Venecia sigue tras la máscara
Astrid Otal//
Qué cosa más bella un día de sol
Venecia amanece con el traqueteo de las maletas de los turistas que vienen o regresan a la estación de Santa Lucía. Las maletas de aquellos que se esfuerzan por grabar en sus retinas –o en la memoria de la tarjeta fotográfica- el Palacio Ducal, el Puente de los Suspiros, las casas que bordean el Gran Canal o las callejuelas que dirigen a la Plaza de San Marco. Pero resulta difícil todo intento, porque parece inalcanzable la inmensidad.
En las islas de la belleza, la estética conforma la propia identidad. Los timbres de los portales de botón dorado, los hogares de no más de cuatro pisos pintados a tonos suaves, las flores que decoran los balcones con pequeñas lámparas. Los edificios viejos ensuciados capaces de conservar su encanto. Los canales con sus 455 puentes. La sensación de supervivencia y la pregunta de cómo todavía no se ha hundido esta ciudad.

Se necesita tiempo para calmar la curiosidad, para observar el esfuerzo de intentar mantener intacta una atmósfera casi imposible de sostener con 24 millones de turistas al año. Los gondoleros siguen vistiendo a rayas -azules o rojas- y se colocan el sombrero con la cinta a juego. Reman durante casi todo el día y aguantan el equilibrio de pie. Cuando se detienen se sientan y esperan, ya no necesitan ir a negociar el precio del paseo con los visitantes, ya no se rifan a ninguno con propuestas, se estableció la tarifa fija de ochenta euros por viaje. Sin embargo, las serenatas escasean y los gondoleros ya están entrados en edad.
Las tiendas de suculentos helados siguen tras las cristaleras y los restaurantes o los puestos de trozos de pizza para llevar se encuentran fácilmente en las calles, pero ya resulta más complicado ver lanzar la masa al aire y degustar los verdaderos sabores que hacen famosa a Italia. Luigi, recepcionista de un hotel situado a las afueras, explica que los venecianos entendieron que el mejor negocio era vivir de las rentas de los alquileres: dejar de trabajar para ceder los espacios a los inmigrantes de zonas de oriente.
Los disfraces de arlequines, pierrots o pantalones se aprecian en negocios que venden una parte del esplendor de los carnavales que ofrecían libertad y desenfreno. Y abundan las máscaras, sobre todo de color blanco roto, plateado y dorado; de las que cubren solo mitad del rostro y las que lo ocultan por completo. Pero puede que las máscaras que más se demanden sean las falsas, las de un recuerdo a módico precio pero fabricadas en China o Indonesia.
Y aun con todo Venecia sigue siendo sublime. Porque la magia se encuentra dentro, aunque puede que alejada de las ajetreadas visitas guiadas. Venecia se percibe en aquel señor que se sienta a tocar el acordeón en una esquina, el ‘o sole mio’ que hace sonar a Los tres tenores en aquel concierto de Los Ángeles, en 1994, en el que el público se puso en pie. Venecia está en el laberinto de cualquiera de sus barrios de calles estrechas, en las numeraciones complicadas de sus casas. En el maestro artesano de Murano que se permite el lujo de fumar mientras da forma una bola de cristal que arde a 1200 grados. En frente de la Basílica de San Marco a las ocho de la tarde cuando se han dispersado las colas interminables. En las casas de colores de Burano y en las señoras que siguen confeccionando con paciencia prendas de encaje. En el Ghetto con la placa que recuerda a las millones de vidas perdidas en la barbarie. En los bares pasados el barrio judío donde la gente se sienta a tomar una cerveza a la orilla o en barcas con velas. Venecia sigue allí, oculta tras su máscara.