Delitos y cine: aquellos primeros pasos

Jorge Marco, Julio Beltrán y Pablo Gracia//

El cine es la más joven de las grandes artes del hombre y, aun así, podríamos decir que hoy en día ocupa un papel mucho más relevante y hegemónico que sus hermanas mayores en lo que se refiere a la cultura popular. En esta nueva sección, en la que trataremos mensualmente tres películas bajo un mismo link, hoy nos ocupamos de los primeros pero firmes pasos que dio el cine entre nosotros. Tres obras maestras, tres géneros distintos de tres continentes y rodadas por tres genios muy divergentes entre sí. 

Nos situamos en los años 20, un periodo especialmente fecundo para artistas de todo tipo que se encontraban en plena experimentación. El cine, que ya gozaba de una buena reputación y había dejado atrás aquella primera impresión de “atracción circense”, no podía mantenerse al margen de esta revolución vanguardista. La industria estaba en plena ebullición allá en Hollywood y la técnica del cine mudo se había refinado enormemente desde la década anterior. Surrealismo, Impresionismo, Expresionismo, Cinema Pur, cine propagandístico… Los géneros y las vanguardias, sean propias o heredadas de otras disciplinas, poblaban los celuloides de aquellos años convulsos.

Es en este contexto en el que Aleksandr Dovzhenko en la URSS, Carl Dreyer en Francia y Buster Keaton en EEUU trabajan sin descanso en esta nueva disciplina. Fruto de estos esfuerzos, dieron a luz tres obras de singular calidad: Tierra, La pasión de Juana de Arco y El Cameraman

Tierra (Zemlya), Aleksandr Dovzhenko (URSS, 1930)

En el contexto de la transformación agrícola en Ucrania desde la explotación en propiedades privadas hacia la producción colectiva, publica Dovzhenko la última película en su trilogía muda sobre Ucrania (junto a Zvenyhora -1928- y Arsenal -1929-). 

Fotograma de la película Tierra

El motivo para empezar a rodar esta cumbre del cine mudo fue el uso propagandístico de las ideas revolucionarias que tenía el cine soviético. En 1921 Ucrania tenía 193 granjas colectivas voluntarias, aumentadas a 9.734 en 1928, lo cual hacía un total del 2,9 % de la tierra. En abril de 1929, mientras se preparaba la película, se aprobó el primer plan oficial con el fin de conseguir que la tierra colectivizada alcanzara el 25%. Por tanto, el argumento se centra en la colectivización del campo con ayuda de nuevos tractores por parte de los campesinos, y en el intento de abolir a la clase terrateniente (los kulaks). En este sentido este film encuentra su más inmediato precedente en La Línea general de Eisenstein, que comparte la defensa de la colectivización agraria. Además, se presenta al progreso técnico con grandes esperanzas, lo cual es relevante si consideramos la discrepancia de opiniones que se enfrentaban en la vanguardia artística acerca del pesimismo o la esperanza en la tecnología. Basta citar que cinco años más tarde Charlie Chaplin la deshumanizaría en Tiempos modernos

Fotograma de la película Tierra

Dicho esto, podría parecer que Zemlya estaba proyectada desde el principio para ser un mero mensaje político, pero se volvió a hacer patente la vieja ley de que es el trabajo del director quien finalmente le da el verdadero valor a una película. Así como Buñuel afirmaba poder filmar obras distintas con el mismo argumento, Dovzhenko da un mensaje que en cuanto político se caracteriza por ser ambiguo. De hecho, Myroslav Shkandrij declararía que el hecho de que Dovzhenko haya sido aclamado como una pieza central en la propaganda soviética y a la vez un ejemplo de espiritualidad panteísta típica de Ucrania, de anti estalinismo, y de un profundo patriotismo es probablemente la mayor paradoja de su desarrollo artístico. 

Fotograma de la película Tierra

Desde el principio del film se presentan las intenciones del director de presentar valores más universales y humanos que apenas podemos seguir llamándolos simplemente ideas: el ciclo de la vida y la muerte, la fertilidad, el amor a la tierra…hacen de algunas imágenes de esta obra un ejemplo imperecedero del espíritu humano. De hecho, las ambiciones y características estéticas acercan mucho más esta obra a Joan of Arc (1928), de Dreyer, mientras que el uso simple del montaje la aleja de su compañero Eisenstein.

En definitiva, cabe destacar quizá el mismo inicio del film con la muerte de un anciano, la marcha funeraria que ocupa todo el final, y las imágenes de lluvia en el campo con las que se cierra la película. Se muestra un amor hacia la naturaleza y los hombres que la cuidan y forman parte de ella. Esta pasión hacia la sinceridad y la imagen natural habría de influir unas décadas más tarde al que habría de ser uno de los mayores directores de todos los tiempos: Andrei Tarkovsky.

La Passion de Jeanne d’Arc, Carl Theodor Dreyer (Francia, 1928)

En 1928 y pese a su juventud, el cine ya contaba con una excelente salud. Sorteando los limitados medios técnicos del momento, las masas acogieron con entusiasmo esta nueva técnica de contar historias. Una técnica que, al expresarse con un alfabeto de fotogramas y no letras, se había mostrado enormemente accesible a la población de a pie. Un medio perfecto para transmitir ideas en una época en el que estas movían el mundo.

Todas estas importancias se vieron perfectamente reflejadas en la inmortal obra de Carl Dreyer La Passion de Jeanne d’Arc, estrenada el mismo año en el Keaton nos brindaba The cameraman, expuesta un poco más abajo. Antes de meternos de lleno en el meollo del asunto, es interesante recordar las curiosidades y la importancia histórica que tuvo este rodaje. El proyecto, que fue encargado a Dreyer por la Société Générale des Films de Francia, dio a elegir al director tres personajes femeninos distintos: María Antonieta, Catalina de Médicis o Juana de Arco. La decisión final – que según cuentan tomó sacando unas cerillas de su bolsillo – dio el protagonismo a la más famosa guerrera de la mitología francesa, Juana de Arco. Como avatar de tan legendario personaje escogió a la actriz de cine y teatro Maria Falconetti, quien, tras lograr hacerse al tiránico director, brindó al mundo una de las más bellas actuaciones de todos los tiempos, imprimiendo su rostro en el personaje de Juana por los siglos de los siglos. 

Pese al reconocido buen hacer de Dreyer, un amplio sector del nacionalismo francés rechazaba por completo la idea de que un autor extranjero fuera el encargado de dar vida al mayor icono de su historia nacional, por lo que el director rodó su película bajo una formidable presión. No obstante, todas las expectativas quedaron satisfechas el día del estreno. Todo el país, incluidos aquellos patriotas exageradamente escépticos, acogieron con gran fervor la obra de Dreyer. Todos quedaron aliviados y complacidos, un éxito en taquilla. Todos… excepto el propio Dreyer. Y es que, fruto de los tijeretazos de los censores gubernamentales y de las quejas del Arzobispo de Paris – que demostró no ser muy distinto a los hombres de Dios retratados en el film – el corte original del director no pudo ver la luz. Por si fuera poco, este corte original se creyó por décadas perdido debido a su destrucción en un incendio en 1927. Dreyer, que fue capaz de reconstruir esta primera versión con cortes y tomas inicialmente no incluidas, vio a la mala suerte llamar de nuevo a su puerta en 1929, cuando un nuevo incendio borró también esta segunda versión. Muchos años tuvieron que transcurrir hasta que, en 1981, trece años después de la muerte del director, fue hallado una copia del corte original, antes de la censura del gobierno y la iglesia, en un centro psiquiátrico de Oslo. Un milagro digno de su filmografía. 

Fotograma de la película La Pasión de Juana de Arco

No se entiende, aunque siga maravillando, La Passion de Jeanne d’Arc sin conocer antes la profunda y compleja religiosidad de Calr Dreyer. Dios, la pasión, la presencia, la ausencia, la iluminación y lo corrompido son conceptos que danzan como cualquier otro personaje a lo largo de su extensa filmografía. Esa deslumbrante espiritualidad es la que parece servir de continua inspiración a Dreyer en cada toma de la película. Cientos de primerísimos planos se suceden en la pantalla, rostros que parecen observar, juzgar y suplicar al propio espectador, que no puede sino sobrecogerse ante aquel magistral desfile de miradas que, una a una y con sumo cuidado, seleccionó el director.

La luz, elemento protagonista, se utiliza, brillante y en plano picado, para resaltar la pureza de Juana, falsamente acusada de herejía. Y, en contraposición, más oscura y en contrapicado, para retratar a sus jueces y verdugos al tiempo que resalta sus más grotescos rasgos. Los planos generales, si bien también son magníficos, resultan escasísimos con el propósito de crear una atmosfera intima e impactante. Los ojos y gestos de Falconetti, sus miradas oscilantes entre el delirio y la iluminación espiritual, entre la serenidad y el terror nos acompañan a lo largo del interrogatorio, de su derrota moral, de su martirio y de su catarsis final. Con esto, Dreyer establece una clara analogía entre las vidas de Juana y Cristo, ambos juzgados, martirizados y ejecutados. 

Por otro lado, el director aprovecha para realizar una feroz crítica a la hipocresía espiritual y a la corrupción terrenal de aquellos “Hombres de Dios” que, elevándose jerárquicamente sobre sus semejantes, sufren una devastadora caída moral. Los representantes de la Iglesia encargados de juzgar a Juana, en lugar de regocijarse por su cercanía a Dios, se sienten repelidos por ella hasta el punto de acusarla de hereje y cautiva del maligno. Incapaces de percibir la santidad de la joven pese a sus cargos eclesiásticos, tejen una red de engaños y torturas contra ella que culminan con la famosísima ejecución de la misma, quemada viva en las llamas. 

Fotograma de la película La Pasión de Juana de Arco

En definitiva, el apartado emocional, el virtuosismo técnico y la profundidad teológica del metraje hacen de La Passion de Jeanne d’Arc un ídolo de celebridad bien merecida. Un apasionado recordatorio que nos brinda Dreyer de aquel día en el que, como tantos otros, la Iglesia pecó contra Dios. Una película que, como toda obra maestra, nos encoge en escalofríos frente a la pantalla.

The cameraman, Edward Sedgwick y Buster Keaton (EEUU, 1928)

Esta es quizás mi película favorita de Keaton porque desde los primeros cinco minutos uno solo puede rendirse ante la grandeza de este genio no solo de la comedia, sino del séptimo arte en su más amplio término. En este inicio, Keaton se ve envuelto en una multitud que lleva a colocarle justo detrás a una mujer de la que inmediatamente se enamora. Ella ni siquiera puede verlo, pero él ya cierra los ojos mientras parece olerle el pelo, como intentando potenciar hasta el máximo el sentimiento que le ha producido su encuentro. Paradójicamente, cuando todo el mundo se va y ellos quedan solos, en un momento casi de intimidad, se separan y desaparece el contacto físico. Pero Keaton no se rinde y buscará trabajo en las oficinas de noticieros donde ella es secretaria, dando comienzo a su carrera como camarógrafo, hecho que la película tomará de excusa para mostrarnos la historia de amor entre Buster y Sally, que sorprende por su modernidad y ternura. Como ejemplo, tras una cita que acaba terminando de una forma poco satisfactoria, ya que todo parece estar en contra de que sigan juntos —resaltando esa separación física mostrada al principio del film—, ella le da un discreto beso en la mejilla bajo una lluvia torrencial. Él se lleva la mano al lugar del beso y se aleja casi conmocionado, como si hubiera contraído una especie de fiebre provocada por el amor.

Fotograma de la película The Cameraman

Como en toda película de Keaton, el espacio en el que se mueve su personaje sufre un reordenamiento más que una ruptura, consiguiendo una cantidad casi innumerable de juegos visuales usando las escaleras de un edificio —que Keaton sube y baja de forma desesperada mientras espera a la llamada de Sally—, un estadio de béisbol vacío, un camión de bomberos, un vestuario o una guerra entre bandas durante una celebración en el barrio chino de la ciudad. Es en este punto donde resalta con mayor fuerza el gusto por Keaton de enfrentarse y jugar con el medio que le rodea, escapando de los tiroteos mientras escala andamios y salta barricadas a la vez que carga con una cámara y su trípode, una bolsa con las latas de película y un mono. A pesar del peligro solo le importa seguir filmando, creando una analogía visual entre las armas de fuego y el funcionamiento de la cámara. Su desprecio al peligro parece reflejar el propio interés de Keaton por la estética que buscaba en sus golpes y caídas. 

Y es que Buster no solo era cómico, sino cineasta, lo que ha permitido que su visión y su forma de hacer cine siga resultando rompedora. Incluso se adelanta un año al estimulante ejercicio fílmico que realizó Dziga Vertov en su El hombre de la cámara, mostrando un breve intento de noticiario que su personaje ha filmado como prueba para los directivos de la compañía que deben decidir si contratarle. Durante la muestra, las imágenes de Keaton se sobreimpresan, como ese barco que parece navegar por una calle, o se dividen en pequeños espacios que enseñan los mismos hechos. Esto es recibido por la plana mayor de la compañía con sorna y risas, pero lo que se transmite en el fondo es una burla del propio Keaton hacia quienes no poseen una mente abierta hacia el mundo de la imagen. No contento con eso, hacia el final del film Keaton introduce un cortometraje dentro de la propia película, cuando su mono mascota filma, sin que él lo sepa, cómo rescata a Sally de morir ahogada. Cuando esas imágenes son vistas por el jefe de los noticiarios exclama: “¡Es la mejor película que he visto en mucho tiempo!”. 

Fotograma de la película The Cameraman

Para cerrar este gran homenaje al cine y al amor, la pareja protagonista acaba paseando, ya por fin cogidos de la mano, entre una multitud que parece rendirles homenaje a pesar de que ellos no son el motivo de la celebración, pero qué importa, para nosotros sí lo son.

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