Hartazgo
Laura Hevia//
Tras la gula viene el empacho. Este es nuestro drama y seguimos sin ponerle solución. ¿Por qué? Porque no sabemos cuándo dejar de comer. No, no estoy hablando de banquetes o excesos navideños, ni tampoco de esas visitas a casa de la abuela donde repetir solo una vez es sinónimo de flaqueza. Hablo de nuestra ficción, de nuestras queridas series nacionales que no satisfechas con saciarnos y dejarnos con buen gusto nos ceban hasta que reventamos.
La costumbre patria es alargar de forma excesiva las temporadas y capítulos hasta exprimir la última gota de su esencia. El resultado no es otro que tramas vagas, vacías, con diálogos de relleno que no facilitan que avance la acción y personajes que se tornan planos porque ya han vivido toda situación imaginable en algún momento de su evolución.
#Queremos3TemporadaVisaVis leí en Twitter. Y cuando lo vi, temblé. Mi cuerpo se estremeció de miedo, miedo a que arruinen una de las mejores series que se ha gestado en nuestro país. En plena segunda temporada, la ficción carcelaria de moda vive la incógnita de si será renovada por una tercera. Y el problema no sería que la presidiaria Macarena y sus compañeras de celda ocupasen nuestra televisión durante un puñado de capítulos más, el problema sería que su productora -Globomedia- decidiera seguir estirándola hasta su extenuación. Y no, no es un temor infundado. Ya se hizo con Los Serrano o Aída. A ambas las mantuvieron demasiado en las parrillas españolas hasta que se les fue de las manos. ¿Quién no recuerda aquel ridículo sueño de Resines? Aún dudo de si se trató de un sueño o de una pesadilla.

Amigos de la televisión, de los errores se aprende. Así que no, no hagáis de los finales un sinsentido cuando los bajos índices de audiencia llamen a vuestra puerta. No lleguéis a ese extremo. Parad. Parad mucho antes. Parad cuando vuestro desenlace aún pueda ser recordado por su valor.
Todo es cuestión de tiempo y medida, pero eso tampoco lo sabemos hacer bien. El señor don Dinero vuelve a ser el culpable de todo. Para las cadenas es más barato comprar un solo capítulo de 70 minutos, capaz de rellenar el primetime con ayuda de la publicidad -ergo más ingresos-, que adquirir dos productos de 40. Somos todo un ejemplo de rentabilidad. Lástima que no lo seamos de calidad.
¿Recordáis Fenómenos? ¿No? Mejor. Duró nueve de los trece capítulos preparados para la primera temporada, y muchos me parecen. 70 largos y tediosos minutos semanales abarrotados de chistes malos y estereotipos manidos que pedían a gritos cambiar de canal. Quizá, y solo quizá, podría haber funcionado si hubiésemos dejado nuestros vicios a un lado y se hubiera apostado por un formato sitcom de 20 minutos. Pero parece que España es maña y a testaruda no le gana nadie.
¡Oh, América!
Norteamérica no concibe que sus ficciones duren más de 50 minutos: tiempo suficiente para ahondar en los personajes, para que el espectador vaya descubriendo a pinceladas la verdadera personalidad de los protagonistas, para que la trama se construya bloque a bloque. Sin embargo, la extensión de las temporadas no sigue un rumbo fijo. ¿Dos? ¿Cinco? ¿Doce? Aquí de nuevo manda la audiencia. Hay quien vio en Breaking Bad el ejemplo de serie perfecta: cinco temporadas y no más de 13 capítulos por cada una de ellas. Y por su trama, claro. Una historia supuestamente basada en hechos reales y toda una revelación. Walter White, ¿acaso sabes tú la clave del éxito?
En España debería copiarse este modelo. Un modelo en el que prime la calidad por encima de la extensión. Pero no me fio. Melinda Gordon –Entre fantasmas–, aquella chica menuda que hablaba con los muertos y los llevaba hasta la luz, aguantó en antena cinco temporadas con un total de 107 episodios. Análogamente, Alba Rivas –El don de Alba–, aunque con el mismo don, no llegó a la quincena. Solo teníamos que copiarlo bien. Solo eso. Ya que era un remake, podríamos haber respetado los tiempos originales y Alba podría haber ayudado a más espíritus.

Igual la única solución es resignarse, asumir que nuestras series deben ser casi como pequeñas películas de bajo presupuesto que nos obligan a anclarnos en el sofá hasta altas horas de la noche. Parece que el cansancio también tiene cabida en este dilema, y por partida doble.
El espectador también se cansa de repeticiones, de agujeros en las tramas, de esta permanente carrera de desgaste. Y además del espectador, se cansa el actor. Nuevos proyectos se posan sobre la mesa de nuestros grandes protagonistas que se encuentran con la disyuntiva de si continuar en aquel trabajo que prometía tanto -sí, en pasado, porque ya no lo hace- o arriesgarse y saltar a otro. Si la decisión estriba en lo segundo, nos tropezamos con un nuevo problema: la necesidad de un actor parche y el peligro de una trama que bandea sin encontrar la dirección adecuada.
Quizá un día al encender la televisión me lleve una sorpresa -grata, me refiero- y nos hayamos atrevido a experimentar, a salir de nuestro cómodo y a veces fructífero molde, aunque solo sea por una vez. Pero mientras tanto, La que se avecina acaba de renovarse por una décima temporada y ya hace unas cuantas que la falta de originalidad es un vecino más.