Una cuestión de tiempo
Texto: Elisa Navarro// Fotografías: Guillermo García//
Una reflexión sobre el tiempo, su paso, los oficios y cómo los avances han transformado nuestras vidas
Solo sus ojos de niños pueden hablar de un pasado que poco se parece ya al presente. De lo que vivieron, no queda nada, tan solo unos cuantos objetos que pueden dar cuenta de esa realidad lejana y que, seguramente, los trasladen rápidamente a unos tiempos llenos de olores y sabores que no tienen que ver a los de ahora. Por lo demás, nada, salvo el recuerdo. Un recuerdo casi tangible alrededor de una mesa en la que, poco a poco, van llegando nuevos miembros de la familia. Al principio, dos hermanos, Javier y Juan. Luego Cristina, esposa de Javier. José Luis, primo de Javier y Juan y Mariángel, esposa de José Luis y prima de Cristina. Juntos volverán a revivir una época que recuerde sus raíces y el paso tan veloz de un tiempo, que con todos sus cambios y avances, ha hecho que un pasado de hace apenas 40 años, se convierta en una pieza de museo. Y alrededor también de esa mesa familiar, yo, que ya nací con el tractor, la televisión, el coche y el avión. Yo, que solo puedo mirar ese pasado que me cuentan con una mirada demasiado cargada de presente.
Como quien se pasea por un museo y se para a observar un cuadro, me detengo en Lituénigo, un pequeño pueblo aragonés a las faldas del Moncayo, con 120 habitantes empadronados pero en el que apenas viven 60 durante el año. Para cualquier persona de ciudad –o de pueblo algo más grande– Lituénigo se enmarca a la perfección dentro del concepto de rural. Un rural, caracterizado por ese silencio tan inusual, por su naturaleza a izquierda y a derecha y en el que domina un Moncayo que ya casi puede rozarse con la yema de los dedos. Un pueblo en el que todos se conocen, se cuidan y se quieren. Sin embargo, los que siempre han vivido allí, hablan de un Lituénigo bien distinto del que ya poco y pocos quedan.
Aunque con la llegada de la tecnología han sido muchos los oficios que se han ido perdiendo por el camino, hablemos de la agricultura en general y de la siega, en particular, motor capaz de movilizar a todo un pueblo durante más de dos meses y medio y en torno a la cual giraban los horarios, giraba la comida, giraba la familia, las ambiciones y la vida. Pero ¿qué pasó cuando vino la cosechadora y el tractor? En tan solo 15 años, sus vidas cambiarían para siempre. Javier y Juan llegaron a conocer bien la siega, aunque fueran muy pequeños.

Se despertaban a oscuras, ganándole al sol, porque cuando en pleno mes de julio, este comenzaba a calentar era duro trabajar y debían irse a casa. Pero puede que ni siquiera fuese el calor la razón de peso por la que se iban: la mies, que es como ellos llaman a las espigas, era tan frágil que, una vez seca, se rompía con facilidad. Juan recuerda que, a falta de cuerdas, era con la propia paja con la que se ataban los fajos.

Y como es evidente que el tractor no ha existido desde el principio de los tiempos, me explican que las primeras herramientas que se empleaban para segar eran la hoz y la zoqueta. La zoqueta era un protector de madera y en forma de cuña en la que se introducían tres dedos de la mano izquierda para evitar posibles cortes con la hoz. Mientras Juan me lo sigue contando, Javier va a buscar las herramientas por la cochera para reproducir ante mí los movimientos que debían hacer y la forma de utilizarlas. Así, con ellas entre sus manos, me explicarán de nuevo su funcionamiento y, seguramente, al hacerlo se trasladarán a uno de esos días de calor, 50 veranos atrás, para vislumbrar a su abuelo o a su padre calzándose la zoqueta antes de comenzar la faena.

“Segabas y segabas para hacer montones que completaran un fajo y así sin parar, sin parar, sin parar todo el día y cuando comenzaba a refrescar, hacia al atardecer, volvíamos de nuevo al campo”.
Me explican que la zoqueta, como el resto de herramientas, se elaboraba artesanalmente en cada hogar. El invierno volvía a congregar a la familia en casa que, a la lumbre del fuego, realizaba sus tareas.
¿Cuánto duraba la siega?
Juan: -Empezabas a segar en pleno mes de julio y acababas a finales de agosto, incluso la trilla hasta mediados de septiembre.
La trilla -me explican- consistía en estrujar bien el grano y la paja para luego poderlos separar.
Una vez estrujada la cosecha y hasta que vinieron las aventadoras, el proceso era manual. Esperabas a que viniese el viento, cogías una pala y lo aventabas al aire hasta que ambas se separaban bien. No sería una ni dos ni cinco, las veces que deberían hacerlo.
¿Y si el viento no venía?
Lo esperabas.
Juan: Por eso, las eras, por regla general, estaban en alto, porque los viejos estudiar no han estudiado pero no les tenías que enseñar lo que tenían que hacer.
***
A los 7 años, o incluso antes, los niños comenzaban a colaborar en las tareas del campo. A veces, explica Juan, cuando eras muy pequeño y no podías hacer otra cosa, te montaban en el trillo porque cuanto más peso tuviera encima, más facilitaría la tarea de estrujar.

Sin embargo antes de trillar había que acarrear, es decir, llevar la espiga cortada del campo a la era con caballerías. El siguiente avance fueron los carros, en unos años 60 en los que tenerlo era equiparable a un coche lujoso de hoy.
“La vida era así”, dirá Juan de repente y lo hará con tanta dulzura, que se me pondrán los pelos de punta. Un “así” en el que probablemente quepa lo fatigoso del trabajo, la paciencia, el sudor, el deseo de que acabase rápido una jornada de sol que hacía arder la piel, pero también, un “así” en el que cabe toda la felicidad que una persona puede conservar de sus recuerdos de infancia. Con las figuras imponentes de los adultos que, a pesar de tener unas manos rudas, eran capaces de hacerlas danzar sobre las espigas. Serán ellos, seguramente, sus verdaderos héroes de infancia, personas ejemplares dispuestas a enseñarles que era el trabajo y el esfuerzo lo que les permitiría seguir adelante.

¿Cómo vivíais estos meses de trabajo?
Javier: Lo vivías casi como un juego, trabajabas mucho pero como eras un crío, pues como un juego.
Juan: Es que tú eras pequeño, pero en la faena de la trilla participaban tu padre, tu tío, tu tía, tu madre y tus abuelos.
Javier: Salía toda la familia.
Juan: Salía toda la familia –repite Juan afirmando con la cabeza–. Ibas a segar y a lo mejor estabas 15.
Imagino que el tractor traería mucho progreso, pero ¿qué se perdió con el tractor?
Javier: La unión con la familia.
***
Sin embargo hasta que viniese ese tractor aún faltaban unos cuantos cacharros que no tardarían mucho en llegar. Después de la hoz y la zoqueta vino la dalla –sigue explicando Javie–-. La popular guadaña. La cogías con las dos manos y ya era un avance grande. Después las segadoras que, enganchadas en la caballería, dejaban la mies en montones y solo había ya que atar. “Eso era la hostia ya”, dice Javier. “La hostia ya”, repite Juan.

Muy pronto empezaron a venir ya los tractores y las trilladoras estáticas. Por último, las cosechadoras.
¿Cómo veíais vosotros esos avances?
Javier: Bueno, la trilladora era ya…
Juan: La trilladora era ya la repera –completa–. Lo bueno de la trilladora es que podías empezar a trillar a las 10: 30 o a las 11 y terminabas a las 12 de la noche, sin parar. Aunque las casas estaban cerca, a 500 metros, se comía en el rastrojo, en la era, no como ahora que coges el coche y te vienes a casa a comer aunque estés a 3 km. Subía tu madre o tu abuela con la comida y la trilladora no paraba. Ahora comían unos, relevaban a los que estaban trillando y luego comían los otros.

Y por si toda esta faena no fuera fatigosa, al final del día todavía les aguardaba la última: recoger en sacos el grano y subirlo al último piso de la casa, el granero. Sacos de 80, de 90 kilos y hasta de 100.
Un punto de inflexión: la cosechadora
Con la venida de la cosechadora, este laborioso trabajo que mantenía a todo el pueblo de Lituénigo –con sus entonces más de 350 personas– ocupado durante dos o tres meses de trabajo y con jornadas más largas que horas de luz tenía el día, pasó a manos de un solo agricultor. ¡Un solo agricultor! Hoy, sigue siendo una única persona la que se encarga de administrar todas las tierras del pueblo.
Javier: ¡Las lleva él solo!
Juan: ¡Sí, sí y llega a cosecharlas en una semana!
No viene mal recordar que, antes, sin contar con el proceso de trillar, un único campo de 3.500 metros llevaba a toda una familia –padres, abuelos, tíos, primos, tíos abuelos, hijos…–un día entero de siega.
Javier y Juan, dejaron de ser mano de obra necesaria a sus 14 ó 15 años. Fue la cosechadora la que los sustituyó. Curioso, cuando a los 10, sus manos, aunque fueran todavía jóvenes, resultaban indispensables. Después de un rato calibrando, calculan que de segar con la hoz a la cosechadora pasaron 15 años “a lo sumo”.
La verdadera revolución vino con el tractor, que traería consigo, y con una diferencia de apenas seis años, a la cosechadora. No podías sembrar con el tractor y recoger a mano la cosecha. Una cosa implicó la otra. En esos seis años de espera llegaría también la revolucionaria trilladora, que, aunque entonces no lo sabían, pronto quedaría obsoleta.
Esta nueva tecnología que prometía cambios radicales en la producción hizo que en Lituénigo y posiblemente en toda España flotara en el aire una misma pregunta: ¿Cómo no invertir en maquinaria por miedo a quedarme sin dinero si mi producción se va a multiplicar?
Mientras Javier y Juan terminan de perfilar su historia, acaban por llegar a la mesa el resto de familiares, que, de inmediato, se involucran en la conversación.
“Todo cambia con la Revolución Industrial”, acaba decretando su primo José Luis. “De la agricultura se pasó a la ganadería de porcino. No fue un proceso, sino una obligación. Había que dedicarse a otra cosa. Para mi padre, agricultor medio, llegó un momento en que le era imposible pagar la cosechadora y poder vivir. Tuvo que dejarlo”.
José Luis, alcalde de Lituénigo 30 años atrás, solo tenía una preocupación mientras ejercía el cargo: mantener ocupada a una población que acababa de quedarse sin trabajo.
También el dinero, en poco tiempo, fue adquiriendo un peso indispensable. De nuevo, una revolución para personas que años atrás no tenían nada que no pudieran fabricar con sus propias manos o extraer de la naturaleza. Y para todo lo demás, el trueque. “A lo mejor bajabas a Tarazona con una carga de leña y subías con una manta”, dice Mariángel.
***
Al final, la cosechadora no ha sido sino otra pieza de un montaje muy complejo que ha ido deteriorando las relaciones humanas y devaluando el tiempo. El agricultor que hoy se ocupa de las tierras en Lituénigo, cosecha muy deprisa, pero no tiene compañía, mientras trabaja, para compartir su día a día. Por eso la radio, por eso la música, por eso, el individualismo.
Y pensar que Lituénigo no es sino una muestra en miniatura de todo el proceso que vivieron en cuestión de pocos años el resto de españoles. Españoles que se siguen enfrentando a una gran paradoja: haber ganado horas libres para seguir sin tener tiempo. Cristina tampoco lo tiene para hilar el cáñamo, un oficio a punto de desaparecer que decidió aprender hace cuatro años, convirtiéndose ahora en una de las pocas personas del país en saber hacerlo. Con una textura similar a la del lino y un proceso muy laborioso, dependiendo del grosor del hilo, pueden hacerse desde sábanas a mantas para el campo. Una tarea para la que solo se necesita paciencia y tiempo, pero ¿quién lo malgasta ahora hilando sábanas de cáñamo, si de hilo, las encuentras hoy baratas a la vuelta de la esquina?
El tiempo, nuestra obsesión. También la de los avances tecnológicos que solo buscan el ahorrarlo. Un tiempo que, con el tiempo, hemos perdido para siempre.
Perdido para siempre al igual que tantos y tantos oficios: estañadores, esquiladores, leñadores, hilanderas, cesteros, herreros… oficios que requerían de una actitud y unos valores no compatibles con los tiempos modernos.
Cada verano, los vecinos de Lituénigo celebran una feria de oficios perdidos para rememorar y recrear un pasado no tan lejano que amenaza con desaparecer para siempre, incluso de la memoria.
“Una persona de pueblo, muy limitada tiene que ser para no tener recursos”. (Mariángel)

Gracias a Cristina y a su familia por su tiempo y por hacerme sentir, a medida que en el exterior iba haciéndose de noche, como una más de la familia.
Autora:
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![]() Nunca tuve claro mi futuro, sigo sin tenerlo. Mochilera de espíritu, amante del sol y el chocolate y contraria a la rutina. Sueño con un periodismo comprometido que corrija anomalías y exprese con palabras cómo poder vivir en un lugar mejor. Lo que nos callamos o no proyectamos al exterior no existe y muere en nuestro interior.
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Nos ha gustado mucho la sensibilidad con la que has tratado el tema de los oficios perdidos. Si bien no creo que el desarrollismo nos lleve al individualismo. Creo más bien, que la falta de recursos empujan a abandonar nuestros pueblos y los antiguos modos de vida. Muchas gracias por mantener vivo el recuerdo.