Convivir con la muerte
Texto y fotos: Ana Baquerizo García//
Fallecer a orillas del río Ganges es una fiesta para cualquier hinduista. Las cremaciones, que congregan a centenares de personas todos los días, muestran la normalidad con la que asumen el final de la vida, ante la mirada suspicaz de los visitantes occidentales.
Es mitad de tarde y ahora el calor de Varanasi –pegajoso, sofocante en pleno verano– empieza a hacerse más llevadero, después de haber alcanzado los 45ºC hace solo unas horas. Es el momento que aprovechan los turistas para conocer los ghats, es decir, las concurridas escalinatas que conducen a la orilla del río. En sus peldaños, las gentes se reúnen y conversan animosamente. Los diálogos de unos y de otros se entremezclan. Y al agitado ambiente se incorporan barqueros y vendedores ambulantes, incluso varios a la vez, buscando con insistencia a los extranjeros, que intentan rehuirlos. El atractivo de esta ciudad de tres millones de habitantes censados –poco en el contexto indio– es el misticismo que rodea cada rincón: los templos, los retablos callejeros, las vacas –enormes y sagradas, dicen–, los continuos rezos, las ofrendas florales… y el Ganges, el río más significativo para los hinduistas, que es la religión de más del 80%. Morir cerca de este río a su paso por Varanasi significa romper la rueda de las reencarnaciones y alcanzar la liberación del espíritu, conocida como moksha. Así que los indios pudientes vienen a morir a cualquiera de los hospitales de la zona, con la condición de que no se encuentren a más de 60 kilómetros, que es el límite para beneficiarse del anhelado descanso eterno.
No todos los indios que se encuentran a mi alrededor son lugareños, hay familias enteras de peregrinos que recorren largas distancias para lavar sus pecados con el agua del Ganges. Se distinguen porque traen consigo cámara de fotos, alquilan barcas y posan todo el tiempo, bien vestidos, delante del río. Mientras veo a varias de estas familias, me llama la atención un grupo de adolescentes semidesnudos. Se tiran de cabeza y se sumergen varias veces, con destreza, en esa agua evidentemente turbia, insalubre y hedionda que desagrada a los impíos como yo, que nos guardamos de no ser salpicados al pasear por el borde.
El camino nos dirige al gran crematorio de Harischandra cuya espesa humareda gris ya se vislumbra a distancia. Funciona las 24 horas del día, lo que lo convierte en uno de los más importantes. Al llegar, el olor a muerte nos abraza, algo disimulado por el de la madera quemada. La expectación es manifiesta: decenas de hombres observan las llamas sentados en los bancos y las escaleras que rodean las tres piras funerarias. Está prohibido hacerles fotos. Y también está prohibido llorar. No consigo identificar ningún gesto de dolor o contrariedad en los rostros de los congregados; por lo que, pese a mi empeño, no puedo distinguir a los familiares de los simples curiosos o los que se han sentado a pasar el rato. Las mujeres no pueden acercarse. Por eso, las extranjeras que curioseamos por ahí llamamos la atención. Tenemos que sobrellevar las miradas intimidatorias de los autóctonos que, si bien son una constante en cualquier lugar del país, aquí todavía más. Un hombre de mediana edad, vestido totalmente de naranja, el color sagrado, se acerca para decirnos algo un inglés algo chapucero. Por lo visto, estoy sentada en el sitio reservado para familiares de los fallecidos, así que pido perdón juntando las palmas de las manos bajo la barbilla y me cambio de sitio.
Aquí el calor es mucho más intenso. Nos obliga a achinar los ojos y fruncir el ceño mientras las llamas van consumiendo los cuerpos poco a poco, ante los ojos del público. Las personas mantienen una distancia más o menos prudencial con respecto al área de cremación, pero no los animales. Un perro callejero de color tierra se pasea a sus anchas cerca de los montoncitos de cenizas que salpican el suelo. Llega a rozar uno de ellos pero nadie se escandaliza. A solo unos metros, media docena de niños pequeños juegan al críquet. Corretean, descalzos, ajenos al fuego liberador de almas.
Parece que el ritual ralentiza el paso del tiempo pero cada cuerpo no suele permanecer en el fuego más de una o dos horas, según el dinero que tenga la familia para pagar una determinada cantidad de troncos. Cada día, en la ciudad sagrada, se incineran hasta doscientos cuerpos pero, aunque la muerte llega para todos igual, existen diferencias entre castas. Los pobres optan por la cremación eléctrica, que cuesta 500 rupias –unos 6€– y se lleva a cabo en una especie de casita, la bamboo house, situada justo al lado. Y los más pobres arrojan los cadáveres al río directamente.
A lo lejos, media docena de hombres cargan con un cuerpo que yace sobre una camilla rudimentaria, fabricada con palos. La cabeza, descubierta, se tambalea con cada paso. Llega hasta la zona de las llamas, pero las deja atrás. Van en dirección al río y sumergen al difunto en el agua amarronada. Su escaso pelo, canoso y puntiagudo, deja entrever que se trata de un señor mayor que ahora descansa en la orilla, esperando su turno. Sus allegados decoran una gran plataforma con polvos de colores rosa y blanco. Una joven occidental –su tez clara y pelo castaño claro la delatan– que está sentada a mi lado me explica que se tiene que tratar de una familia importante, porque están preparando el sitio más caro: cuesta unas 8.000 rupias, 100 euros. Para hacerse a la idea, la mayoría de los indios subsisten con entre 5.000 y 4.000 rupias mensuales, algunos menos. Cuatro de los hombres siguen, durante unos minutos, afanados en engalanar el sitio. Uno de ellos dibuja varias esvásticas, símbolo del dios Ganesha, hijo de Shiva. En el sudeste asiático, todo el mundo reconoce la cruz gamada como un símbolo positivo, relacionado con la buena suerte. Así, comienza el ritual para el más rico del crematorio, mientras acaban de apagar el fuego que ha consumido otro de los cuerpos, la sábana y las flores que lo acompañaban. Las cenizas no se recogen. Quedan en el mismo sitio, esperando que llegue la noche para ser arrojadas al río y verse culminado el rito.

Las dos chicas anglosajonas de mi derecha lo conocen bien. Con ropa bombacha y el tradicional bindi entre ceja y ceja, se ven totalmente integradas en el ambiente. Además, se dirigen a la población local en hindi, una de las lenguas oficiales. Algo que, pese a llevar casi un mes en India, no había visto antes. Ambas son estudiantes de hindi que disfrutan de una beca del Gobierno estadounidense para perfeccionar el idioma en una ciudad cercana. Intentan explicarse en un español con un marcado acento peruano aturullado por algunas palabras en hindi, que se le cuelan sin querer.
Son las 7 de la tarde y empieza a oscurecer, pero es ahora cuando más personas se movilizan. Las muchachas tampoco quieren perderse esta cita diaria: hay que guardar sitio para la ceremonia ganga aarti de ofrendas y exaltación a la Madre Ganges, que tiene lugar en el ghat Dasaswamedh, a unos minutos de aquí. El espectáculo, que dura menos de una hora, atrae a cientos de devotos y turistas con su solemnidad, repetición al unísono de los mantras, su incienso, sus velas y ese algo inefable que se ha ido forjando durante los siete mil años de historia de esta ciudad, más allá de la devoción y de las incineraciones, que la convierten uno de los destinos más populares de la India.
Autora:
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![]() Ciudadana del mundo, rebelde con -y por- muchas causas, fan de las historias de la gente corriente. Hace quince años, de mayor quería ser periodista. Ahora, además, soy activista por los derechos humanos y apasionada por los países del sur, aunque vivo en Londres.
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