Delitos y Cine: A reivindicar (vol. II)
Jorge Marco, Julio Beltrán y Pablo Gracia//
All My Good Countrymen (Vojtěch Jasný, 1969)
La década de los sesenta parecía anunciar vientos de cambio y transformación en la antigua república de Checoslovaquia. Tras el final de la Segunda Guerra Mundial y la reconversión del país en un estado socialista, el ambiente comenzaba a permitir ciertos grados de apertura que se acabarían por hacerse realidad en la famosa Primavera de Praga en 1968. Pero el sueño duraría poco y la intervención de los estados miembros del Pacto de Varsovia en el país atajarían en seco las reformas propuestas por Alexander Dubček, para entonces Primer Secretario del Partido Comunista de Checoslovaquia.
Como ocurre en estas situaciones, extrapolables a cualquier otro país, estado o sociedad del planeta, el arte checoslovaco venía ya anunciando desde finales de los años cincuenta ese deseo de liberalización y exploración que había quedado durante muchos años maniatado bajo las pautas impuestas por el realismo socialista. Y uno de los mejores ejemplos para demostrar las nuevas aspiraciones artísticas del país es la generación de cineastas compuesta por nombres como Věra Chytilová, Milos Forman, Jiří Menzel, Vojtěch Jasný o František Vláčil, que terminarían por conformar la Nueva Ola Checoslovaca, un movimiento ansioso por experimentar y construir narraciones libres y poéticas que daría pie a obras tan radicales como Las margaritas —Věra Chytilová, 1966—, tan divertidas como ¡Al fuego, bomberos! —Milos Forman, 1967— y tan profundas como La tienda en la Calle Mayor —Ján Kadár y Elmar Klos, 1965—.
Dentro de esta olla en ebullición que fue el cine checoslovaco durante más de diez años he considerado importante rescatar una obra relativamente tardía en la que puede apreciarse de manera indiscutible la capacidad de su director para imprimir un halo de nostalgia y lirismo que parece enmarcar toda la película, convirtiéndola en uno de los mayores exponentes de ese nuevo cine que también sucumbió antes la invasión de los tanques. Estoy hablando de Vojtěch Jasný y su película All My Good Countrymen —Všichni dobří rodáci en su idioma original, título que no parece haber sido traducido al castellano—.
El film recorre una serie de acontecimientos y personajes situados en un pequeño pueblo de la región de Moravia entre 1945 y 1958, mostrando cómo los habitantes se irán adaptando a la lenta implantación de medidas de corte socialista como la intención de unir a todos los agricultores en una granja colectiva. Así, después de la alegría mostrada en el primer capítulo tras la reciente liberación y victoria sobre el ejército alemán, el relato se irá recubriendo cada vez de más láminas donde el rencor, la corrupción y el conflicto terminarán por gobernar la realidad de esa pequeña población.
Este tono cada vez más fatídico hará que se pase de los bailes acompañados con cerveza —aunque nunca se abandonen del todo, al fin y al cabo es Europa del este— a una serie de despedidas y enfrentamientos que no serán nunca lo suficientemente graves como para que la vida siga su curso —continuarán las borracheras, los enamoramientos y las cosechas— pero sí tiene la capacidad de dejar un rastro cada vez más perceptible de que nada va a ser como antes.
Aunque en la película es innegable la crítica realizada contra el comunismo y la imposición de una nueva legislación socialista parece ser una acusación dirigida de forma mucho más concreta hacia aquellos que aprovechándose del nuevo sistema buscan convertirse en lo que supuestamente habían venido a eliminar. De hecho, el personaje que parece ser el único comunista honesto —un organista llamado Ocenás— se ve obligado a abandonar el pueblo por las amenazas de muerte recibidas tras una fatal equivocación.
Mientras Ocenás está recogiendo todo lo que tiene en su casa para marcharse se acerca Frantisek —un granjero que más adelante se convertirá en la primera barrera de resistencia contra las medidas socialistas— para despedirse de él y agradecerle lo mucho que hizo por enseñar a su hija a tocar el piano. Ocenás y su autoexilio se hacen realidad esa misma noche, mientras Zásinek, un músico de procedencia incierta que ahoga en alcohol la culpa por haber perdido a su mujer en las cámaras de gas de Auschwitz, canta lánguidamente en la taberna del pueblo.
La marcha del organista parece, además, dar todavía mayor manga ancha a la nueva camarilla autoconstituida para organizar el pueblo, que no dudará en chantajear e incluso castigar a cualquiera que busque ponerse en su contra.
Es por esto que Vojtěch Jasný, en vez de realizar una película panfletaria, nos muestra una historia compleja donde es posible apreciar la profundidad de todos los personajes. Al parecer, ese gran trabajo dramático viene dado por un guión que el propio Jasný estuvo desarrollando durante diez años, lo que sin duda otorga a su obra un cuerpo inamovible sobre el que hacer andar a sus personajes, seres complejos de distintas caras y con distintos pesares que siguen su vida como pueden.
A pesar de que la película recolecta momentos en distintas estaciones del año casi siempre la domina una luz dorada de otoño que parece asemejarse al brillo con el que se recuerda lo que se ha vivido, sea esto alegre o traumático. Porque a lo largo de todo el metraje se escuchará a un narrador que parece conocer a la perfección todo lo que sucede, aunque nunca se desvela su identidad. No se sabe entonces si se está ante un ejercicio de memoria por parte de alguno de los habitantes del pueblo o si incluso puede ser el propio Vojtěch Jasný intentando recomponer fragmentos de su propia vida dentro de la película.
Všichni dobří rodáci, que podría traducirse como Todos mis buenos vecinos, fue estrenada un año después de la Primavera de Praga y, como era de suponer, prohibida de inmediato. Aun así Jasný pudo recoger la Palma de Oro en el Festival de Cannes a mejor director junto al rompedor Glauber Rocha, que había presentado esa especie de western proletario llamado Antonio das mortes.
La fortuna quiso que el realizador checo pudiera vivir el tiempo suficiente para ver a su película salir de nuevo a la luz, esta vez ya considerada como uno de los mejores ejemplos de lo que fue capaz de conseguir ese tsunami de libertad irrepetible que fue la Nueva Ola Checoslovaca.
Morphia (Alekséi Balabánov, 2008)
Ahora es el turno de revindicar no solo esta maravillosa película, sino totalidad de la obra cinematográfica de Alekséi Balabánov. Muchos no lo conocerán, otros lo recordarán, sin saberlo, como aquel ruso chiflado que decidió, borracho como una cuba, bañarse una madrugada de noviembre en la playa de Gijón – sensata decisión que obligó a los cuerpos de salvamento a realizar una operación de rescate –. Mas allá de esta simpática anécdota – un poco cliché, si – pocos en nuestras fronteras habrán oído hablar de él o habrán disfrutado su interesante obra así que, antes de nada, hablaremos un poco del hombre detrás de la cámara.
Lo que las gélidas aguas cántabras no lograron, lo hizo tristemente realidad un infarto el 18 de mayo del año 2013. Su partida nos dejó como legado una docena y media de películas en las que se aprecia su debilidad por el humor negro, la violencia, el morbo visual y la critica social. Especialmente interesado en retratar los años crepusculares de la URSS, con un gamberrismo propio de Tarantino y la serena frialdad del cine de autor europeo. El contraste y la unión imposible de estilos le valió un buen puñado de fans que, hoy en día, buscan colocar su obra en el merecido primer plano que no gozó con su autor en vida.
Hecha esta breve pero obligada introducción, acerquémonos ahora a una de sus obras más aclamadas por público y crítica: Morphia (Morfina). La elección de esta película no es azarosa. En este film, Alekséi se aleja completamente del característico estilo anteriormente mencionado. La violencia abandona su carácter rebelde y cómico para quedar reducida a un primario brutalismo visual. El humor negro, bueno, el humor en general, queda ausente también, dejando su lugar a la inquietud y a la sombra de la desgracia.
Este drama de época es la adaptación de un relato vagamente autobiográfico del escritor ruso Mijaíl Bulgákov. En él, y bajo el velo de su protagonista, el Doctor Polyakov, Bulgákov narra su propia experiencia como adicto a la morfina, que describió magníficamente cuando escribía: “La muerte de sed es una muerte paradisíaca, beatífica, en comparación con la sed de morfina. Seguramente, quien es enterrado vivo atrapa así las últimas e insignificantes burbujas de aire que quedan en el ataúd”. Alekséi Balabánov se atreve, de este modo, a irrumpir en una obra tan intima para hacerla suya. Y todos deberíamos estarle agradecidos por ello. El resultado final es una película, dividida en varios capítulos, que describe con agónica precisión el descenso al abismo de su protagonista, desde el primer pinchazo que se administra como tratamiento contra una reacción alérgica hasta su impactante final.
El metraje, que arranca en el momento en el que este sanitario aterriza por primera vez en el pueblo en el que deberá ejercer su profesión, mantiene tres relatos paralelos: la adicción, los escalofriantes casos que como médico debe atender y, en un segundo plano, la revolución rusa, cuya violenta promesa se cierne sobre todos los personajes. Las actuaciones, encabezadas por Leonid Bichevin – que está francamente espectacular – y seguido de cerca por Ingeborga Dapkunaite, transmiten perfectamente la gravedad del tema tratado en todo momento y obligan a empatizar con las durísimas situaciones que se suceden.
Todo lo anteriormente mencionado otorga un aura extraña y exótica a esta película. La obra de un peculiar director que siempre buscó su propia voz y, cuando la encontró, renegó de ella temporalmente para crear este homenaje a Bulgákov.
Alicia en las ciudades (Win Wenders, 1974)
Cuarto film y una de las road movies más mítica del alemán Win Wenders.
El resumen del argumento es como sigue: Felix Winter (Rüdiger Vogler), periodista y fotógrafo freelance, se encuentra a los 31 años en Nueva York, sin trabajo ni ambiciones. En una agencia de viajes, donde planea regresar a casa de sus padres en Alemania, conoce a Lisa (Lisa Kreuzer) y su hija Alicia (Yella Rotttländer). Lisa le deja a Alicia en sus manos para volver a recogerla en Ámsterdam, pero no aparece. Felix y Alicia emprenden así un viaje por toda Alemania para encontrar a la abuela de Alicia. Ese será el desarrollo de la relación entre ambos y de la propia autoestima de Félix. Podemos ver por tanto que la estructura narrativa es sencilla y en el fondo muy clásica que Wenders ha empleado con variaciones en otras de sus roads movies. Es la del personaje sin identidad, que “ha perdido el norte” como explicita él mismo en una conversación un tanto reiterativa respecto a lo que ya conocemos del personaje; este personaje emprende un viaje que implica conocer a otras personajes que guiarán sus pasos, y que en especial será Alicia, hasta alcanzar una superación de sus propios miedos y un regreso al hogar con el personaje transformado.
Lo más interesante en nuestra opinión es la dirección de actores, que muestra gran influencia del cine underground norteamericano como Cassavetes (en realidad toda la película tiene continuas referencias a los EEUU, mostrando incluso una Europa colonizada por el american way of life). De esta forma tendremos muchos planos medios o primeros planos en los que los personajes se toman su tiempo para emprender el diálogo, dudan, dejan preguntas en el aire, se miran largamente, callan las palabras que tenían en la lengua, o las sustituyen por gestos. Un ejemplo muy claro y uno de los momentos más bellos del film es cuando Alicia confiesa que su abuela no vive en el pueblo donde la llevan buscando un par de días. En vez de la predecible reacción de enfado, Wenders nos muestra un largo silencio, luego a Félix yendo al baño, riendo con una frase absurda, y regresando más calmado para comunicarle a Alicia que la va a entregar a la policía.
Otro elemento crucial en el film es el blanco y negro que capta los detalles de los rostros, la corta distancia focal para mostrar una mirada más cercana a ellos, y los bellos paisajes rodados en 16mm.
Se trata por tanto, junto a El cielo sobre Berlín, En el curso del tiempo y Paris texas, de una de las películas más recomendables de Wenders.
Por si te lo perdiste, te dejamos aquí el primer volumen de nuestros artículos dedicados a reivindicar películas.