la peor parte.
-¿Los abrazos? ¿La peor parte?
Se acaricia la cabeza. Le da un sorbo a su café. Sonríe.
-No, claro que no, los abrazos son siempre bien recibidos. Cuánta energía transmiten los abrazos… Lo peor fue que me dijeran que todo iba estar bien. ¿Y si no iba bien? ¿Y si yo no estaba bien? Joder, me acababan de diagnosticar cáncer. ¡Cáncer! Estaba acojonada, asustadísima. No quería que nadie, ni siquiera mi marido, me dijera que todo iba a ir bien. Yo quería estar rabiosa, enfadada y asustada. Tenía derecho. Y no quería oír que todo se iba a solucionar, quería que la gente que tenía cerca escuchase mis miedos y los comprendiera. Eso era lo que yo quería. Pero tampoco quería que mis pensamientos perjudicaran a los demás. Solo expresarlos, nada más.
La procesión va por dentro, y por fuera
Kristina recuerda aquellos días con dolor, con tristeza. Los estigmas del cáncer los tiene marcados en su cuerpo, y ni siquiera hoy es capaz de enfrentarse a ellos. “De verdad, creía que iba a morir”, asiente, siempre sonriendo. Se toca la cabeza. “Incluso grabé un vídeo para mi familia en Navidad, esos días en los que estuve en el hospital peor que nunca. Quería despedirme y sentía que no iba a tener la oportunidad. Sí. Grabé un vídeo”. Deja escapar una risa esta vez.
De todos los momentos traumáticos, además de aquel día en el que notó cómo se le empezaba a caer el pelo mientras bailaba con sus amigas en una discoteca, el que recuerda con más dolor fue la noche en la que su marido la sorprendió con una peluca. “Se había recorrido media ciudad en busca de una peluca adecuada”. Lloró, y le pareció horrible. “Qué fea era, por Dios”. De pronto se sintió horrible, fea; tan fea como la peluca. Enferma. “Hoy por hoy lo veo como un gesto bonito, mi marido lo hizo por mi bien. En aquel momento pensé que Adam me veía fea, me veía desgastada, y me compró aquello para que no estuviera calva en sus ojos”. Se toca la cabeza. Ahora, con el semblante serio, da un sorbo a su café.
A pesar de que los médicos fueron muy optimistas al principio, la situación se complicó a mediados de noviembre. “Todo iba bien, pero la quimio no funcionó como esperaban”. En una cama de hospital vio cómo su familia celebraba la nochebuena, aquella noche en la que despertó. Volvió a nacer. “Aquella noche… Quiero pensar que Dios estuvo conmigo. No sé, es lo que quiero pensar. Sé que mi marido rezó por ello. Lo sé”. Kristina vuelve a acariciarse la cabeza. No para de tocarse el pelo. Le encanta que su melena rubia vuelva a crecer, le encanta estar sana. Da un sorbo a su café. Sonríe. Observa los juguetes de su hija en el salón.
-Puede que, cuando estaba en aquella cama de hospital, de quien más me acordase fuera de mi hija Nora. Es tan pequeña… No podía perderme verla crecer. En aquel vídeo le conté que podía estar tranquila, que tenía al mejor padre del mundo, pero era injusto que yo no estuviera allí con ella. Con ellos.
Junto a los juguetes de su hija hay apilados un montón de libros. Libros de autoayuda, libros de texto del colegio, libros sobre cáncer. También hay unos cuantos panfletos de diferentes universidades. Kristina lo observa todo con una sonrisa. Siempre sonriente. Después de un sorbo de café se acaricia la cabeza. “Está todo hecho un desastre, perdón”. Antes de apilar todas aquellas publicaciones, se pone otra taza de ese café con olor a avellanas. “Manías de mi marido, al final ha terminado por gustarme este sabor”. Se le escapa de las manos un folleto sobre un psicólogo. Sonríe. Se acaricia la cabeza.
Madre, por encima de todo
El hermano mayor de Nora se llama Max, y fue diagnosticado de síndrome de Asperger desde que cumplió los ocho años. “Esto es una batalla diaria, por la que su padre y yo luchamos con uñas y dientes”. Adam y ella nunca han querido que su hijo se sintiera diferente, y han hecho todo lo posible por incluirlo en escuelas públicas donde pudiera estudiar con los demás de forma normal. “No queríamos educación especial. En este país es carísimo, y no te asegura una buena formación. Queríamos a nuestro hijo en un colegio público, porque Max es uno más”. Se acaricia la cabeza. Por segunda vez, su semblante es serio. Agacha la mirada.
Lo que en un principio fue una alegría, ha terminado por consumir a la familia Braverman. Max fue aceptado en el colegio público de Berkeley más cercano a su casa, después de recibir un tratamiento personalizado por uno de los mejores psicólogos de la ciudad. Kristina toquetea el panfleto mientras habla. El pequeño hizo un amigo, y las cosas parecían ir bien. Pero entonces llegó la adolescencia, y sus compañeros poco a poco fueron alejándose de Max. “Adam y yo nos enfadamos tanto… Son gilipollas. Esos chavales son gilipollas”. Kristina continúa con la vista fija en el negro café. No aparta la mirada. La taza en una mano, el panfleto del psicólogo de su hijo en la otra.
Lo peor ocurrió hace unos meses, cuando su hijo se marchó a una excursión organizada con su clase. El profesor se puso en contacto con sus padres aquella noche, pocas horas después de haber llegado al hotel donde todos los jóvenes iban a dormir. “Cuando llegamos allí, Max estaba sentado solo en la recepción del hotel. No hacía caso a nada ni a nadie. Solo miraba al suelo. Nos vio y se montó en el coche sin mediar palabra”. De vuelta a casa, su hijo iba sentado en el asiento trasero, mientras sus padres en la parte delantera miraban a la carretera en silencio. Esa fue la primera vez en la que Max confesó sentirse diferente, confesó todo lo que sus compañeros le hacían pasar y todo lo que él sentía al respecto. “Son gilipollas”, fue lo único que sus padres pudieron decirle al chico, “vamos a patearles el culo. Son gilipollas”.
Después de muchos días en los que Kristina quiso mucho y muy fuerte que el mundo se acabase, decidió darle un vuelco a su situación. En Berkeley las cosas “no se estaban haciendo bien”, y quería contribuir con su ayuda. Los Braverman no son de los que se quedan con las ganas de hacer cosas. Con ayuda de su marido y de sus conocimientos de política –anteriormente había trabajado como asesora para el actual alcalde- decidió presentar su candidatura para hacerse con el mando de la ciudad. “Tenemos una de las mejores universidades del país, pero en la educación primaria todo es diferente. Quiero que mi hijo, y los niños como él, puedan tener un futuro”. Tampoco parece que la sanidad sea algo con lo que está conforme. Se acaricia el cabello, y ojea el montón de papeles en la mesa de su iluminado salón. Los ventanales dejan entrar el sol sin filtrar, sin depurar. Aquí, en esta casa, parece que siempre sea primavera.
De pérdidas, de ganancias
Hace pocas semanas su mejor amiga falleció. De ella aprendió todo lo que sabe sobre el cáncer. “No me enseñó nada sobre la enfermedad, me enseñó a vivir con ella”. Gwen llevaba muchos años enferma, tantos que nunca se lo dijo a Kristina. La conoció el primer día de quimioterapia, y desde entonces se habían ayudado mutuamente para enfrentarse a la enfermedad, tanto en los ratos malos como en los peores. “Ayudar es algo muy ambiguo. Ella me dijo que lo mejor para pasar la quimio era la marihuana. Y, efectivamente, lo fue”. Ríe nerviosa. Se rasca el cabello. Ya no queda café.
-La vida es injusta, ¿no?
-¿Qué quieres decir?
-Quiero decir que Dios me permite vivir. Me permite disfrutar de mis tres hijos. Y Gwen, una de las mejores personas que he conocido y que me ha enseñado casi todo lo que sé sobre la vida misma, no puede disfrutar ni del sol, ni de las noches, ni de observar las cicatrices de su pecho con tristeza como hago yo. Estoy enfadada. Adam me dice que no piense en ello, que no tiene sentido. Ya sé que no tiene sentido, por eso pienso en ello.
Adam siempre está allí, y siempre estará allí; en la salud y en la enfermedad. Como hace muchos años se prometieron. Como todo el mundo sabe. “Son odiosos –dice Haddie entre carcajadas, hermana mayor de Nora y Max, y la hija mayor de la pareja- es un matrimonio tan perfecto que toda la familia los odia. Desde el cariño, claro, pero todos los odian”.
En su nueva vida sin cáncer, Kristina había visto cómo sus deseos para llegar a alcaldesa de la ciudad se veían frustrados. En el fondo sabía que nunca iba a ser posible, solo lo hizo para decirse a sí misma que podía con ello. La esposa y madre a tiempo completo quería algo más. Después del incidente de su hijo Max en aquella excursión con los gilipollas, Kristina y Adam pensaron seriamente la idea de abrir una escuela para niños y niñas con síndrome de Asperger. Junto a Julia, hermana de Adam y abogada, llevaron a cabo todos los entramados burocráticos para hacer de esta idea una realidad. “Estamos en la ruina, pero queremos hacerlo por nuestro hijo. Queremos que Max gane esta pelea”. Sonríe. El sol comienza a descender.
Ya han conseguido un local para el colegio, y también un nombre: Gwen Chambers. No tienen claro cuándo ni cómo, pero algún día, más pronto que tarde, el centro de estudios Chambers abrirá sus puertas. Kristina lo hace por ella, por sus hijos, por su marido, por su amiga, por su enfermedad, por sus pechos. Lo hace por la educación, lo hace por su enfado, lo hace por haber visto agonizar a su mejor amiga fuera de un hospital. Lo hace porque, si Dios existe, es ella la que ahora le va a dar una lección.
Anochece en Berkeley, California. Kristina se tumba junto a su marido. Se tapa, posando cuidadosamente la manta sobre sus senos. Antes de cerrar los ojos, su hija pequeña comienza a llorar. Sonríe. Se acaricia el cabello y sale de la cama. Fundido a negro.
*Kristina Braverman es un personaje de ficción, interpretado por la actriz Monica Potter en la serie ‘Parenthood’, emitida en Estados Unidos por NBC. En España se retransmite a través de la plataforma de pago FOX. Este texto corresponde a un perfil ficticio.