La masculinidad frágil es el reflejo del arraigado patriarcado
Clara Marín Lainez //
Tenía 16 años cuando vi llorar a mi padre por primera vez. Y también por última. Recuerdo como si fuera ayer esa tarde de abril. Ocultaba sus ojos verdes brillantes detrás de unas gafas de sol. Sabía que para él, un hombre tan grande, tan fuerte e incapaz de quejarse, no era fácil mostrar que lloraba, que algo le había conmovido a tal extremo de no poder contener las lágrimas. Fue la primera vez que vi a mi padre en una situación de vulnerabilidad. Ese día, mi padre rompió parte de la coraza de la masculinidad frágil.
¿Fragilidad o costumbre?
Cuando hablamos de masculinidad nos referimos al conjunto de atributos, características o cualidades que nos hacen reconocer a algo o alguien como masculino. Asociamos la masculinidad con el hombre de una manera tan fuerte que cualquier cosa que despierte una posible cantidad de feminidad puede ponerla en cuestión. Ese es el motivo por el que la masculinidad es tan frágil. Históricamente, el sexo masculino ha representado el sexo de los privilegios. La masculinidad es un regalo que deben cuidar y luchar por mantener para que no se vea cuestionado. Vestir de una manera concreta, sin demasiados colores, no hacer demasiadas muestras de cariño hacia otro hombre… Cuando eres hombre y perteneces al grupo privilegiado, tienes más qué perder, porque hombre no puede serlo cualquiera y cualquier descuido puede mancillar ese honor de machito para siempre.
Un honor que, generalmente, suele representar el prototipo heterobásico, aquel que se muestra fuerte e insensible. Ese es el concepto que utilizamos para insultar y ridiculizar acciones ya de por sí ridículas del “onvre” que en el fondo solamente esconde una terrible inseguridad y miedo a no encajar. Y sí, “onvre”, ese machito prepotente, insufrible y ridículo, debería ser un término a añadir en el Diccionario de la Real Academia.
- Onvre: “Dícese de aquel hombre que no muestra sus sentimientos y que para ser aceptado en su tribu de demás onvres necesita comportarse como un auténtico imbécil e intentar ocultar cualquier signo que muestre un mínimo de feminidad”.
Vamos, que tampoco se diferencia mucho del primer ejemplo que aparece en la RAE si buscas hombre: El hombre prehistórico.
Llora como una mujer lo que no supiste defender como hombre
Esta frase que pronunció Aixa, madre del último rey islámico Boabdil al entregar las llaves de Granada, es un reflejo de cómo muchas veces las mujeres somos fieles integrantes de las consignas heteropatriarcales. Somos quienes penalizamos la conducta de algunos hombres cuando no se encauza dentro del canon de lo entendido por masculinidad. Somos nosotras las que en un intento de ridiculizar sus actitudes ponemos el foco, una vez más, en la constante e histórica inspección de las conductas masculinas. Una lucha que lleva a los hombres a la incesable búsqueda de la aceptación, masculina o femenina, sin dejarles una vía libre para tratar de ser ellos mismos.

El peso de la representación patriarcal en los hombres
“La cosmovisión del patriarcado ha sometido a los hombres a un rol de dominio con una interpretación de «lo masculino» normativa, única, cerrada, exclusiva y excluyente de toda diferencia que provoca, por ello, una interpretación universalista de la «esencia» masculina que, a la vez, es propuesta como el universal y la referencia absoluta del ser humano: la mujer viene de la costilla de Adán y, por lo tanto, el hombre es el referente total de la humanidad plena. Ese dominio se vuelve contra el propio ente dominante al no permitirle ser otra cosa que lo estipulado por la dictadura patriarcal, ningún hombre se puede definir por su propia especificidad particular sino, únicamente, por su ser universal «hombre»”. Francisco A. Zurián explica esta imagen de obligada conducta sobre los hombres en su estudio: Héroes, machos o, simplemente, hombres.
Hombres o mujeres, sexo masculino o sexo femenino. Dos opciones en las que se ha de encajar la totalidad de la población. Dos opciones que vienen dadas por una maldita construcción social. Por el maldito género. Pensar únicamente en masculino y femenino no solo es binario y excluyente, sino que también es insuficiente. A finales de los años ochenta, comienzan a criticarse las teorías de asunción de géneros. Se juzga la idea de que niñas y niños son aquello que la sociedad quiere que sean. Arrebatándoles toda capacidad de pensar y de sentir diferente a los modelos establecidos por el orden social. Surge entonces el feminismo postestructuralista.
El inicio de los movimientos feministas y la deconstrucción de la ideología patriarcal han generado también numerosas dudas en el papel del hombre. Una vez que la estructura del dominio y protección del hombre se tambalean, la identidad del hombre lo hace con ella. ¿Cuál es ahora el rol del hombre en una sociedad igualitaria?, ¿qué es un hombre más allá de su propia genitalidad?, ¿qué características definen al nuevo hombre? El nacimiento de las nuevas masculinidades es la muerte de todos los viejos valores que asocian lo masculino y lo viril con la capacidad de protección y fuerza.
Ideas que provienen del tan odiado patriarcado. Sobre este, Lerner evidencia en su obra, La creación del patriarcado, que se trata de un sistema desarrollado durante 2.500 años. Un sistema que se inició en una etapa de la historia. Algo que permite inferir que, de igual modo que apareció, también es posible que pueda desaparecer.
Desde el maridaje entre capitalismo y dominación masculina, como diría Hazaki en La crisis del Patriarcado. Hasta la coerción de la práctica obligatoria de la heterosexualidad como norma, como afirma Azamar Cruz en Masculinidades. El condicionamiento de la figura del hombre y de su comportamiento le exige actuar de una forma concreta y en la que no todos los hombres se ven representados. Un intento fallido de la sociedad por hacer encajar a millones de personas en una misma casilla, sin excepción alguna. Una sociedad que olvida que existen tantas masculinidades como hombres hay en el mundo.
Masculinidades, en plural
Romper con los cánones y estereotipos establecidos requiere tiempo de aprendizaje. Una lección que se contrapone a las históricamente aprendidas y arraigadas en nuestra cultura. Esta idea que plasma Jaime Rodríguez Z. en su obra Solo quedamos nosotros. Una deconstrucción del concepto de masculinidad basado en el humor de sus acciones diarias de quien entendió el amor por primera vez de la mano de Otelo. Y de quien sufrió el primer desamor en manos de un padre educado y educador en la máxima: “la próxima vez que te vea llorando te voy a pegar yo”.
Un aviso que vuelve a rondar por mi cabeza con el oxímoron de que hay lecciones que solo se pueden aprender olvidando otras. Que aprender es lo mismo que olvidar. Que olvidar es lo mismo que sentir. Que sentir es lo mismo que llorar.
“Tu miedo, mi terror a no conocer jamás la soledad porque siempre, al final de todos los caminos, quedamos nosotros, una sombra violentísima que nos aleja de todo mientras tú te alejas otra vez, tú, compañero implacable, tú, pequeño hombre mío acongojado”. Ese pequeño hombre del que habla Jaime Rodríguez, esa gran masculinidad frágil que nos repele a las mujeres, lejos de darnos seguridad y cobijo. Todas esas nuevas masculinidades que llegarán unidas a una sociedad abierta, comprensiva y no binaria. Porque la fragilidad está en no ser quién eres.
Posiblemente el final de la sociedad machista y patriarcal no sea inminente. Es un proceso que necesita trabajo, comprensión y mucha comunicación. Comunicación para que llegue a entenderse que la fragilidad no es llorar, que es no hacerlo si lo necesitas. Es atreverte a quitarte esas gafas, esa coraza mientras lloras, como hizo mi padre aquella tarde de abril.
