Contratación y Agua de Dios, sanatorios para los pacientes del olvido
Nora Cardona-Castro//
El viaje desde Bucaramanga se encumbra por las montañas imponentes, la carretera serpentea entre rocas y abismos. Desde el aeropuerto hay 174 km y seis horas de camino lleno de naturaleza, de tráfico lento de buses y camiones de carga. Se acaba la carretera pavimentada y entramos a una hecha de piedras, charcos, derrumbes advertidos, curvas pronunciadas, el zarandeo del carro desvía la atención de las maravillas naturales que circundan este camino tortuoso. El aire límpido y el verdor nos acompañan en este largo camino para llegar al municipio de Contratación, departamento de Santander, donde viven algunos de los pacientes de la enfermedad del olvido y el estigma: la lepra.
La llovizna nos acompaña en este lento y sacudido rodar, el tiempo se detiene en cada sombra y silueta de montañas que abrazan el camino. De pronto se anuncian las primeras luces de Contratación, con promesas de descanso; arrecia la lluvia y es difícil hacerse una idea del pueblo, apenas vislumbro la iglesia con su torre esbelta. El agua se cuela en el cuerpo cansado. Nos recibe una señora que con palabras amables nos asigna las habitaciones escuetas y limpias.
Despierto con el tañido de unas campanas furiosas, quien las toca no quiere a nadie dormido a las cinco de la mañana, repican cada quince minutos con insistencia. La plaza construida en la falda de una colina es presidida por la iglesia blanca con bordados azules, colores del manto de Teresa de Calcuta. Al frente el liceo contrasta en colores ocres y tierra, alrededor de la plaza habitan misceláneas, verdulerías, un banco, panaderías y restaurantes caseros que ofrecen comida de la tierra, las arepas santandereanas de sabor inigualable, los guisos de cabrito y gallina, la changua, ese caldo de papas con costilla.
Nos dirigimos al Sanatorio de Contratación. Algunos pobladores curiosos nos miran, unos saludan, no es difícil saber quién es forastero. Nos recibe Olinto, el laboratorista que con su consagración y práctica diagnostica los casos más difíciles y atípicos de la lepra. Con una bienvenida a nuestro grupo de trabajo, investigadores del Instituto Colombiano de Medicina Tropical de la Universidad CES, Camilo, Yuliana, Héctor y yo, empezamos el recorrido. En el albergue Don Bosco viven 54 hombres, de diferentes edades, jóvenes y ancianos que sufren o han padecido la enfermedad. De ellos hay cinco que reciben tratamiento, hay seis en control de úlceras infectadas, los otros están curados aunque discapacitados con secuelas que les impide llevar una vida productiva. Por esta razón el gobierno les da un subsidio que consiste en un salario mínimo mensual –180 euros aproximadamente–, con esto pagan al Sanatorio su sustento y estadía; lo que sobra, para un café y lo demás.

Viven en el albergue por decisión o necesidad, muchos de ellos olvidados por sus familias. Don Luis reside desde hace 50 años en el albergue Don Bosco, llegó siendo joven y obligado por la ley de reclusión, y se quedó para siempre refugiado en él. No todos los pacientes viven en el albergue, otros ocupan las casas del pueblo con sus familias. Son pocos los vecinos de Contratación que no cuentan en su historia familiar con algún pariente enfermo de lepra.
El edificio tiene varios sectores, el albergue, el hospital y el área administrativa; fue modificado en el año 2008, así que es una mezcla poco agraciada de arquitectura colonial con patio central e instalaciones recientes en el servicio de urgencias. En los alrededores del pueblo todavía persiste un muro de tapias que impedía la fuga y los separaba de los “sanos”; por un camino ya poco transitado, antiguo acceso al Sanatorio, todavía se yergue una casa casi derruida donde funcionaba la administración. Hasta allí llegaban las provisiones, el correo, el papel moneda y los visitantes, era una garita de vigilancia que además tenía apoyo de otras tantas en las montañas vecinas. Más abajo de la casa de la administración, está la casa de los médicos, allí vivía y aún vive parte del personal profesional encargado del Sanatorio.
En el albergue Maria Mazzarello, el que linda con un colegio femenino, residen un niño de ocho años enfermo, una mujer con la forma más severa de la enfermedad –ambos en tratamiento–, una anciana nonagenaria a quien le celebraron hace poco los 80 años de vida en el albergue y 16 mujeres con secuelas y discapacidades diversas.
La abuelita, como le dicen a Rosa, llegó siendo una niña al Sanatorio; hoy su vida se centra en la oración, permanece en la capilla casi todo el día en su silla de ruedas. Sus ojos nublados todavía expresan vida y a mi saludo responde que está muy bien. En ella veo el poder destructor de esta enfermedad. La mujer con la lepra severa me dice que estuvo por años tratada con otro diagnóstico, que llegó aquí porque alguien le recomendó venir. El niño de ojos verdes toma mi mano y me pide que le invite a un helado, desde ese momento somos amigos.
Como contraparte recuerdo al Sanatorio Internacional Berghof, ese que describe Thomas Mann en la novela La Montaña Mágica publicada en 1924. La novela empieza con el viaje en ferrocarril de Hans Castorp desde Hamburgo hasta Davos, en los Alpes suizos, para visitar a su primo internado por padecer de tuberculosis. En la novela, Hans solo tiene 23 años, pero su creador lo presenta como un hombre muy culto y con una adultez rara en nuestros tiempos; podría decirse que el personaje es creíble sólo porque su creador habla a través de él y relata la vida sosegada en el sanatorio donde los pacientes con tuberculosis se aislaban voluntariamente.
En el sanatorio de la montaña mágica el aire puro limpiaría los pulmones de los afectados; aquí en Contratación, también entre montañas y en la misma época de la novela de Mann, los pacientes con lepra eran obligados al aislamiento. La idea romántica de la tuberculosis, la claridad de la tez de los afectados, sus lánguidas miradas, la debilidad inspiradora de amor y protección, el descanso al sol recetado en cómodas tumbonas, la creación de poesía, literatura, música y disertaciones filosóficas alrededor de la vida y de la muerte prematura…. todas liberaban del estigma a esta enfermedad pariente cercana de la lepra por el agente infeccioso que las producen, ambas Mycobacterias. A la lepra le tocó la mancha, el repudio, el ostracismo, el olvido.
Un estigma histórico
La lepra fue traída a América en el siglo XVI por los Europeos y Africanos y con ella llegó también toda su historia milenaria: el estigma, las interpretaciones de su origen como castigo divino, las instituciones religiosas dedicadas a la protección de los enfermos y las costumbres sociales originadas en el viejo continente. Ya en el siglo XVI había enfermos en Colombia que requerían toma de decisiones para su confinamiento, cuidado y control del contagio. Fue así como los cabildos coloniales erigieron los hospitales de San Lázaro en las afueras de las grandes poblaciones de la época, donde los pacientes se recluyeron y cuidaron.
En 1833, el problema de la lepra en la Nueva Granada –nombre de Colombia en esa época– obligó a los legisladores a fundar lazaretos, una institución exclusiva para el manejo de la lepra. Con la ley 16 del 5 de Agosto de 1833 se ordenó la fundación de tres lazaretos, uno central cercano a Bogotá –Sanatorio de Agua de Dios–, otro en el oriente –Sanatorio de Contratació–- y el tercero en la región Caribe, cerca de Cartagena llamado Caño Loro. Dos de ellos aún existen, Agua de Dios y Contratación.
Todavía albergan pacientes que ingresaron hasta el año de 1961 cumpliendo la ley de reclusión obligatoria, así como también admiten pacientes nuevos de todas las edades, niños, jóvenes, ancianos, hombres y mujeres, que buscan la curación de la enfermedad en un sitio donde la experiencia y la historia los cobijan y resguardan de su tragedia. Al Sanatorio Caño Loro lo borraron del mapa en 1950: el General Rojas Pinilla, presidente, decidió bombardearlo.
Los lazaretos eran subsidiados con recursos estatales, de beneficencia pública y particular para asegurar que los enfermos aislados y recluidos tuvieran las necesidades básicas cubiertas; fondos que no siempre eran suficientes, la pobreza siempre ha acompañado a la lepra y ella misma empobrece más. Recibían alimentación, vestido, vivienda, atención médica, así como también educación religiosa y moral impartida por los religiosos católicos de diversas órdenes, como los salesianos, procedentes de Turín, Italia, que llegaron al país en 1890.
Los salesianos promovieron campañas nacionales para la recolección de fondos clamando la caridad cristiana para amparar a los enfermos segregados. Con estos fondos mejoraron las condiciones de vida en los lazaretos, a su alrededor construyeron iglesias, asilos, escuelas, teatros, bibliotecas, que con el transcurrir de los tiempos y el cambio de la leyes pasaron de ser lazaretos a municipios. El gobierno les asignó a los salesianos las tareas de asistencia, educación, guía moral, cultural y religiosa de los moradores.
A principios de siglo XX, en la presidencia del general Rafael Reyes y la Oficina Central de Lazaretos, se registró la ley de aislamiento riguroso para “evitar la propagación de la enfermedad”, preocupación originada por ser contagiosa y “calamidad pública”, además de considerarse obstáculo para el desarrollo del país. Esta ley incrementó la vigilancia con retenes, cordones sanitarios, búsqueda de pacientes que eran conducidos bajo vigilancia al lazareto correspondiente a su origen para prevenir el contagio.
Los pacientes eran conducidos hasta las casas de desinfección o cuarentena, ubicadas en el lindero entre el sitio de vigía y el lazareto; allí eran sometidos a baños, desinfección, cambio de ropas y encierro antes de ser recibidos en el albergue. Como medida extrema se acuñaron monedas de circulación exclusiva, llamadas coscojas, así como billetes de varias denominaciones; se les otorgó autonomía administrativa con oficinas de correo, notaría y juzgado dependientes del Estado. A finales de los años 1920, la “campaña antileprosa” pasó a ser responsabilidad de la salud pública. En los años 30, el alto costo de mantenimiento de los lazaretos, promovió la salida de aquellos enfermos no contagiosos o “curados sociales”. Sin embargo, muchos de ellos no podían optar por la libertad, pues habían perdido el contacto con familias y todas sus pertenencias, además de llevar a cuestas el estigma social.
La ley de reclusión generó resistencia social, los pacientes provenían de todos los rangos culturales y económicos. Algunos de ellos artistas, escritores, músicos, expresaron su dolor e inconformismo al encierro a través del arte. Existen obras musicales como las del compositor Luis A Calvo que con sus notas creadas bajo encierro expresaba su dolor; todo este sino lo soportaron algunos con humildad, otros con vergüenza de sufrir la enfermedad. Las normas de aislamiento no se cumplieron a cabalidad, algunos pacientes se fugaron, algunos sanos lograron vivir escondidos en el lazareto para no separarse de sus padres y familiares enfermos.
Durante las últimas dos décadas de existencia de los lazaretos, se introdujeron las sulfonas, primer medicamento que inactiva la bacteria de la lepra (Mycobacterium leprae). Este descubrimiento terapéutico cambió la estrategia de control de la enfermedad, la cual se centró en el tratamiento, el seguimiento de los curados sociales y la búsqueda de nuevos casos infecciosos. Las medidas de reclusión obligatoria nunca lograron el objetivo de controlar y erradicar la lepra. Ese mismo año de 1961 se les devolvió a los enfermos sus derechos y garantías civiles, se suprimió el aislamiento en los lazaretos y se eliminaron los asilos de separación de niños sanos hijos de enfermos de lepra.
Ni alarmas ni aspavientos

Camino por las calles empedradas de Contratación, esas que se repiten en tantos pueblos fundados en la época de la colonia, me conecto con el pasado. Imagino a sus primeros pobladores, piso con intención y conciencia esas mismas piedras, esas que pisaron los pacientes confusos y entristecidos que fueron llegando obligados a este poblado, antes llamado lazareto. De tanto ir y venir del hotel al hospital reconozco ya de memoria las casas, aceras, el parque donde preside el busto de Federico Lleras Acosta –veterinario de profesión que estudió el diagnóstico de la lepra principios del siglo XX y del cual hay un hospital con su nombre en Bogotá–. Dicen que Lleras era duro, que sugirió la castración de pacientes, muchos todavía recuerdan su actitud frente a la enfermedad, esa que se refleja en la actitud sombría y rígida de su cara con la mirada baja y el rictus de piedra y la escueta inscripción que hay en su base: “Lleras”.
En la esquina en la que confluyen tres calles, una que va al albergue María Mazzarelo, la otra al hospital y la tercera al parque Lleras, hay una escultura de unas manos que sostienen una moneda, la coscoja, esa que se inventó el estado para evitar que los sanos se contagiaran. Repito el recorrido por estas mismas calles cuatro veces al día, en la mañana, a la hora del almuerzo y ya tarde en la noche después de revisar a los pacientes y sus familias. Son ellos personas sencillas que se dejan mirar, examinar, preguntar. Todos quieren que sus hijos y que los hijos de sus hijos crezcan sanos y que la palabra lepra quede olvidada en sus familias después de su muerte.
Mi amigo Miguel, de ocho años, me invita a caminar por el pueblo y quiere otro helado. Ya falta poco para terminar la jornada, debemos regresar, y apenas conozco del pueblo esas calles que describo. Quiero conocer la tapia que custodiaba al pueblo, la casa antigua de la administración, el camino a la montaña donde está el Viacrucis y la Virgen. En el pueblo hay una moto-taxi y se me ocurre, por la escasez del tiempo que me queda, contratarla e invitar a Miguel a pasear.
El dueño, don Andrés, oriundo de Contratación, dejó estas tierras en su juventud para aventurarse en Estados Unidos donde vivió por más de un veintena, ahora cumple su sueño de regresar e iniciar el negocio de transporte con las moto-taxis. El recorrido que hacemos está lleno de risas y movimiento. El empedrado y la moto-taxi no se entienden bien y en ocasiones parece que perdemos el equilibrio, Miguel grita de emoción y se queja del peligro que corremos.
Terminamos el recorrido después de habernos encumbrado hasta el mirador del valle. Esta tierra es hermosa aunque no se sepa. Regresamos, Miguel quiere que le regale un juguete, se queja de que desde que llegó a Contratación para recibir tratamiento, todos le regalan ropa y cuadernos, uniformes para la escuela y zapatos, pero nadie le da un juguete. Don Andrés nos deja en la miscelánea donde los juguetes se exhiben colgados del techo y dispuestos en armarios y cestas. Miguel no sabe cuál escoger, quiere carros, animales de la selva, una moto, una gorra de la selección de fútbol de Colombia. El niño está feliz, pero se queja de que no vendan pistolas.
***
Nos despedimos, salimos a las doce del día después de recibir abrazos y sonrisas. Nos dicen que no los olvidemos, que ellos se alegran mucho cuando los visitan. Necesitan ser recordados, atendidos, curados, readaptados, aceptados. Apenas podemos ofrecerles un poco de eso, tal vez digan que esta visita que hicimos no les cambió la vida. Yo creo lo mismo.