El castigo físico como redención
Cristina Morte Landa. Fotografía principal: AP//
En Filipinas y en España las autoflagelaciones como castigo durante la Semana Santa siguen existiendo. Una práctica que ya fue prohibida por Carlos III en el siglo XVIII, pero que sigue vigente en la actualidad. La Semana Santa en San Fernando, en Filipinas, y San Vicente de la Sonsierra, en España, implica dolor físico. Autoflagelaciones, cristales que se clavan en pies descalzos y crucifixiones reales en un tipo de penitencias que resultan tan extravagantes como morbosas.
Son pocos, pero aún siguen existiendo aquellos que deciden mostrar su devoción con el autocastigo físico. Reúnen cada año a miles de personas que no quieren perderse el espectáculo. Nunca se puede saber con exactitud cuántos serán porque no todos sienten que deban hacerlo. La cifra oscila entre los 35 y 40 cada año. Todos son hombres. Descalzos, vestidos totalmente de blanco y con una capucha que oculta su identidad y les cubre todo el rostro menos los ojos. “Si te quitan el dolor, ya no te queda nada”, dijo alguna vez el cineasta Pedro Almodóvar, seguramente recordando el pensamiento del capitán Ahab en Moby Dick (1859), refiriéndose a la intimidad que se debe tener cuando se sufre.
Ellos rompen con esta intimidad y deciden exponer su dolor en unos actos donde el amor por Cristo se traduce en autoflagelaciones y dolor físico. A veces, este dolor es utilizado para reemplazar a un –todavía mayor– dolor mental. Otras, es cuestión de una fe entendida por pocos y criticada por muchos. Algunas es fruto de una promesa, y otras solo quieren obtener su perdón.
El académico y literato C. S. Lewis decía que el dolor físico está lleno de un dramatismo que engancha. El dramatismo de los picaos de la Cofradía de la Santa Vera Cruz de San Vicente de la Sonsierra llega, cada Jueves y Viernes Santo, con cada de uno de los 800 latigazos que se propinan en la espalda con un flagelo de cáñamo. Luego, el práctico –miembro de la cofradía– clava en la espalda de los penitentes una bola de cera provista de cristales para aliviar el dolor y evitar que se formen hematomas. Un acto que se repite 12 veces y que ocasiona 12 heridas en honor a los 12 apóstoles que acompañaron y propagaron el mensaje de Jesús de Nazaret en la religión cristiana. Son únicos en España y fueron declarados Bien de Interés Cultural en 2016. Representan un espectáculo cargado del dramatismo que engancha, como apunta Lewis, porque la sangre siempre atrae, aunque luego repela.
Los dos son santos aunque promueven y experimentan prácticas que, a priori, se alejan bastante de la santidad. San Vicente, en La Rioja, y San Fernando, en Filipinas, se encuentran a casi 12.000 kilómetros de distancia y tienen una diferencia de 90.000 habitantes. El Viernes Santo es probablemente el día más importante en el único país católico de Asia. En San Fernando, la capital de Pampamga, en lo alto de una colina que simula al monte Calvario, un creyente –muy creyente– se prepara para transportar descalzo una cruz de madera de 37 kilos para acabar crucificado en ella durante 10 minutos. Los clavos atraviesan sus manos y sus pies y lo convierten en la viva imagen de Cristo en la cruz. Ni son actores ni los clavos son falsos como ocurre en algunos países latinoamericanos donde la Pasión es representada y el dolor, fingido.
Lo que podría entenderse como un rito a caballo entre la fe ciega y el extremismo es considerado todo un espectáculo por muchos filipinos. Un espectáculo en el que se venden refrescos y aperitivos para acompañar la visión de una escena dramática y sangrienta que cada año atrae a más curiosos. Rashid Moutiq, director de cine danés y autor del documental Jesus of San Fernando explica en El Confidencial, que las crucifixiones reales son la única forma de plasmar la manera en que Filipinas entiende el cristianismo. Añade que, desde fuera, esta práctica puede tacharse de fanatismo y que solo una vez dentro entiendes la verdadera razón por la que se ejerce: una devoción absoluta.

La devoción absoluta convierte la Semana Santa de Filipinas en puro dolor presente en cualquier acto. La máxima autoridad del catolicismo, el papa Francisco, se pronunció en 2016 sobre el sinsentido que suponían las autoflagelaciones en una celebración donde el amor por Cristo era lo que debía primar. El catedrático de Nuevo Testamento de la Facultad de Teología San Dámaso, Julián Carrión, apuntó en una ocasión que la crucifixión era una tortura tan brutal y horrorosa que ni siquiera los evangelistas la contaron con detalle. Ahora, siglos después de la de Jesucristo, se ejerce por voluntad propia en Filipinas. La fe mueve montañas.
Flagelación, una sangría histórica
Alejado de la interminable y sobreactuada sesión de flagelaciones que sufre Mel Gibson en la película La pasión de Cristo 2004), ya que según los teólogos e historiadores los judíos no habrían sobrepasado los 40 latigazos al Mesías, Jesucristo fue probablemente el flagelado más famoso –o por lo menos representado– de la historia. Fue arrestado, fustigado y crucificado en el monte Gólgota en una fecha confusa que trae de cabeza a los estudiosos del cristianismo. Su muerte salvó la humanidad y por ello, una parte de ella se debe a él, lo venera, representa e incluso experimenta su sufrimiento.
El teólogo y psicoanalista belga Patrick Vandermeersch explica en su ensayo Carne de la Pasión: Flagelantes y Disciplinantes. Contexto histórico psicológico (2004), el papel central que la autoflagelación ha tenido desde los inicios del cristianismo. Se cuenta que el abad benedictino Pedro Damián fue el precursor de esta práctica, allá por el siglo XI, “para reprimir las tentaciones de los vicios y de los placeres de la carne” y mantener a raya a los diablos mentales –o no –. La personificación de la flagelación surge en 1260 en Perusa, Italia, de la mano de un conjunto de hombres, exclusivamente hombres, que durante 33 días –acordes a los 33 supuestos años de Cristo en el momento de su crucifixión– se autolesionaban públicamente dos veces diarias y debían abstenerse de tener relaciones sexuales.
Eran considerados herejes por algunos, pero las flagelaciones en público se convirtieron en todo un espectáculo teatral en el siglo XIII. Las procesiones de flagelantes alcanzaron tal grado de popularidad y normalización en España que hasta el don Quijote de Miguel de Cervantes se encontró con una en uno de sus apasionantes viajes, arremetiendo contra los penitentes que habían capturado a una hermosa doncella a la que llevaban en alza y que resultó ser el paso procesional de una virgen.
Como tantas veces, la cosa va de reyes. “Paris bien vale una misa” y, quizás, algunos latigazos, debió pensar Enrique VI cuando accedió a un fustigamiento en público para conseguir su ansiado trono francés. El monarca Enrique III “El flagelante” fundó –en una fecha no concreta del siglo XVI– la Hermandad de la Muerte, cuya creación ayudó a asentar algunas de las características de la autoflagelación en el cristianismo. Consolidó el viernes como día oficial en el que efectuar esta práctica debido a la asiduidad con la que el monarca se reunía este día para autoflagelarse delante de un grupo de hombres. Solo hombres. Eran siempre los más bellos de la Corte, según Carnes de Pasión (2004), debido a la supuesta homosexualidad del monarca.
Según Vandermeersch, se comenzó a creer y a considerar que la autoflagelación podía entrañar otras razones alejadas de la fe, el perdón, el castigo o una promesa al Altísimo, como era la satisfacción sexual. Quizás Enrique III no se autoflagelaba en busca del placer o quizás sí. Lo que no es de extrañar es la relación que propone el autor belga entre los dos conceptos. La línea divisoria entre el dolor y el placer siempre ha sido muy difusa, a pesar de las contradicciones que, a priori, supone pensar en ello.
En el año 1777 el rey Carlos III, con poco apoyo y muchas críticas, debido al gusto de la población por estas prácticas, prohibió a los flagelantes, empalaos –penitentes que portan en sus hombros dos grandes troncos atados por una soga, emulando a la cruz de Cristo– y a los disciplinantes por invitar al desorden y al libertinaje a través de unos actos sangrientos en los que parecía no haber normas. Estas prácticas fueron extinguiéndose paulatinamente en España, excepto en el pueblo riojano de San Vicente de la Sonsierra donde los picaos llevan desde el siglo XV ejerciendo su voluntad de autolesionarse por Jesucristo.
Dolor y religión, cosa de hombres
Hasta el 3000 a.C los seres humanos no conocían la figura de Dios como todopoderoso. Todos los fenómenos existenciales, la vida y la muerte, el caos y el orden se atribuían a un ente femenino, porque Dios nació mujer tal como cuenta Pepe Rodríguez en esta obra de 1999.
Los tiempos cambian y el rol de las mujeres, también. Cuando aparece la figura de Jesucristo, la figura de la mujer danza entre la personificación del mal y la personificación de lo sometido. Así pues, Eva –que nace de la costilla de Adán– es percibida como pecado carnal y tentación por su cuerpo desnudo. Por el contrario, María pasó a ser una madre de siete hijos resignada, hecha para la aceptación y con un papel secundario que se reduce a concebir y cuidar de los hijos –aunque ni siquiera se le otorgaba esa función porque sus hijos nacieron fruto del Espíritu Santo–. Tal como cuenta el periodista y teólogo Juan Arias en María, esa gran desconocida, La Virgen representaría la figura de mujer que la jerarquía eclesiástica propone como referencia femenina dentro de la cultura cristiana.
Aunque –afortunadamente– esta figura y percepción de la mujer ha ido cambiando y evolucionando –no del todo– a lo largo del tiempo, en las cofradías donde el castigo físico se utiliza como redención las mujeres no tienen nada que decir. Los requisitos fundamentales para poder ser un picao son tener más de 18 años, la obtención de un certificado del párroco que acredite el sentido religioso de la autoflagelación y no ser mujer. La mayoría de edad resulta una condición obvia. Sin embargo, ¿por qué no pueden las mujeres tener la oportunidad de rendirse a Dios de igual manera que los hombres? Resultaría extraño que las mujeres luchasen por su derecho de autoflagelarse, pero ¿a quién queremos engañar? También resulta extraño que estas prácticas sigan existiendo aún en la actualidad.
Solo aquellos que tienen la suficiente devoción como para infringirse ese dolor entienden lo que supone para ellos esa práctica. Las mujeres no están totalmente al margen en el caso de San Vicente de la Sonsierra. Pueden realizar la penitencia, pero una penitencia considerada acorde a su sexo. Las marías, caminan descalzas, vestidas totalmente de negro, con el manto de la Virgen de los Dolores y con la cara descubierta detrás de los picaos. Ellas no se infringen más que el dolor físico que supone ir descalzas – lo que también realizan los picaos–. Diferentes formas de dolor para diferentes sexos. Quizás ninguna mujer haya querido ser picada nunca o quizás sí, pero nunca lo sabremos. No tienen ni tendrán la oportunidad.

En Filipinas, las mujeres y los niños apoyan desde abajo a sus maridos, hermanos e incluso hijos, en el momento en que les crucifican. Son siempre varones ya entrados en la edad adulta. Las mujeres tampoco pueden fustigarse como lo hacen los hombres en el resto de los actos filipinos en Semana Santa. No participan en las procesiones porque todas ellas suponen dolor. Un dolor al que no se les permite acceder porque es físico. Ellas representan el dolor psicológico extremo y ellos –una vez más–, el físico. El sexo débil decían, ¿no?
¿Extremismo o devoción absoluta?
La razón y la fe son dos formas de convicción que perviven en las sociedades con más conflicto que compatibilidad. La fe mueve a los individuos por un universo intangible en el que no siempre tiene cabida la razón y viceversa. Si hubiese un hueco para la razón en la fe, ¿tendría sentido que en el siglo XXI existiesen actos en los que individuos encapuchados, con cadenas en los tobillos y descalzos, se autoflagelasen o crucificasen? ¿Tendría sentido que se hubiese convertido en un espectáculo turístico y, más aún, que los picaos fuesen patrimonio cultural de igual manera que lo es un monumento? Posiblemente, si la razón reinara, no tendría sentido rescatar una práctica propia de la Edad Media. Por todos es conocido que la enseñanza más grande que la Iglesia Católica destaca de Jesucristo es el amor.
Y un amor extremo, insensato y sumiso es lo que muestran los practicantes, dedicándole ese dolor físico a ese Dios que algún día los salvó de un accidente, curó una enfermedad o les hizo sentir la llamada. De igual manera, la conversión de un acto de fe absoluta y desmedida en un espectáculo a caballo entre lo gore y la salvajada no sé si será bien visto por el Altísimo. Extremismo y devoción a partes iguales.
Y no nos olvidemos de los «Empalaos» de Valverde de la Vera. No sangriento, pero tampoco exento de dolor.