Una jugada maestra
Francisco Giménez Escalona//
El ajedrez vive un momento clave para su implantación definitiva en la enseñanza pública en España tras el consenso logrado el pasado 11 de febrero en el Congreso de los Diputados. Desde la progresión en lectura y matemáticas hasta la integración escolar de los alumnos con autismo e hiperactividad, las virtudes del deporte mental por excelencia lo acercan a las aulas.
Budapest, finales de 1973. Laszlo Polgar, un reputado pedagogo húngaro, entra con su hija de cuatro años en uno de los clubes de ajedrez de la capital magiar. Sus veteranos miembros se muestran estupefactos cuando, en lugar del hombre, es la pequeña quien coge un abultado cojín y toma asiento frente a uno de los tableros: quería jugar. De la sorpresa no tardan en pasar a la indignación cuando la jovencísima ajedrecista, ante la orgullosa mirada de Laszlo, vence a uno tras otro. Aún no lo sabían, pero estaban delante de la futura campeona del mundo y maestra absoluta de ajedrez Susan Polgar. Sus padres siempre defendieron que, con trabajo duro y un ambiente favorable, su hija sería cualquier cosa que deseara. Sin embargo, fue el juego del ajedrez lo que revolucionaría el aprendizaje de la jovencísima Susan. Al contrario de lo sucedido con la ajedrecista húngara, el juego de las 64 casillas en blanco y negro y la educación infantil no han mantenido siempre una relación armoniosa, al menos dentro de las aulas.
Una de las causas ha sido la escasa importancia concedida al llamado deporte mental por parte de las instituciones oficiales. En España, no ha sido hasta el pasado 11 de febrero que el Congreso de los Diputados ha aprobado por consenso una resolución que “insta al Gobierno a implantar el ajedrez en las escuelas como herramienta pedagógica al servicio de la formación de los alumnos y alumnas”. A pesar de este dilatado retraso parlamentario, más de 300 colegios de regiones como Aragón, Cataluña o Galicia presentan desde hace décadas el ajedrez como asignatura obligatoria, mientras que un millar ofertan su práctica como actividad extraescolar.
El ajedrez es, ante todo, un juego milenario, con quince siglos de historia oficial registrada y practicado por personas en todos los rincones del planeta. También es un deporte admitido en 1999 en el Comité Olímpico Internacional por su entonces presidente, Juan Antonio Samaranch. No obstante, por sus características particulares, -obliga a pensar, a razonar, a resolver problemas y a crear la mejor estrategia para derrotar a la mente rival- es también una herramienta pedagógica de primer nivel. Su incorporación a la educación pública es tan valiosa como poco aprovechada en nuestro país y cuenta con un insuficiente apoyo institucional.
La práctica de este deporte desde una edad temprana ayuda a desarrollar habilidades intelectuales como la lectura y las matemáticas, ambas troncales en los primeros años de escolarización. De hecho, los estudios que defienden su implantación al comienzo de la educación primaria son muchos y de muy diversa procedencia geográfica. El periodista Leontxo García Olasagasti, incesante seguidor durante cuarenta años del universo del ajedrez por un centenar de países, recoge algunos de ellos en su libro Ajedrez y ciencia: Pasiones mezcladas. Por ejemplo, el realizado en 1992 por Stuart Margulies en Nueva York, quien llegó a la conclusión de que leer y jugar al ajedrez implican idénticos procesos de reconocimiento y asociación de signos, por lo que los niños que juegan con más frecuencia al ajedrez tienden a lograr una mejor comprensión lectora.
El ajedrez contribuye a que los niños se superen a sí mismos, aumenten su autoestima, reconozcan los propios errores y se sientan satisfechos consigo mismos. Y lo consigue precisamente porque es un deporte, con todas sus consecuencias. El profesor Juan Carlos Chacón Cánovas, en su manual El gran ajedrez para pequeños ajedrecistas, resalta esta condición para enseñar a sus alumnos fundamentos deportivos como el respeto al rival y a las normas, así como saber ganar y admitir la derrota.
De la misma manera, el juego de peones, alfiles y compañía es un vehículo de transmisión de valores ético-cívicos imprescindibles para los jóvenes ajedrecistas. Esto no es nada nuevo: en el año 1283, el Rey Alfonso X el Sabio escribió un libro –Juegos de Ajedrez, Dados y Tablas – en el que describía las bondades del ajedrez para la convivencia entre cristianos, judíos y musulmanes en plena Reconquista. Posibilita un espacio de intercambio de culturas, de tolerancia y de integración social: no hay barreras de idiomas, solo el de los movimientos de las piezas; no hay clases sociales, hay peones contra reyes; no hay discriminación, sino pugna entre iguales.

Combatir el autismo y el TDAH -Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad- es otro motivo de peso para dar finalmente cabida al ajedrez en las aulas. Se estima que cinco niños de cada mil sufren la enfermedad autista, mientras que entre un 3 y un 7 por ciento de la población infantil y juvenil padece hiperactividad.
“El ajedrez es la única forma de que mi hijo con TDAH se concentre en algo”, confesaron unos impresionados padres a Leontxo García, según recoge el periodista guipuzcoano en su libro. El propio García presenta unas páginas antes el hallazgo de Karen van Delft, un investigador holandés que descubrió cómo el ajedrez es ideal para los niños autistas, porque “permite expresar la creatividad y el talento, así como una comunicación durante horas con otra persona sin tocarle y sin hablarle”. Ambos grupos de niños y niñas estudian en centros de enseñanza –públicos- con alumnos que no padecen ninguno de estos síndromes. Además, refuerzan su aprendizaje gracias a un importante porcentaje de horas de tutoría que imparte un profesorado especializado. El ajedrez serviría, una vez más, para reunir a unos y otros alumnos en un espacio común con una mayor igualdad de oportunidades, mayor integración y más solidaridad. Valores que no puntúan en los boletines de notas académicas, pero sí forman parte de la vida en comunidad.
Lo que está sobradamente reivindicado es la ruptura de los cánones educativos tradicionales y la búsqueda de la transversalidad de la enseñanza; esto es, que se impartan conocimientos comunes a distintas ramas en materias dispares. “El ajedrez permite –suscribe el profesor Chacón Cánovas- trabajar con los alumnos de forma transversal”. Quizás no a corto plazo, pues la educación primaria tiene unos contenidos básicos -de iniciación-, pero sin duda favorece la adquisición de una cultura gradual por parte de los jóvenes ajedrecistas en los colegios. Al ser un juego perteneciente a ámbitos tan diversos como el cine, la Literatura, la Historia o incluso la fotografía, favorece el encuentro con numerosas producciones culturales: largometrajes como Descubriendo a Bobby Fischer, novelas como El Ocho, de Katherine Neville o La Tabla de Flandes, de Arturo Pérez-Reverte, para quien el ajedrez continúa como una “asignatura pendiente” en España. La escuela se erige como el mejor escenario donde plantar una semilla cultural de la que brota con el tiempo un bagaje difícilmente adquirido sin el amor por el ajedrez.
Hoy resulta incuestionable que la implantación del ajedrez en las escuelas se ha de acometer por una razón de Estado -o de compromiso, o de respeto, o de convivencia-. Las denominaciones son innumerables, pero el sentido es único. Paradójicamente, países no occidentales como la extinta Unión Soviética tuvieron durante décadas resultados educativos mejores que los españoles, y una de las razones era la inclusión del deporte mental entre las materias académicas. Incluso la UNESCO lo ha recomendado.
El consenso alcanzado en el Parlamento español supone el final de dos décadas de travesía por el desierto del ajedrez, desde que en 1994 el Senado rechazara la propuesta por “dificultades académicas y presupuestarias”. Fue necesaria una instancia de la Comisión Europea a los países miembros de la Unión, aprobada en 2012, para que se haya llegado en España a la antesala de la adopción oficial del ajedrez escolar. Y eso significa estar de enhorabuena en un país donde las diferencias partidistas pesan como una losa a la hora de rubricar acuerdos básicos de convivencia.

Algo que conviene recordar del ajedrez es que su práctica se ha generalizado con el transcurrir de los siglos y la evolución de las sociedades. En la Edad Media y en la Edad Moderna era una parcela reservada a las élites intelectuales, inaccesible para el pueblo llano. Hoy, por el contrario, está más extendido que en ningún otro momento de su historia. Gracias al surgimiento de las Nuevas Tecnologías, abanderadas por Internet, es el único deporte que puede practicarse frente a un ordenador. Con años luz de diferencia, es también el más barato de practicar: las piezas y un tablero de madera o plástico -incluso de piedra, como los esculpidos sobre algunas mesas del neoyorquino Central Park-, y cualquier persona puede librar la más apasionante de las batallas. Mente contra mente, blancas contra negras.
Pero todavía no es posible hablar de una verdadera popularización del ajedrez. No hasta que sus aficionados, profesionales y organismos federados dejen de ofrecer tablas o de claudicar ante rivales que prometen mucho más de lo que están dispuestos a cumplir. Su democratización será una realidad cuando este deporte al que algunos llaman ciencia y otros arte llegue a las aulas para quedarse. El ajedrez tiene un último jaque que dar.
