El Cielo existe y está en La Jota
Alba Fernández//
Historias de una cafetería de barrio
MAÑANA
El olor a tierra mojada y café caliente es lo primero que uno percibe al adentrarse en la plaza Piedad Gil. Esta semana el clima ha hecho justicia a su refrán y han caído “lluvias mil”, pero el tip-tap incesante de las gotas contra los charcos no parece molestar a los parroquianos del Cielo. Son solo las nueve y media de la mañana de un viernes y un tercio de las mesas de la cafetería más popular del barrio La Jota ya están ocupadas.
-Co, la de filosofía es una zorra – una voz juvenil resopla desde la mesa de al lado, donde desde hace un rato suena Motorola de Morad. El comentario es seguido por un coro de sonidos de afirmación.
-Ya ves. Yo no sé qué coño hago en bachiller –añade otra voz, esta un poco más grave-. Me tendría que haber metido a un grado como mi hermano y que la chupe.
No es difícil adivinar que se trata de un grupo de estudiantes del instituto del barrio, ubicado solo a dos minutos del bar. Es casi una tradición venir al Cielo a saltarse las clases. Son cinco chicos, todos llevan un peinado bastante similar, con los lados rapados y rizos que les caen sobre la frente. Algunos visten chándal y tres de ellos llevan, al menos, una prenda de Sik Silk. Además, aunque está prohibido fumar en la terraza, dos tienen cigarros de liar descansando entre sus labios.
-Tíos -exclama el más delgado con los ojos fijos en la pantalla rota de su móvil-, me ha hablado Elisa.
La mesa estalla en silbidos, sonidos sugerentes y alguna que otra risa. Los chicos zarandean a su amigo y uno de ellos vitorea “hoy se folla”. En medio del alboroto sale Sonia, la dueña del bar, y me deja el café con hielo en la mesa. Me dice lo de siempre, “¿no hace demasiado frío para tomármelo con hielo?”, yo me río y ella vuelve a sus quehaceres.
Mientras Sonia me traía el café, ha llegado Cosmín. Viene sonriente y saluda chocándome la mano dos veces. Tiene la palma áspera y lleva puestos unos vaqueros negros manchados de pintura blanca. En cuanto se sienta a mi lado pide un botellín y se prende un cigarro industrial.
-Menudo día ayer- empieza con una sonrisa ladeada y se frota el ojo izquierdo-. Estuve trabajando con mi padre hasta las tantas. Creo que si tengo que levantar otro saco de escombros se me caerán los brazos. Hago más bíceps que en el gimnasio del barrio.
No es la primera vez que me habla de lo duro que es el oficio de la construcción. Cosmín siempre ha sido muy atlético, por lo que no fue una sorpresa para nadie cuando empezó a ayudar a su padre en la obra en cuanto terminó el instituto.
-Creo que tendremos el local de Isma y Josemi listo para la semana que viene. Solo queda aislar la cabina de grabación –me sigue contando-, y menos mal. La verdad es que tengo ganas de verlo acabado. Seguro que este verano dormimos ahí más de una noche.
-¿No te vas a Rumanía con tu familia?- le pregunto. Aunque llevan 19 años viviendo en España, Cosmín y su familia suelen volver a Gura Șuții de visita en los veranos.
Según el Instituto Nacional de Estadística, los rumanos son el colectivo de inmigrantes con más peso de Zaragoza. La provincia se ha convertido en la tercera de España con más residentes de origen rumano, solo superada por Valencia y Castellón. Suponen casi el 30% de los 117.855 extranjeros residentes en la capital de Aragón. La familia de Cosmín pone cuerpo y cara a este porcentaje.
-No. Gracias a Dios tendré que trabajar. El verano pasado había unos mosquitos como mi puño de grandes. Parecían helicópteros. No te rías, no es ninguna bro…- no puede acabar la frase porque la mesa de al lado, la de los chavales haciendo pellas, rompe en carcajadas estruendosas.
-¡Que solo te ha hablado para ver si te podía pillar!- vocifera uno de ellos que parece estar a punto de doblarse de la risa mientras señala con el dedo al chico de la pantalla rota. Tiene las mejillas coloradas e intenta zafarse de las collejas de otro de sus amigos. Con “para pillar” se refiere a comprar marihuana.
-Putos niños rata– masculla Cosmín, ceñudo y molesto por haber sido cortado a mitad de frase –. Voy a mear.
El sol empieza a asomarse tras las nubes y las mesas, ubicadas fuera del porche, se van llenando. Todavía no han acabado las clases del día, por lo que la mayor parte de la clientela son personas de más de veinte años. Hay varias parejas, un par de grupos de amigos y al menos cinco mesas ocupadas por ancianos. No es nada raro. Hay una residencia justo enfrente del bar y cuando los abuelos tienen visitas, el Cielo suele ser el lugar de encuentro designado fuera del centro de mayores. La mayoría están acompañados por un adulto o por otro anciano, pero ninguno está conversando. Alguno tiene los ojos cerrados y todos parecen estar disfrutando de los primeros rayos de sol de un día, hasta entonces, lluvioso.
No podemos culparlos. Hace justo un año, en abril de 2020, eran días demasiado nublados como para que el Cielo pudiese recibir a sus clientes más leales. Tienen que recuperar todo el sol perdido.
Cuando Cosmín vuelve, a nuestro lado se han sentado dos mujeres de mediana edad, una de ellas tiene un bebé en sus brazos al que está meciendo contra su pecho. Tiene el ceño fruncido y la expresión cansada pero asiente con la cabeza mientras la otra habla y muestra interés por la conversación.
-Siempre ha sido así –oigo decir a la madre-. Su hija siempre tiene que ser la mejor. Cuando aún estaban los nuestros en infantil decía que la suya ya sabía leer. Le preguntó a la profesora que si podían hacerle un examen de esos para saber si es superdotada.
-¡Venga ya! Si va a la academia de inglés con el mío y dice que no sabe decir nada- gruñe la otra señora. Me está dando la espalda pero casi puedo ver cómo pone los ojos en blanco.
-No, y ahora va a estar todavía más insoportable- interviene otra vez la del bebé-. No te lo vas a creer pero resulta que han cogido a su hija para el Aula de Desarrollo de Capacidades.
Cosmín me mira, él también ha oído lo que ha dicho la mujer. Nos echamos a reír. El Aula de Desarrollo de Capacidades es un programa creado por el Colegio La Jota para que los niños más brillantes en términos académicos puedan aprender a trabajar en equipo desarrollando proyectos innovadores. Ya cuando nosotros estábamos en primaria tenía efectos adversos. Según un estudio realizado por la Education Endowment Foundation, separar a los niños según sus capacidades no resulta beneficioso para ellos. Al explicarle a un niño que puede saltarse clases para ir a un “aula de niños listos”, se le condiciona a creer que es superior a sus compañeros y se crea un ambiente de hostilidad y rechazo entre los alumnos.
Pagamos el café y la cerveza casi al mismo tiempo que suena un timbre. Ring. Ring. Ring. Viene de la derecha, así que tiene que ser el que indica el fin de las clases en el instituto. A los del colegio, situado a la izquierda de la plaza, aún les queda media hora.
TARDE
Buzz. Un mensaje ilumina la pantalla de mi teléfono. “¿Alguna Cielo?”. No me da tiempo a responder antes de que el móvil vuelva a vibrar. Buzz. “Yo puedo”. Y otra vez. Buzz. “Yo también. Sobre las 5?”. Buzz. “Yo llego al barrio en una hora. Bajo en cuanto deje las cosas”. Como buena feligresa del Cielo no me cuesta demasiado decidir entre estudiar para los exámenes finales e ir a tomar café con mis amigas. “Bajo cuando estéis”.
Ya es media tarde cuando llego y todas las mesas de la terraza están ocupadas. Localizo a mis amigas en nuestro sitio de siempre, la mesa más a la derecha que hay dentro del porche. Es perfecta porque la mitad de las sillas reciben los rayos del sol y la otra mitad está a la sombra, por lo que no hay disputa entre las frioleras y las calurosas.
María tiene el portátil colocado encima de la mesa, obligando al resto de nuestras pertenencias a apelotonarse a su alrededor, demasiado cerca de los cafés humeantes. Se está quejando de que no entiende los conceptos de oferta y demanda que está estudiando en la universidad. Sheila, sentada a su lado con unas gafas de sol cubriéndole la mitad de la cara, le propone cambiarse de carrera. Es una sugerencia sin ningún futuro.
– Sí, anda- le responde María con una carcajada-. Si me cambio de carrera otra vez mis padres me desheredan. ¿Te piensas que soy millonaria o qué? Si se me acaba el ERTE en nada.
Es una conversación que las mesas del Cielo han escuchado demasiadas veces. Los únicos trabajos que se nos ofertan son temporales y precarios. Desde el último que tuvo María vigilando niños en las atracciones del centro comercial hasta el de Jessica de hace unos años como recepcionista en un gimnasio que la tenía contratada bajo el título de “peluquera canina”. No hay posibilidad de cambio de carrera, así que ayudamos a María como podemos hasta que llega Vicky con Karen. Están hablando de que en Madrid, donde Karen estudia, es mucho más fácil pasar desapercibida.
–Es que este barrio es un puto pueblo, tío– son las palabras de Vicky pero es algo de lo que todo joven de La Jota es consciente-. No podemos ni tener Tinder porque o conoces a todos los que te salen o a los que no conoces tienes mínimo diez amigos en común con ellos.
Esto tiene una explicación. En el barrio solo hay un instituto que ofrece estudios de ESO y bachillerato, el Pilar Lorengar. Es un centro de tamaño medio pero cuando La Jota comenzó a transformarse en un área más familiar a finales de los 90 y tuvo lugar el baby boom del barrio, en vez de construir un instituto alternativo, se amontonó a los estudiantes en el Pilar Lorengar. La promoción que se graduó en 2017 entró al instituto por siete vías distintas, había clases desde la A hasta la G. El instituto estaba casi al doble de su capacidad. Todos los jóvenes del barrio estábamos condenados a conocernos.
-Perdona, guapa- interviene Sheila con las cejas levantadas-, todo el mundo nos conoce. Nosotras no conocemos a todo el mundo. Que es muy diferente.
-Hablando de nuestros fans- añade Karen al comentario de Sheila-, ¿habéis visto la story de ya sabéis quién? Me flipa que nos pongan a parir en cada ocasión que tienen pero luego son las primeras que desearían ser nosotras. Que mala es la envidia en este barrio.
La rivalidad es un problema recurrente en La Jota. Conocerse todo el mundo e interactuar a diario tiene consecuencias y no todas son positivas. La principal es la formación de grupos, la mayoría creados en el instituto, que encuentran satisfacción en enemistarse y aliarse unos con otros. Convierten el barrio en algo así como un escenario de Guerra Fría a pequeña escala.
NOCHE
La última vez que regreso al Cielo es de noche y hace frío pero la terraza sigue llena. Me acerco a la barra y le pido una cerveza a Sonia. Me la prepara mientras me recuerda con una sonrisa que ya es la tercera vez que vuelvo hoy. Yo le digo que si se ha dado cuenta de eso es porque trabaja demasiado y ella se ríe negando con la cabeza. Se lo digo en tono de pullita pero es cierto. Sonia tiene dos hijos, uno de siete y otro de quince, y lleva encargándose del bar desde hace más de cinco años, cuando se mudó de Zhe-Jiang (China) a Zaragoza. En todo este tiempo no la he visto tomarse ni un día de descanso.
Sonia y su familia forman parte de los 6000 chinos que viven en Zaragoza. La gran mayoría de ellos provienen de Zhe-Jiang, una zona humilde al sur del país, y muchos llegan a España con el propósito de convertirse en propietarios de un pequeño negocio. Según EPData, el 54% de los inmigrantes chinos están afiliados a la Seguridad Social como autónomos. Menos mal que hay quien cotiza.
-Queremos que salga antes de verano- Juan está hablándole al resto de la mesa cuando me siento-, no sacamos canción desde 2020 y ya va siendo hora.
-Vais a triunfar seguro. Ese disco promete- le responde Isma dándole un sorbo a su cerveza-. Josemi y yo tenemos unas ganas que flipas de sacar algo ya también. En que esté terminado el estudio nos pondremos a grabar día y noche.
Aunque La Jota es un barrio muy diverso y en el que proliferan las rivalidades, hay algo que une a sus habitantes: la música. Era de esperar con un nombre como “La Jota” y una tradición de rap y hip-hop que se remonta a los 80, que trajeron a artistas como Kase.O y Distrito 14. Desde las batallas de gallos que se celebran en el parque Oriente hasta los conciertos de artistas locales en el centro cívico, la afición por la música recorre cada rincón de La Jota.
Esta pasión compartida supone una fuente importante de orgullo para sus vecinos. “El barrio es la única patria” es uno de los lemas por los que se rige buena parte de sus habitantes. La sensación de orgullo por formar parte de La Jota toma forma física en los cientos de pintadas que decoran las paredes de este barrio y de los vecinos, todas firmadas con los mismos tres números: 014. La parte final del código postal del barrio, 50014. Una de ellas trufa la columna localizada justo detrás de nuestra mesa en el Cielo.
-Mirad, ya está aquí el de siempre- comenta Josemi con una sonrisa ladeada.
Lo huelo antes de verlo. Es un hombre con rastas hasta las caderas, que no supera la treintena y que entra a la plaza fumando un porro y sujetando un altavoz por el cual suena La bella y la bestia de Porta. Como cada noche, viene a pasear a su perro por las zonas de césped y nadie se inmuta ante el fuerte olor a marihuana y la música alta, para los residentes de La Jota Dani es solo un vecino más.
-Ya son menos cinco- dice Isma haciendo una mueca de disgusto.
Todos sabemos lo que significa. En circunstancias normales, la terraza del Cielo se mantendría llena hasta su cierre a la una de la madrugada, pero con la pandemia todos los bares están obligados a cerrar a las diez de la noche. Así que, apuramos hasta el último minuto y cuando el reloj da las diez, nos levantamos.
-Que ganas tengo de que se acabe esta mierda- suspira Juan y se gira hacia mí-. Vamos, te acompaño hasta tu portal.
La noche acaba demasiado pronto pero mañana volverá a llover y la terraza se volverá a llenar porque, al fin y al cabo, el Cielo no es un bar con quince mesas y una barra. El Cielo es conversaciones al sol y tazas de café a rebosar, clases saltadas y risas que exhalan humo. Es esperar a que el peque salga del cole o ver a los nietos después de una semana larga. Es primeros besos, música alta y promesas de sueños que aún están por cumplirse. Es su gente y sus historias. Los feligreses del bar no necesitan ningún cura que se lo predique, saben que el Cielo existe y está en La Jota.